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Es probable que usted no se haya propuesto seducir a sus lectores, sobre todo porque lo ha logrado, pero ¿cómo cree que ha conseguido, precisamente en estos tiempos, que la gente se detenga a leerla?
Todavía creo que se trata de un espejismo, que todo ese éxito es algo que se puede disipar o desaparecer en cualquier momento. Lo digo con una feliz incredulidad. Escribí El infinito en un junco pensando en que les interesaría a unos cuantos excéntricos y apasionados de la lectura como yo, pero jamás intuí que fuésemos tan numerosos. Crear esta comunidad a través de las traducciones, que yo cariñosamente llamo La tribu del junco, me ha regalado un sentido de responsabilidad, porque lo que más quiero es estar a la altura de las expectativas de la tribu. Pero también de esperanza renovada.
En sus libros, es evidente su interés por lo físico. Por los libros físicos, el contacto, la conversación, etc. ¿Cómo ve esa dimensión física en este momento?
La reivindico porque creo que hay que contrarrestar esa ausencia de presencialidad, esta forma de comunicarnos a través de las frías pantallas, esa confusión que tenemos cuando hablamos con otras personas desde la seguridad del anonimato de las redes sociales. Creemos que nuestras palabras no tienen consecuencias, pero sí que las tienen: causamos dolores e inseguridades a nuestro prójimo. Es importante devolver el papel central a la comunicación, a la palabra, y ser conscientes de que es nuestra herramienta de construcción, pero que, si es usada de manera violenta o agresiva, puede ser enormemente dañina.
En su libro “Alguien habló de nosotros” hay un texto llamado “Gente esperanzada”, que habla de los grandes y pequeños miedos que vivimos a diario por el estado del mundo. Allí, usted recordó un pensamiento de Albert Camus: “El respeto por uno mismo crece en el esfuerzo de aceptar primero, y luego transformar las verdades dolorosas”. ¿Qué aceptó de esta vida afanada y frenética y cómo se dispuso a transformarla?
Tiene mucho que ver con mi experiencia personal. Empecé a escribir El infinito en un junco cuando me enfrentaba a una situación personal terrible: el nacimiento de mi hijo con graves problemas de salud. La escritura fue la que me ayudó a afrontar la posibilidad, incluso, de su muerte. Primero, acepté ese riesgo, y después me dispuse a encontrar las fuerzas suficientes para seguir adelante y no dejarme llevar por el desaliento. Como decía Albert Camus, aunque el mal y el abismo están siempre presentes en nuestra vida, tenemos que actuar como si se les pudiera vencer. Incluso si no fuera posible, ahí quedaría la gloria del intento. Es un pesimismo que se convierte en optimismo a través del esfuerzo compartido y de la conciencia de que, en definitiva, estamos juntos y cuanto más sentimos nuestra fragilidad, más nos damos cuenta de la necesidad de estas alianzas, de estas solidaridades. Ahí está la razón para esperar un futuro mejor.
¿Le preocupa el presente? Se lo pregunto, entre otras cosas, por su más reciente columna “Espejismo”, en la que habla de la devoción por nuestro propio reflejo. También mencionaré una frase de “El infinito en un junco”: “Los tiempos que unos consideran decadentes mientras los viven son la región de la nostalgia para otros”…
A lo largo de mi vida he tomado decisiones que todo el mundo ha tildado de insensatas. En mis estudios elegí la Filología Clásica; es decir, esas lenguas que se creían inútiles: el latín y el griego clásico. He visto una serie de causas como los libros, los clásicos y las humanidades, a las que todo el mundo estaba decretándoles su fin y extinción. Decían que eran anacrónicas, que no pertenecían a este mundo. Me he hecho una experta en abrazar lo que se supone que está al borde del abismo y del naufragio. En ese trayecto, en ese itinerario vital, me he ido dando cuenta de que a veces las visiones apocalípticas están muy equivocadas y nuestro error es asumirlas y no rebelarnos contra ellas.
Llevamos años esperando (y temiendo) el final de los libros…
Se decía que morían. También decían que la lectura se terminaba. Sin embargo, estamos obviando evidencias como la Feria del Libro de Bogotá, que es cada año más multitudinaria, donde se ven personas de todas las edades, ansiosas por conocer a sus escritores, a sus autores favoritos. Tenemos una cierta propensión, como la frase que leías, a pensar en el declive, en el fin de la época, en la catástrofe inminente, pero la realidad se empeña en demostrarnos que existen espacios, jardines, como estos de los libros y de la palabra, que no desaparecen, por mucho que los condenen a muerte tantas veces. Yo tengo una plena confianza en la vigencia de las humanidades, actúo con esa convicción y con esa certeza, e intento convencer a las personas que piensan o afirman que ya no tienen futuro. Son el pensamiento, la historia, la conciencia, la reflexión, lo que nos salvará de los peligros en los que estamos inmersos.
Hay algo de su historia que me parece refrescante: usted viene de la academia, que para muchos es un mundo distante, pero logró conectarse con sus lectores. Cuando leí “El infinito en un junco”, sentía ansiedad y emoción por los momentos en los que escribió en primera persona. Como si hubiese llegado a una especie de refugio, a la casa de un conocido…
Más que académica, cuando escribo soy la niña fascinada por los cuentos que me contaba mi mamá antes de dormir. Esa es la atmósfera que yo intento evocar cuando escribo, aquella intimidad que se creaba entre mi mamá, devanando la historia, y yo, recibiéndola con los ojos plenamente abiertos y con la sed de relatos. Quisiera que invitar a uno de mis libros sea como abrir las puertas de un hogar para sentarnos alrededor del fuego y conversar sobre nuestros miedos, pero también sobre todo aquello que es valioso e importante para nosotros, y entonces encontrarnos en esa conversación, en esas palabras, en esa súbita cercanía que puede crear un relato y que es un acontecimiento casi mágico.
Hablemos de lo que usted piensa de la literatura, de cómo la define…
La concibo como un espacio seguro donde no va a haber agresividad. Son pensamientos y cuestionamientos plasmados con una perplejidad compartida ante el mundo y una forma de buscar las soluciones y las respuestas a las preguntas. Yo creo que la serenidad y la dulzura también son muy necesarias en estos tiempos tan crispados y viscerales por las redes sociales y por la polarización de las sociedades.
Ahora que menciona la dulzura y la serenidad: en redes sociales, algunos criticaron la entrevista que le hicieron en La W: “empalagosa”, “melosa”, dijeron. Para muchos, su apertura (muchos otros la llamaron “dulzura”, “empatía”) generó resistencia…
No me sorprende del todo: creo que existe un desprestigio de la bondad. Pareciera que ahora hay que ejercer un cierto tipo de liderazgo dominante y algo agresivo que expresa una gran seguridad avasalladora. Parece que eso es lo que se asocia con el triunfo, con el poder, y entonces muchas veces la bondad o la amabilidad se identifican como una forma de debilidad. Esto ya lo he encontrado muchas veces en respuestas a mis artículos, en comentarios, y entonces es algo sobre lo que he reflexionado e incluso sobre lo que he escrito. Me parece muy descriptivo de nuestra época que siempre se esté buscando derribar a actitud comprensiva, abierta y dialogante, incluso identificándola con una forma de cobardía. No me parece anecdótico, sino medular: creo que hay que pensar en por qué y al servicio de qué ideas y de qué actitudes se está criticando la bondad y la dulzura para magnificar la arrogancia y la soberbia.
De hecho, en “Prisa y paz”, otro de los textos del libro “Alguien habló de nosotros”, habla del tipo de personalidad fuerte y avasalladora. En el mismo escrito están estas frases: “La soledad y la pausa son el hábitat del pensamiento” y “pensar es hoy más que nunca un oasis humano en los desiertos de la prisa”. ¿Cree que ahora pensamos menos?
Hoy nos aceleramos excesivamente, nos dejamos llevar por la respuesta rápida, instantánea, no meditada, sobre todo en las redes. Eso favorece el dramatismo de las discusiones y de los debates, pero se lleva por delante en muchas ocasiones la posibilidad de entendimiento y de una escucha atenta: no estamos solo enfrentándonos desde trincheras, estamos intentando entender a la otra parte. Ese texto al que te refieres tuvo muchas respuestas cuando lo publiqué originalmente. Muchas personas que se describen como tímidas y que han sentido que esa timidez siempre se les ha reprochado como una falla o lacra en su carácter han sentido esa presión.
Puede que esas personalidades avasalladoras resulten aplastantes… Que su éxito, en ocasiones, se base en que el otro se reduzca…
Las personas extrovertidas parecen triunfadoras y las personas introvertidas parecen incapaces de relacionarse con el mundo. Y de nuevo estamos en este tipo de dicotomías. Científicos, creadores, personas que han aportado ideas al mundo tienen ese tipo de carácter. A mí me apetecía hacer un elogio de la timidez: allí también hay un tacto, hay un detenerse para observar y no estar deseando participar ni adquirir el protagonismo máximo en todas las situaciones de la vida. Yo siempre he dicho que las reacciones instantáneas son las que tenemos en común con todos los animales, estamos preparados por nuestro instinto a responder de la manera más rápida e instantánea a las amenazas. El pensamiento lento es lo que ha sido una larga conquista de la humanidad. Todo esto sí que ha sido un proceso mucho más largo, neurológicamente más complejo y que tiene que ver con nuestro desarrollo y nuestra sofisticación como seres humanos. Ser rápidos es lo más fácil, ser lentos nos ha costado mucho. Las ideas que han transformado el mundo tienen una maduración lenta.
Habla de una maduración lenta, pero pienso en su columna, en la que habla de la época del yo, y entiendo que nuestro entrenamiento no es el de la pausa ni el de la escucha, sino el de las soluciones rápidas…
Sí. Continuamente nos invitan a una especie de resignación. Nos dicen que no hay otra posibilidad, que estamos condenados a vivir en este sistema laboral que nos obliga a trabajar sin descanso a todas horas, que nos mantiene en tensión, en exasperación. Se nos dice que tenemos que aceptar la ansiedad como un ingrediente de nuestra época. Yo pregunto: ¿por qué no nos replanteamos esta carrera enloquecida en la que nos hemos dejado embarcar?
Esa condena de nuestro tiempo es un tema frecuente en conversaciones actuales, pero sobresale más como una especie de resignación…
Para responder, para cuestionar, necesitamos decirnos: “Alto, un momento, no acepto la lógica subyacente de todo lo que están diciendo”. Me gusta la expresión “pararse a pensar” porque, en efecto, hay que detener el cuerpo y escucharse. Ahí es donde creo que los pequeños cambios de cada persona, aunque parezcan ínfimos o irrelevantes, son la forma en la que empieza la transformación, el cambio. No hay que renunciar a ese pequeño cuestionamiento individual que puede ser la semilla de algo mucho más grande.
Los textos de Alguien habló de nosotros demuestran que no son muy distintas nuestras angustias a las de los filósofos griegos o simplemente a las de nuestros antepasados…
Son textos realmente cortos porque soy consciente de que ahora la gente no tiene tiempo para leer libros largos, así está hecho para aprovechar esos paréntesis. Es un libro para que, antes de dormir, te lleves un momento de reflexión o meditación filosófica. Frenar todo un momento y crear esa pausa. Ahora, nuestras emociones básicas son siempre las mismas: el miedo, los celos, la pasión, el deseo, el hastío, la esperanza... Es curioso cómo, en la literatura, nos sentimos acompañados por esas voces que nos hablan de lo que nosotros creíamos sentir aisladamente y en soledad. Si nos quitamos la máscara de poder y autoconfianza a ultranza, encontramos que nuestras vulnerabilidades encuentran bastante eco en las personas. Leer a los clásicos es una forma de retroceder un paso para ver en perspectiva completa. Nos perdemos en los pequeños conflictos y la visceralidad de la pequeña diferencia y no nos damos cuenta de qué es lo importante.
En El Infinito en un junco, usted contó que Alejandro Magno acudía a la Ilíada para alimentar su afán de trascendencia. Una especie de brújula, de compilado de consejos. ¿Usted tiene algún libro de cabecera que le dé fuerza o la refugie?
Me alegra pensar que haya podido ser así con El infinito en un junco. No lo esperaba ni lo imaginaba y es un privilegio enorme. Yo me recargo con poesía: no la escribo, pero la leo muchísimo. Allí se encuentra ese aprendizaje de la mirada. La poesía la adiestra para reconocer una gama de sutilezas que nos pasan desapercibidas con la prisa y nuestra falta de sensibilidad. Tengo en mi habitación una pequeña colección de poetas principales y amados y en la cumbre de todos ellos está César Vallejo, que es, para mí, el máximo. Además, creo que le debo la vida: mi mamá contó que se enamoró de mi papá cuando le regaló Trilce. El azar del apellido hizo que mi papá se interesara por ese poeta y se lo regalara a mi madre. Vallejo es para mí como un abuelo elegido y tengo siempre su palabra cerca.