J. M. Coetzee y la discusión sobre qué es un clásico
A propósito del doctorado honoris causa que recibió en España, un capítulo del libro de ensayos “Las manos de los maestros”, del escritor sudafricano y Premio Nobel de Literatura.
J. M. Coetzee * / Especial para El Espectador
«¿QUÉ ES UN CLÁSICO?», UNA CONFERENCIA
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«¿QUÉ ES UN CLÁSICO?», UNA CONFERENCIA
I
En octubre de 1944, mientras las fuerzas aliadas combatían en el continente europeo y los proyectiles alemanes caían sobre Londres, Thomas Stearns Eliot, de cincuenta y seis años de edad, pronunciaba su discurso de investidura como presidente de la Sociedad de Estudios Virgilianos de Londres. En su conferencia, Eliot no menciona las circunstancias del conflicto bélico, a excepción de una única referencia –tangencial e implícita, al mejor estilo británico– a «los contratiempos del momento presente» que habían estorbado el acceso a los libros que necesitaba para preparar su conferencia. De este modo recuerda a sus oyentes que hay una perspectiva desde la cual la guerra es solo un tropiezo, por inmenso que sea, en la historia de Europa. (Recomendamos una entrevista de El Espectador con J. M. Coetzee, por Nelson Fredy Padilla).
El título de la conferencia era «¿Qué es un clásico?» y su objetivo era consolidar y refundar una tesis que Eliot llevaba mucho tiempo anunciando: que la civilización de Europa occidental es una única civilización cuya vía de descendencia procede de Roma a través de la Iglesia de Roma y del Sacro Imperio Romano, y cuyo texto clásico originario debía ser, por tanto, la Eneida, el poema épico de Virgilio. Cada vez que se debatía sobre este asunto, era un hombre de creciente autoridad pública quien lo defendía, un hombre del que, en 1944, cabía decir que dominaba el panorama de las letras inglesas por su condición de poeta, dramaturgo, crítico, editor y analista de la cultura. Este hombre había elegido Londres como la metrópoli del mundo de habla inglesa, y se había erigido a sí mismo, con un retraimiento que escondía una despiadada firmeza de propósito, en la voz rectora de dicha metrópoli. Ahora exponía su punto de vista a favor de Virgilio en cuanto voz dominante de la Roma imperial y metropolitana y, lo que es más, de una Roma imperial cuyos términos trascendentes no cabía esperar que Virgilio hubiera comprendido.
«¿Qué es un clásico?» no es uno de los mejores ensayos críticos de Eliot. La estrategia que emplea para abordar la cuestión de arriba abajo a fin de imponer sus preferencias personales –un estilo que había causado un gran impacto en el mundo literario londinense de 1920–, resulta hoy en día una lectura enfática en la que la prosa transmite también un cierto cansancio. Sin embargo, se trata de un trabajo como mínimo inteligente y que resulta más coherente –una vez que se empieza a explorar sus fuentes– de lo que podría parecer tras una primera lectura. Es más, hay en él una clara conciencia de que el final de la Segunda Guerra Mundial traería un nuevo orden cultural con el que se abrían nuevas posibilidades y que creaba una nueva amenaza. Sin embargo, al leer aquella conferencia para preparar esta, lo que me sorprendió fue el hecho de que Eliot no hiciera referencia alguna a su propio americanismo o, al menos, a sus orígenes americanos y, por consiguiente, al extraño punto de vista en que se sitúa a la hora de honrar a un poeta europeo ante un auditorio europeo.
Digo «europeo», pero no cabe duda de que el europeísmo de la audiencia británica de Eliot es una cuestión tan discutible como el hecho de que la literatura inglesa descienda de la literatura clásica de Roma. No en vano, uno de los escritores al cual Eliot sostiene no haber podido releer para la preparación de su conferencia es Sainte-Beuve, quien en sus disertaciones sobre Virgilio proponía a este como «poeta de toda la latinidad», de la cual formaban parte Francia, España e Italia, pero no de toda Europa. Así pues, el proyecto de Eliot de reclamar una descendencia directa de Virgilio ha de empezar por reclamar una identidad europea para Virgilio, y también por afirmar la identidad europea de Inglaterra, de la cual esta ha renegado en varias ocasiones y a la cual no siempre ha estado dispuesta a abrazar.
En vez de seguir pormenorizadamente los pasos que sigue Eliot a fin de vincular la Roma de Virgilio con la Inglaterra de los años cuarenta, permítanme que me pregunte cómo y por qué Eliot se convierte él mismo en suficiente inglés como para que la cuestión le importe.
¿Por qué Eliot «se convirtió» en ciudadano inglés? Tengo la impresión de que, en un principio, los motivos fueron complejos: en parte por su anglofilia, en parte por su solidaridad con la intelligentsia de clase media inglesa, en parte como disfraz para defenderse de un cierto pudor ante la brutalidad americana, en parte por la parodia de un hombre que disfrutaba actuando (pasar por inglés es seguramente una de las representaciones más difíciles de poner en escena). Sospecho que la lógica interna de este proceso era, en primer lugar, establecer su residencia en Londres (antes que en Inglaterra), después asumir la identidad social londinense y, finalmente, proceder a las consiguientes reflexiones encadenadas sobre la identidad cultural que inevitablemente le conducirían a reivindicar la identidad europea y romana bajo la cual subsumir y trascender sus identidades londinense, inglesa y angloamericana.
En 1944, Eliot era un caballero inglés, si bien, al menos según su mentalidad, un caballero inglés romano. Acababa de concluir un ciclo de poemas en el que nombraba a sus antepasados y reclamaba a Somersetshire, cuna de los Eliot, como su propio East Coker. «El hogar es el punto del que partimos», escribe. «En mi principio está mi fin.» «Lo que tienes es lo que no tienes» o, en otras palabras, lo que no tienes es lo que tienes. No solo afirmaba ahora ese arraigo, que es tan importante en su comprensión de la cultura, sino que se había equipado con una teoría de la historia en la que Inglaterra y América se definían como provincias de una metrópoli eterna: Roma.
Así pues, se puede ver por qué en 1944 Eliot no siente la necesidad de presentarse a la Sociedad de Estudios Virgilianos como un extranjero, como un americano que se dirige a un auditorio inglés. ¿Cómo se presenta entonces a sí mismo?
Para un poeta que, en su apogeo, había tenido tanto éxito a la hora de importar el patrón de la impersonalidad en la crítica, la poesía de Eliot es asombrosamente personal, por no decir autobiográfica. Así pues, no es sorprendente descubrir, a medida que leemos la conferencia sobre Virgilio, que hay un subtexto, y que el subtexto afecta al propio Eliot. El protagonista de Eliot en la conferencia no es, tal como cabría esperar, Virgilio, sino Eneas, comprendido o incluso transformado de un modo especialmente eliotiano en un hombre de mediana edad, más bien cansado, que «hubiera preferido detenerse en Troya, pero se convierte en un exiliado … exiliado para llevar a cabo una tarea que acepta, pero cuya magnitud desconoce». «En un sentido humano, no es un hombre feliz o a quien sonría la fortuna», ni tiene más «recompensa que [ser] cabeza de puente y un matrimonio político en su fatigada madurez, una vez sepultada su juventud» (WIC, pp. 28, 28, 32).
Del gran episodio romántico de la vida de Eneas –su relación con la reina Dido, que termina con el suicidio de esta última–, Eliot no rescata la ferviente pasión de los amantes ni la muerte por amor de Dido, sino lo que él llama «la civilizada manera» en que la pareja se reencuentra posteriormente en el submundo, y la circunstancia de que «Eneas no se perdona a sí mismo … pese a que todo lo que ha hecho ha sido de acuerdo con el destino» (WIC, p. 21). Es difícil no ver el paralelismo entre la historia de los amantes, tal como la relata Eliot, y la historia de su primer e infeliz matrimonio.
No es mi objetivo tratar aquí un factor que yo denominaría «compulsividad» –precisamente lo opuesto a la impersonalidad–, que impulsa a Eliot a concebir la historia de Eneas, en su conferencia y ante su auditorio, como una alegoría de su propia vida. Lo que quiero subrayar, no obstante, es que Eliot, al leer la Eneida de este modo, no solo utiliza la fábula del exilio al que sigue la fundación de un hogar –«En mi fin está mi principio»– como el modelo de su propia migración intercontinental (una migración que no llamo odisea precisamente porque a Eliot le interesa subrayar la singladura inspirada por el destino de Eneas antes que los ociosos y, a fin de cuentas, circulares vagabundeos de Odiseo), sino que también se apropia del peso cultural de la épica para respaldar sus argumentos.
Así pues, en el palimpsesto que Eliot nos presenta, Eliot no es únicamente el piadoso (pius) Eneas de Virgilio, que abandona su continente natal para establecer una cabeza de playa en Europa («cabeza de playa» es una expresión que no se podía utilizar en octubre de 1944 sin evocar los desembarcos de Normandía, que tuvieron lugar apenas unos meses antes, al igual que los desembarcos de 1943 en Italia), sino el Virgilio de Eneas. Así como Eneas es transfigurado en héroe eliotiano, Virgilio es transfigurado en un «autor académico» semejante a Eliot cuya tarea, tal como la interpreta Eliot, era la «reescritura de la poesía latina» (la expresión que a Eliot le gustaba utilizar para sí mismo era la de «purificar el dialecto de la tribu» [WIC, p. 21]).
Desde luego, estaría traduciendo a Eliot si diese la impresión de que, en 1944, él intentaba definirse ingenuamente como la reencarnación de Virgilio. Su teoría de la historia y su concepción de los clásicos son demasiado complejas para eso. Desde el punto de vista de Eliot, solo puede existir un Virgilio, del mismo modo que hay un único Cristo, una única Iglesia, una única Roma, una única civilización occidental cristiana y un único clásico originario de esa civilización romano-cristiana. Sin embargo, al mismo tiempo que se atreve a identificarse a sí mismo con la llamada interpretación adventista de la Eneida –es decir, que Virgilio profetiza una nueva era cristiana–, deja la puerta abierta a la sugerencia de que Virgilio era utilizado por una instancia superior para un fin del cual él no era consciente, es decir, que, en el plan mayor de la historia europea, él pudo haber desempeñado un papel que cabría denominarse profético.
Leída de dentro afuera, la conferencia de Eliot es un intento de reafirmar la Eneida como clásico, no solo en términos horacianos –en cuanto libro que ha perdurado a lo largo del tiempo (est vetus atque probus, centum qui perfecit annos)–, sino también en términos alegóricos, como un libro que soportará la responsabilidad de poder ser leído en una clave que tiene significado para la propia época de Eliot. El significado para la época de Eliot no es únicamente el de un triste héroe solterón de mediana edad que vive resignado desde hace mucho tiempo, sino también el del Virgilio que aparece en los Cuatro cuartetos, como uno de los avatares del «maestro de la muerte», personaje compuesto que habla con el Eliot guardián del fuego entre las ruinas de Londres, un poeta sin el cual, aún más que Dante, Eliot no habría llegado a ser quien fue. Leída de fuera adentro, la conferencia de Eliot es un intento de dar un cierto respaldo histórico a un programa político radicalmente conservador para Europa, un programa que comienza con el fin de las hostilidades y del desafío que plantea la reconstrucción. En términos generales, se trataría de un programa para una Europa compuesta de Estados-nación, encaminada a aunar esfuerzos para tratar de mantener a la gente dentro de las fronteras de su propio país, fomentar la cultura de cada nación y los fundamentos de la cristiandad, una Europa en la cual la Iglesia católica sería, de hecho, la principal organización supranacional.
Si continuamos haciendo una lectura de fuera adentro, desde un plano personal pero aun así no complaciente, cabe inscribir esta conferencia de Eliot para la Sociedad Virgiliana dentro de un plan, en el que venía trabajando desde hacía una década, para redefinir y resituar la nacionalidad con el propósito de que a él no se le marginase por ser un arribista y entusiasta cultural que sermoneaba a los ingleses o europeos acerca de su tradición en un intento de convencerlos de que vivieran de acuerdo con ella, un estereotipo en el que Ezra Pound, en otro tiempo colaborador de Eliot, había caído con demasiada facilidad. En un plano más general, la conferencia era un intento de reclamar la existencia de una unidad histórico-cultural para la cristiandad de Europa occidental, incluidas sus provincias, a la cual las culturas de las naciones que la constituían pertenecían únicamente en cuanto partes de un gran todo.
Pero no era este el plan que seguiría el nuevo orden del Atlántico Norte que iba a surgir después de la guerra (porque, en 1944, Eliot no podía haber previsto los acontecimientos que conducirían a la misma), pero es, en buena medida, compatible con él. Donde Eliot se equivocó fue en no prever que el nuevo orden estaría liderado desde Washington y no desde Londres, ni, por supuesto, desde Roma. Haciendo prospección, no cabe duda de que a Eliot le habría decepcionado que Europa occidental evolucionase de hecho hacia una comunidad económica, pero más incluso que lo hiciese hacia la homogeneidad cultural.
El proceso que he estado describiendo, extrapolado de la conferencia de Eliot de 1944, es uno de los más espectaculares que cabe imaginar sobre la tentativa de un escritor de fabricarse una nueva identidad, reivindicando esa identidad no, como hacen otras personas, sobre la base de la inmigración, el asentamiento, la residencia, la domesticación o la aculturación, o al menos no únicamente sobre esas bases –pues Eliot, con su tenacidad característica, pasó por todas esas fases–, sino en virtud de una conveniente definición de la nacionalidad para, más tarde, utilizar toda su autoridad cultural acumulada a fin de imponer esa misma definición sobre la opinión de las personas cultivadas y, a través de una reconfiguración de la nacionalidad dentro de una clase específica de internacionalismo o cosmopolitismo –en este caso católica–, plantear la cuestión en unos términos que le harán emerger no como un recién llegado, sino como un pionero y, claro está, como una especie de profeta; una reivindicación de una identidad, además, que afirma una nueva paternidad (insospechada hasta entonces) que le vincula con la estirpe de Virgilio y Dante antes que con la de los Eliot de Nueva Inglaterra y/o Somerset, o al menos con una en la que los Eliot son vástagos excéntricos del gran linaje Virgilio-Dante.
«Nacido en un país semisalvaje, obsoleto», así definió Pound a su Hugh Selwyn Mauberley. El sentimiento de caducidad, de haber nacido en las postrimerías de una época, o de sobrevivir de manera poco natural en condiciones que son ajenas, sobrevuela toda la poesía temprana de Eliot, de «Prufrock» a «Gerontion». El intento de comprender este sentimiento o este destino y, por supuesto, de darle un significado, forma parte de la empresa de su poesía y de su crítica. Este no es un sentido poco común del yo entre los colonos –a los cuales Eliot subsume bajo la categoría de provincianos–, especialmente entre los jóvenes colonos que luchan por adaptar su cultura heredada a la experiencia cotidiana.
A estos jóvenes, la alta cultura de la metrópoli se les puede presentar en forma de experiencias poderosas que ellos no pueden, sin embargo, incardinar con facilidad en sus vidas, y a las que, por tanto, se ven obligados a atribuir una existencia en algún reino trascendente. En casos extremos, les lleva a culpar a su entorno de no vivir de acuerdo con el arte y de no pertenecer al mundo del arte. Se trata de un sino provinciano –que Gustave Flaubert diagnosticó en Emma Bovary, subtitulando su caso de estudio «Moeurs de province»–, pero es especialmente un sino colonial para esos colonos que se han criado en la cultura de lo que comúnmente se llama «la madre patria» pero que en este contexto merecería llamarse «el padre patria».
El Eliot maduro, y especialmente el Eliot joven, estaba abierto a la experiencia, tanto a la estética como a la de la vida real, hasta el punto de ser sugestionable o vulnerable por ella. La poesía de Eliot es, en muchos aspectos, una meditación sobre esas experiencias y un combate contra ellas; de modo que, en el proceso de convertirlas en poesía, se transforma a sí mismo en una nueva persona. Estas experiencias no pertenecen al orden de una experiencia religiosa, pero son del mismo género.
Entre las muchas maneras de comprender el propósito de una vida como la de Eliot destacaría dos: una de ellas, ampliamente comprensiva con él, es tratar esas experiencias trascendentales como el punto de origen del sujeto y leer a la luz de estas la totalidad del resto de la tarea. En este enfoque se tomaría en serio el hecho de que la llamada de Virgilio le llegue a Eliot a través de los siglos y se rastrearía la formación del sujeto que tiene lugar tras la estela de esa llamada como parte de una vocación poética vivida. Se trata de una lectura que comprendería a Eliot dentro de su propio marco, el marco que ha elegido para sí mismo cuando define la tradición como un orden del que no puede escaparse, en el que uno mismo trata de ubicarse, pero donde el lugar que uno ocupa es definido y continuamente redefinido por las generaciones sucesivas; se trata de un orden que, de hecho, es completamente transpersonal.
La otra forma (bastante desfavorable) de comprender a Eliot es emplear el enfoque sociocultural que esbocé más arriba: entender su tarea como la empresa esencialmente mágica de un hombre que intenta redefinir el mundo que le rodea –América, Europa–, antes que afrontar la realidad de una posición de no tanta grandeza, la de un hombre cuya educación, estrictamente académica y eurocéntrica, apenas le había preparado para una vida como mandarín en una de las torres de marfil de Nueva Inglaterra.
* Se publica con aurorización de Penguin Random House Grupo Editorial.