Jack Kerouac: el camino de un patético beat
Cincuenta años atrás falleció Jack Kerouac, uno de los miembros de la Generación Beat de la literatura norteamericana, que influyó decididamente en las posturas ideológicas de las generaciones de los años 60 y 70.
Laura Camila Arévalo Domínguez- @lauracamilaad
Ser artista y vivir en el mundo al mismo tiempo. Incorporar el frenetismo y abrirle la puerta al sexo en todas sus formas, el alcohol en todas sus presentaciones y las drogas con todos sus colores. Le dieron el sí a las pasiones, la música, la libertad de expresión, el andar sin destino y el regresar que les permitía sopesar las experiencias y volver a empezar. La Generación Beat le apostó a la literatura sin formas que narró ambiciones realizables, pero satanizadas. Allen Ginsberg, un escritor que quería conocer a un tal marinero que escribía poesía, y William Burroughs, un amigo de Lucien Carr al que le pidió que le presentara a alguien que le diera consejos sobre la posibilidad de enrolarse en barcos mercantes, fueron los gestores de este movimiento, que rompió con la supuesta armonía que le generó la victoria a los Estados Unidos después de la Segunda Guerra Mundial.
El tercero en discordia se llamaba Jack Kerouac, un hombre al que la única gente que le gustaba era la que estaba loca, “la gente que está loca por vivir, loca por hablar, loca por salvarse, con ganas de todo al mismo tiempo, la gente que nunca bosteza ni habla de lugares comunes, sino que arde, arde…”, tal como lo registró en una de sus obras más notables En el camino. Burroughs, Ginsberg, Carr y Kerouac fueron los pioneros de la Generación Beat, un cuarteto de escritores que desecharon las reglas de la escritura.
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Kerouac nació en Lowel, Massachusetts, en 1922. Fue el último de tres hijos de un matrimonio francocanadiense. En su casa siempre se habló francés, motivo por el cual su segunda lengua fue el inglés. Tal vez uno de los primeros indicios de que su nacionalidad la viviría como quisiera. Uno de los episodios que marcó la vida de Kerouac fue la muerte de su hermano Gerard, a causa de una fiebre reumática.
Ti Jean, como le decían durante su infancia, corrió feliz y con un gesto de descanso a contarle a su padre que su hermano había muerto, reacción que prendió las alarmas de una familia que nunca pudo entender la euforia del niño frente a la muerte, la espoleta del rencor que su padre fue cultivando a lo largo de los años en los que en más de una ocasión lamentó que el muerto hubiese sido Gerard y no Jack.
Durante los años de la Gran Depresión norteamericana transcurrió la adolescencia de Kerouac, una etapa de fútbol americano y mucha escritura, en la que en algunas ocasiones se avergonzó al notar que sus compañeros se burlaban de su obsesión con las letras. Intentó alejarse no solo de la pluma, sino también del sexo, acto que consideraba pecaminoso en un primer momento, y que más adelante se convertiría a una de sus más grandes obsesiones junto a la religión y las drogas.
Leyendo a Ernest Hemingway y a Walt Whitman pasó de la pubertad a la juventud. Fue viviendo en compañía del jazz, las prostitutas, la marihuana y la música de Charlie Parker o Gillespie. Se sentía negro y envidiaba a los negros. Entró a la Universidad de Columbia y se encontró con Thomas Wolfe, quien reforzaría sus deseos de recorrer Norteamérica con una mochila, y a Jack London, quien le reveló una cara distinta sobre el oficio y goce que se encontraba detrás de las letras y los trazos. Al poco tiempo se topó con lo que creyó estaba escrito en su destino y respondió a la convocatoria que le hizo la Marina en 1942. No ignoró la Segunda Guerra Mundial, pero jamás dejó de escribir.
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A finales de los años 40 se inició la Generación Beat y Kerouac comenzó el recorrido por el camino cercano al éxtasis, topes de placer que tuvo que pagar muy caro, sobre todo porque no solo serían las lecturas de Pound, Fitzgerald y Scott las que lo llevarían a despojarse de cada imposición y norma literaria, sino el encuentro con Neal Cassady, quien además de compartir su gusto por el bebop, una mutación del jazz que jugaba con las notas a velocidades altas y los ritmos a destiempos, lo influenció determinantemente.
Para Kerouac, las prostitutas, drogadictos y vagabundos del Times Square eran “ángeles”, y Cassady se los puso al frente. A partir de este momento, la aventura ubicada en el Oeste, la libertad tan lejana pero tan anhelada, se convirtió en la nueva obsesión del escritor, que producía a velocidades sobrehumanas y se entregaba a la máquina sin prevenciones.
Las carreteras entre México, Nueva York y Florida fueron los principales testigos de los estados que recorrió la consciencia del escritor, a quien en la Marina calificaron con el coeficiente intelectual más alto de la base y una personalidad esquizoide. “He sostenido siempre que cuando escribes tienes que olvidar todas las normas, los estilos literarios y demás presunciones como palabras importantes, oraciones arrogantes y frases por el estilo, es decir: saborear las palabras como el vino…”, le escribió Cassady, durante una de sus tantas separaciones en un intento por motivarlo a que no se alejara del camino y la escritura. Adicto a la bencedrina o, más que a la bencedrina, a la posibilidad de mantenerse ávido y expectante, Kerouac recorría el país con una profunda oscuridad que le atravesaba la vista y el alma, atendiendo así el consejo de su amigo, que más de una vez lo abandonó ebrio y sin dinero en cualquier carretera de cualquier estado.
Kerouac jamás soltó la máquina de escribir, que comenzó a usar de una manera distinta al resto, no solo porque le exasperaba cambiar cada tanto la hoja en el rodillo y prefería pegar hoja tras hoja hasta componer un rollo, sino porque entendió que el ruido de cada tecla no era únicamente la creación de un nuevo mundo, era también el principio de su irreverencia y de su vida al margen de lo común y de lo políticamente correcto.
Ser artista y vivir en el mundo al mismo tiempo. Incorporar el frenetismo y abrirle la puerta al sexo en todas sus formas, el alcohol en todas sus presentaciones y las drogas con todos sus colores. Le dieron el sí a las pasiones, la música, la libertad de expresión, el andar sin destino y el regresar que les permitía sopesar las experiencias y volver a empezar. La Generación Beat le apostó a la literatura sin formas que narró ambiciones realizables, pero satanizadas. Allen Ginsberg, un escritor que quería conocer a un tal marinero que escribía poesía, y William Burroughs, un amigo de Lucien Carr al que le pidió que le presentara a alguien que le diera consejos sobre la posibilidad de enrolarse en barcos mercantes, fueron los gestores de este movimiento, que rompió con la supuesta armonía que le generó la victoria a los Estados Unidos después de la Segunda Guerra Mundial.
El tercero en discordia se llamaba Jack Kerouac, un hombre al que la única gente que le gustaba era la que estaba loca, “la gente que está loca por vivir, loca por hablar, loca por salvarse, con ganas de todo al mismo tiempo, la gente que nunca bosteza ni habla de lugares comunes, sino que arde, arde…”, tal como lo registró en una de sus obras más notables En el camino. Burroughs, Ginsberg, Carr y Kerouac fueron los pioneros de la Generación Beat, un cuarteto de escritores que desecharon las reglas de la escritura.
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Kerouac nació en Lowel, Massachusetts, en 1922. Fue el último de tres hijos de un matrimonio francocanadiense. En su casa siempre se habló francés, motivo por el cual su segunda lengua fue el inglés. Tal vez uno de los primeros indicios de que su nacionalidad la viviría como quisiera. Uno de los episodios que marcó la vida de Kerouac fue la muerte de su hermano Gerard, a causa de una fiebre reumática.
Ti Jean, como le decían durante su infancia, corrió feliz y con un gesto de descanso a contarle a su padre que su hermano había muerto, reacción que prendió las alarmas de una familia que nunca pudo entender la euforia del niño frente a la muerte, la espoleta del rencor que su padre fue cultivando a lo largo de los años en los que en más de una ocasión lamentó que el muerto hubiese sido Gerard y no Jack.
Durante los años de la Gran Depresión norteamericana transcurrió la adolescencia de Kerouac, una etapa de fútbol americano y mucha escritura, en la que en algunas ocasiones se avergonzó al notar que sus compañeros se burlaban de su obsesión con las letras. Intentó alejarse no solo de la pluma, sino también del sexo, acto que consideraba pecaminoso en un primer momento, y que más adelante se convertiría a una de sus más grandes obsesiones junto a la religión y las drogas.
Leyendo a Ernest Hemingway y a Walt Whitman pasó de la pubertad a la juventud. Fue viviendo en compañía del jazz, las prostitutas, la marihuana y la música de Charlie Parker o Gillespie. Se sentía negro y envidiaba a los negros. Entró a la Universidad de Columbia y se encontró con Thomas Wolfe, quien reforzaría sus deseos de recorrer Norteamérica con una mochila, y a Jack London, quien le reveló una cara distinta sobre el oficio y goce que se encontraba detrás de las letras y los trazos. Al poco tiempo se topó con lo que creyó estaba escrito en su destino y respondió a la convocatoria que le hizo la Marina en 1942. No ignoró la Segunda Guerra Mundial, pero jamás dejó de escribir.
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A finales de los años 40 se inició la Generación Beat y Kerouac comenzó el recorrido por el camino cercano al éxtasis, topes de placer que tuvo que pagar muy caro, sobre todo porque no solo serían las lecturas de Pound, Fitzgerald y Scott las que lo llevarían a despojarse de cada imposición y norma literaria, sino el encuentro con Neal Cassady, quien además de compartir su gusto por el bebop, una mutación del jazz que jugaba con las notas a velocidades altas y los ritmos a destiempos, lo influenció determinantemente.
Para Kerouac, las prostitutas, drogadictos y vagabundos del Times Square eran “ángeles”, y Cassady se los puso al frente. A partir de este momento, la aventura ubicada en el Oeste, la libertad tan lejana pero tan anhelada, se convirtió en la nueva obsesión del escritor, que producía a velocidades sobrehumanas y se entregaba a la máquina sin prevenciones.
Las carreteras entre México, Nueva York y Florida fueron los principales testigos de los estados que recorrió la consciencia del escritor, a quien en la Marina calificaron con el coeficiente intelectual más alto de la base y una personalidad esquizoide. “He sostenido siempre que cuando escribes tienes que olvidar todas las normas, los estilos literarios y demás presunciones como palabras importantes, oraciones arrogantes y frases por el estilo, es decir: saborear las palabras como el vino…”, le escribió Cassady, durante una de sus tantas separaciones en un intento por motivarlo a que no se alejara del camino y la escritura. Adicto a la bencedrina o, más que a la bencedrina, a la posibilidad de mantenerse ávido y expectante, Kerouac recorría el país con una profunda oscuridad que le atravesaba la vista y el alma, atendiendo así el consejo de su amigo, que más de una vez lo abandonó ebrio y sin dinero en cualquier carretera de cualquier estado.
Kerouac jamás soltó la máquina de escribir, que comenzó a usar de una manera distinta al resto, no solo porque le exasperaba cambiar cada tanto la hoja en el rodillo y prefería pegar hoja tras hoja hasta componer un rollo, sino porque entendió que el ruido de cada tecla no era únicamente la creación de un nuevo mundo, era también el principio de su irreverencia y de su vida al margen de lo común y de lo políticamente correcto.