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De muchas maneras, y por distintas razones, la gran historia de la humanidad se ha ido escribiendo con infinitos signos de interrogación, pues ha sido la gran historia de los descubrimientos. Por ellos, lo escrito y sellado en un principio ha cambiado en decenas de ocasiones, y ha sido un permanente volver a comenzar. En la Edad Media y siglos más tarde, nadie, o casi nadie dudaba de las Santas Escrituras. Lo escrito allí era la gran verdad de las verdades, y nadie, o por lo menos nadie que lo haya dicho, dudaba de que la humanidad hubiera surgido con aquella primera frase de la Biblia: “En el principio, Dios creó los cielos y la tierra”. Con el tiempo, con los estudios y las interpretaciones, incluso aquella primera frase fue puesta en duda.
Según el Génesis, por ejemplo, la frase era “Cuando en el principio creó Dios los cielos y la tierra, la tierra era indomable e informe”, y de acuerdo con Juan, “En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios.”. La Biblia que se hizo palabra, texto y verdad, se fue modificando una y otra vez con el correr de los siglos, y según muchos historiadores encontró su momento determinante en el año 597 a. C., cuando el rey Nabucodonosor y sus ejércitos babilonios se tomaron a Jerusalén, como quedó inscrito en el Libro Segundo de los Reyes: “Deportó a todo Jerusalén, a todos los jefes y notables, diez mil deportados, a todos los herreros y cerrajeros”.
En palabras de Peter Watson, “Cuando los judíos partieron al exilio, no existía el Antiguo Testamento o la Biblia hebrea que conocemos en nuestros días. En su lugar, los judíos poseían una colección de rollos en los que se hallaba registrada la ley civil, así como una tradición en torno a los Diez Mandamientos, un libro de otras leyes religiosas que se consideraba compilado por Moisés, otros rollos como el Libro de las Guerras, por fin, los dichos de sus profetas y los salmos que se cantaban en el Templo”. Como si hubiera sido un milagro, el exilio logró que el pueblo judío comprendiera que de muchas formas, había quebrado su alianza con Yahve, y que Yahve lo castigaba. Era cierto lo que los profetas habían repetido y predicho.
“La guerra es una de las condiciones para el progreso, el aguijón que evita que un país se duerma”.
(Ernest Renan, 1876)
Pasados varios milenios de aquel éxodo, en 1859, cuando el tiempo se databa de otra manera que entonces, y Occidente se regía por las siglas d. C, o a. C, un arqueólogo británico, John Evans, viajó desde Inglaterra hasta Francia cruzando el Canal de la Mancha en un pequeño barco de vapor para luego subirse a un tren y encontrarse en Abbeville con su compatriota Joseph Prestwich. Días más tarde, Evans y Prestwich fueron a buscar a un hombre llamado Jacques Boucher de Crévecouer de Perthes, quien había dirigido varias excavaciones por las afueras de Abbeville, y había dicho que tenía información muy valiosa sobre la antigüedad de los humanos, y en general, del mundo. Pocos, muy pocos le tomaron en serio.
Sin embargo, Boucher continuó con sus insistencias. Por sus pesquisas y sus estudios, había concluido que no era tan cierto aquello de que Dios hubiera creado al Hombre seis o cuatro mil años antes de Cristo, como lo sostenían los teólogos. Aquel bien, pues era un bien, un “bueno”, “aprobado”, dar por sentado lo que decían el Génesis o Juan, empezaba a transformarse en un mal, un error. Boucher no hacía parte del círculo de los “grandes” científicos de la época. Era tomado como un “sabelotodo”, que en términos de aquellas élites, significaba una especie de loquillo que iba por la vida tratando de llamar la atención. Lo había hecho con varias obras de teatro, con diversos tratados sobre política y sociología, y lo seguía haciendo con sus teorías sobre el origen del mundo y su tesis de que los humanos se habían extinguido y habían vuelto a ser creados.
Había pasado de los 50 años, y su único título era ser inspector de aduanas. Aferrados a sus convicciones, a sus propias leyes y su moral, su bien y su mal, los académicos no lo escuchaban, más allá de sus pruebas. Para ellos, dentro de sus reglas de lo bueno y lo malo, extendidas a los humanos, y por supuesto, a los científicos, un hombre que quisiera convencerlos de un descubrimiento valioso, importante, debía, primero que todo, tener un título colgado en las paredes de su casa, y ellos eran los que determinaban quién podía tenerlos y quién no. Ya hacía tiempo habían decidido que Jacques Boucher de Crévecouer de Perthes no tenía las cualidades para ser avalado por ellos, pues de alguna manera, y entra tantas otras razones, hacía tiempo habían decidido no poner en tela de juicio las afirmaciones de la Iglesia y la Biblia.
“Una edad noble, gestada de buenas artes, está muriendo. Cualquiera que tenga interés podrá entonar cánticos para las comodidades y leyes de la naturaleza que han salido a la luz. Por lo que a mí respecta, las fechorías de este siglo en decadencia me afectan más forzosamente. Me afligen y encolerizan. Qué vergüenza. Qué enormes ejemplos de desgracia diviso cuando miro atrás”.
(El Papa León XIII, enero de 1901)
Pero Boucher estaba ya acostumbrado a pelear contra todo aquello, que era como decir, contra lo establecido. Sus años, más que ser una desventaja, eran una victoria, un acumulado de vida, de experiencias, de victorias y de derrotas que le habían dado fortaleza. El 2 de mayo, Boucher recogió a Evans y a Prestwich a las 7:00 de la mañana, y según Evans, “Seguimos hasta el foso donde con seguridad podía apreciarse el filo de un hacha en un lecho de grava inalterado a tres metros y medio de la superficie… Una de las características más extraordinarias del caso es que casi todos, si no todos, los animales cuyos huesos se han encontrado en el mismo lecho que las hachas están extintos. Están el mamut, el rinoceronte, el oro; hay un tigre, etc, etc”.
Unos pocos años atrás, en Yorkshire, en Devon y en los alrededores de Suffolk, algunos personajes como Boucher habían hallado por casualidad otras hachas de mano. Los ingleses de la Real Academia les habían creído, primero, a un anticuario de nombre John Frere cuando les avisó que en Hoxne se había topado con algunas herramientas de mano, junto a los huesos de unos animales ya extinguidos, y luego, al sacerdote John MacEnery, que les informó que había hallado una “inconfundible herramienta de pedernal”, según una cita de Peter Watson, junto a un diente de alguna especie de rinoceronte desaparecido de la faz de la tierra miles de años atrás. En parte por aquellos hallazgos, en parte por la fe de los buscadores de vestigios, Evans y Prestwich decidieron ir hasta Francia para verificar por sí mismos si lo que les había informado Boucher era cierto o no.
De uno u otro modo, sabían que la historia era un algo que se había escrito y vuelto a escribir, y seguía y seguiría siendo así en la medida en que alguien fuera descubriendo nuevos indicios. Incluso, eran conscientes de que corrían muchos riesgos si lograban concluir y probar que la aparición de los humanos, nada más y nada menos, era mucho más antigua de lo que decía la Biblia. Hacía años, siglos, que algunos personajes habían afirmado algo similar, y habían tenido que pagar las consecuencias de su osadía, como Isaac La Peyrère, un vendedor de libros calvinista que en 1655 escribió un profundo tratado que puso en tela de juicio lo que decían los textos bíblicos sobre el origen de la creación.
“Nuestros antepasados eran pacifistas familiares de perras para adentro, pero de piernas para afuera actuaban como bandas de asesinos y saqueadores”.
(Hanno Sauer. ‘La invención del bien y del mal’, 2023)
Como lo relató Peter Watson, “Otros habían empezado a sostener posturas similares, pero el libro de La Peyrère resultó ser muy popular -un indicio de que decía algo que la gente común estaba dispuesta a escuchar- y fue traducido a diversas lenguas”. En su trabajo La Peyrère escribió que las ‘piedras del trueno’, las hachas de pedernal que varios cronistas habían descrito en diversas épocas y culturas como ‘flechas de las hadas’ o ‘rayos petrificados’, eran las armas de aquellos pueblos que habían existido antes de Adán y Eva. “El libro fue acusado de ‘profano e impío’ y quemado en las calles de París y su autor fue arrestado por la Inquisición. Obligado a renunciar a sus ideas sobre los preadanitas y a su calvinismo, murió en un convento, ‘mentalmente maltrecho’”.
Boucher, La Peyrère, Evans y Prestwich, entre otros, eran algo así como los nombres de la infamia para la Iglesia. Habían puesto en duda aquellas sagradas escrituras que se habían ido formando a partir del Éxodo de los judíos hacia Babilonia, seis siglos antes de Cristo, y por lo tanto, habían tergiversado la palabra de Dios, que era la gran verdad de Dios, el bien y el mal, y su existencia. En el fondo, lo que estaba en juego con el descubrimiento de Abbeville, y la búsqueda de Boucher y demás, era la credibilidad en un antiquísimo relato que había forjado las costumbres, la fe y la moral de gran parte de la humanidad. Destruida una parte de la historia, la de la antigüedad de los Homo, empezaban y empezaron a tambalear todas las otras partes. El bien y el mal, entonces, podían no ser tan sagrados.