Jaime Manrique: “Los maricas ahora tenemos más aceptación”
El escritor colombiano residen en los Estados Unidos desde hace décadas. Es poeta, novelista, ensayista, educador y traductor.
Juan Carlos Guardela Vásquez
Nació en 1949 en Barranquilla y en sus inicios se enamoró de la narrativa de Andrés Caicedo, a quien conoció en un Festival de Cine de Cartagena y con quien llegó a tener una nutrida correspondencia. Ambos soñaron con hacer cine juntos, pero ese sueño se desvaneció con el suicidio del caleño.
Con su primer libro El cadáver de papá, escrito en 1976, Manrique logró lo que quería: “un libro sacrílego, pagano y catártico, como el carnaval mismo”. En España fue subvalorado al calificarle de subgénero y en Colombia lo editó Colcultura. Pero “la gente de bien” en Colombia por alguna razón se sintió atacada y organizó una quema de sus impresiones, acaso por su contenido parricida o por sus contenidos eróticos.
Le sugerimos leer: The lost Daughter: los polémicos mandatos de la maternidad
En ese entonces, Manrique vivía en el barrio La Candelaria con su compañero, el pintor norteamericano Bill Sullivan, en un apartamento de la casa del maestro Gonzalo Ariza, el paisajista colombiano. Este último, en señal de protesta, también quemó el libro en una pira en el patio de su casa. “Ese acto de Gonzalo es la reseña más halagadora que he recibido en toda mi carrera”, escribiría tiempo después Manrique.
Pero esta novela corta fue elogiada al poco tiempo por autores de importancia mundial: Severo Sarduy, Susan Sontag y Manuel Puig, validando así su inicio. Incluso Carmen Balcells llegó a indagar por él y se ofreció a ser su representante. Jaime Manrique mantuvo con Puig una amistad que creció a través de los años. Una relación que lo incentivó hasta la muerte del argentino.
Hoy es uno de nuestros escritores en la diáspora que aproximadamente cada año nos arroja una novela. Su estilo, en prosa y poesía, es deliberadamente transparente. Jaime Manrique pareciera incluir en su obra una devoción absoluta por esa transparencia que le surgen páginas sin patraña retórica y sin guarecerse en el estilo. Es narración pura. Vértigo. Eso lo siente de entrada el lector y es sin duda un sello de honestidad. Se concreta en los textos de Manrique lo que decía Miguel de Unamuno: el éxito del estilo está en no tenerlo.
Escribe con la vida, aunque no se trata de saber todo lo que quiere decir, porque la mejor condición para una novela es descubrir algo que no sabes que sabías como escritor y lo verdaderamente excepcional es que el lector también lo descubra.
Desde “El cadáver de papá” hasta sus últimas novelas hay una necesidad de clarificar tanto el lenguaje como la historia misma. No hay nada enrevesado ni pretencioso en la trama. Esta transparencia también está presente en su poesía, ¿qué tan consciente es esa búsqueda?
Odio la verborrea literaria. En esta época en la cual el lenguaje está tan devaluado mundialmente, aspiro a que mi lenguaje literario sea cada vez más claro y sencillo: que sirva para clarificar y no para ofuscar la realidad. Mi intención es escribir prosa como si estuviera escribiendo poesía, condensando cada vez más el lenguaje. No me gustan los despilfarros del lenguaje. Es decir, si en una frase usas diez palabras para decir algo, pero puedes decir lo mismo con tres o cuatro, la economía la hará más impactante. William Strunk Jr., famoso profesor en el Departamento de Inglés de la Universidad de Cornell, inculcaba varias reglas a sus estudiantes de composición. La más famosa era: “Omitan palabras innecesarias”. Ese estilo depurado es muy norteamericano. Hemingway fue el primer escritor del siglo XX en popularizar un estilo casi minimalista de comprimir el lenguaje. Cuando yo empecé a escribir, los cuentos de Hemingway, más que las novelas, me impactaron muchísimo. Su lenguaje me recuerda al de los haikus, que dicen todo en tres versos, pero que, al mismo tiempo, expresan una idea. Ese acercamiento a la composición literaria empezó a ocurrir primero en mi poesía antes de mis ensayos o mis trabajos de ficción. En los poemas tal vez sea la influencia de Emily Dickinson, especialmente en el manejo de su lenguaje elíptico, que prefiere sugerir antes que deletrear. Una poeta amiga dice que ella cambia constantemente lo que escribe hasta que todas las palabras del poema le parezcan absolutamente inevitables. Es el estilo de Flaubert, aunque él era mucho más florido. En la poesía no ha sido muy deliberada mi búsqueda, quizá por haber leído y enseñado por muchos años a poetas del Siglo de Oro español como san Juan de la Cruz, santa Teresa, fray Luis de León y Garcilaso de la Vega.
Podría interesarle escuchar: Los reflejos de María José Pizarro en “Cien años de soledad”
Esa claridad no se consigue de un solo trazo. ¿Cómo la trabaja usted?
Creo que es muy difícil decir las cosas de una manera concisa, con un lenguaje desnudo, despojado de arandelas y que requiere concentración. Generalmente, la primera versión de lo que escribo me parece espantosa; entonces es cuando empiezo a tallar y pulir el texto, que para mí significa eliminar las palabras innecesarias, usar verbos activos, servirse de la puntuación para crear ritmo y drama y buscar la máxima musicalidad de las palabras —tratando siempre de evitar las rimas. A veces reescribo un poema por años, aún después de haber sido publicado, hasta que el texto me parezca decantado. Aprender a escribir es aprender a revisar.
En “Como esta tarde, para siempre”, toca un tema difícil, el de la homosexualidad de dos sacerdotes que son pareja y que al descubrir que uno de ellos está infectado por VIH, deciden contratar a dos sicarios para que los maten. ¿Cómo fue la construcción de esa novela sin dejar de lado esa realidad pasmosa de nuestro país?
La homosexualidad en la iglesia retrógrada colombiana y el VIH son dos temas que traté de mantener siempre delante de mí mientras escribía la novela. El otro tema que me atrajo igualmente fue el de las historias de los falsos positivos. Más que la historia romántica de los sacerdotes lo que quería era que la relación de ellos mostrara lo maravillosas y terribles que pueden ser las relaciones entre dos seres humanos. Cuando empiezo a escribir una novela tengo una idea de lo que quiero explorar, pero no pienso cómo estructurar el libro hasta que llevo varios meses, y a veces varios años, escribiendo el libro, ahí es cuando empiezo a estructurar la vida íntima de los personajes, tanto física como psicológicamente. Pero la realidad colombiana, en lugar de dejarme pasmado, me da fuerzas para denunciar hechos espantosos. Yo diría, principalmente, que soy un escritor político. Los personajes plasmados, sin tener en cuenta su entorno sociopolítico, me parecen unidimensionales, sin matices y banales. Cuando los personajes viven en una burbuja se quedan solo en la superficie.
Escribió “Maricones eminentes” y “Como esta tarde...” en inglés, aunque la traducción no es suya. Cómo es convivir con esa dicotomía expresiva en un hombre del Caribe. Qué retos estéticos le impone.
Después de El cadáver de papá, he escrito toda mi ficción en inglés. La verdad es que en 1980, cuando partí de Colombia, yo pensaba que era una partida definitiva; yo no quería regresar porque la injusticia, el maltrato, la violencia, el cinismo y las arbitrariedades del Estado me atormentaban. A muchas personas las capturaban, las torturaban y morían cuando los dejaban en libertad. Ahí está el caso de Feliza Bursztyn. Creo que una de las razones principales por las cuales empecé a escribir en inglés fue porque pensé que nunca más me iban a publicar en Colombia. No pude publicar mi novela Oro colombiano, por ejemplo. Entonces escogí el inglés porque sentí que era el idioma que me permitía expresarme sin sentirme amenazado. No volví a Bogotá hasta veinte años después, y no publique en todo ese tiempo sino muy pocos textos cortos. Cuando regresé en 2000, para la publicación de Eminentes maricones, el país estaba cambiando rápidamente, aunque no siempre para bien, pero ahí comenzó mi proceso de reconciliación y acercamiento de nuevo a la vida nacional. Durante los veinte años de mi ausencia, el establecimiento intelectual y político —con algunas excepciones muy importantes, por supuesto— canceló lo poco que había escrito, hasta ese entonces.
¿Qué tanto de Reinaldo Arenas, Manuel Puig y Federico García Lorca le ha tocado digerir como autor en español?
A García Lorca empecé a leerlo cuando era un muchacho en Colombia; cuando empecé a enseñarlo en las universidades de Estados Unidos lo hacía en clases bilingües, pero utilizábamos el texto original en español para los estudiantes que conocían el castellano. A Puig lo leí por primera vez a los 19 años y leí en español sus primeras cuatro o cinco novelas. Sin embargo, creo que vale la pena recordar que Puig escribió una novela (Sangre de amor correspondido) en portugués y otra (Maldición eterna al lector de estas páginas) en inglés; no lo he leído en portugués porque desconozco la lengua. A Reinaldo Arenas lo leí por primera vez cuando yo tenía treinta años y Reinaldo era mi vecino. Lo he leído en ambos idiomas porque era difícil encontrar sus libros en español en los Estados Unidos. Puig, en particular, me marcó profundamente como escritor. El único texto de Lorca que creo que ha sido importantísimo leerlo en español es su libro Un poeta en Nueva York. Reinaldo también me marcó por su obsesión de escribir y escribir hasta el último instante de su vida, y por ser una figura contestataria en el ámbito hispanoamericano. Ahora los maricas tenemos más aceptación. Pero cuando Puig, Arenas y Lorca escribieron sus grandes obras, ser homosexual era exponerse al desprestigio, la persecución y a la muerte. Son escritores que me impactaron por muchas razones: por no ser agentes del establecimiento político y porque cuando descubrí que Puig y Arenas eran gais, me sentí validado, en cierta forma me dieron permiso para escribir acerca del mundo en el cual yo vivía.
Le sugerimos leer: “El silencio” de Maya Angelou
Su última entrega, “Si me ves por el camino”, es una metáfora del desplazamiento forzado, del amor, la vida y la muerte. Pero se percibe también, desde el título, una mudanza constante. Usted es un escritor en la diáspora, pero también es errante. ¿Hay algún paralelo en ello y cómo es escribir en esas condiciones?
El camino siempre ha sido, a través de toda la historia, importante como metáfora para los escritores. Homero, por ejemplo, toda su obra es acerca de viajar y conocer las maravillas y las cosas horribles del mundo. Los escritores españoles del siglo XV y XVI veían la vida como el camino que debemos transitar antes de llegar a la muerte. Y las dos novelas más importantes de esa época, El lazarillo de Tormes y El Quijote, suceden en el camino. Dante comienza La divina comedia: “A mitad del camino de la vida / en una selva oscura me encontraba / porque mi ruta había extraviado”. Muchos escritores en el siglo XX y en el XXI son emigrantes, porque las personas siempre se están desplazando en busca de un horizonte en el que se les permita sobrevivir. En ese sentido, yo no creo que mi ejemplo sea raro. Hoy en día, en los Estados Unidos hay un grupo importante de escritores que nacieron en Colombia o son hijos de padres colombianos que escriben en inglés y viven aquí. García Márquez vivió más fuera de Colombia que dentro y nadie puede negar que él amara su patria. Soy un escritor en la diáspora, pero añadiría que soy un escritor anclado en la ciudad de Nueva York, donde he vivido más de 45 años de mi vida. Yo creo que escribir es duro en todas las condiciones posibles: le exige al escritor que se entregue en cuerpo, sangre y alma a lo que está haciendo. El marqués de Sade escribía con heces en las paredes de su celda. Para preservar su trabajo, la poeta rusa Anna Ajmátova memorizaba todos sus poemas y se los tragaba para que la maquinaria estalinista no los destruyera.
En “Si me ves por el camino” está en pleno la infancia vulnerada. Se tiende a poetizar ese rincón de la existencia, pero sin dudas es el peor escenario de vida en estos tiempos. La violencia se empecina con la niñez. Una postal de principios del siglo XXI podría ser la imagen del niño sirio ahogado en el Mediterráneo que le dio la vuelta al mundo, las caras de bebés indígenas enfermos en las esquinas de nuestras ciudades de América Latina o la cara atónita de Gaspar, su personaje. Muchas otras imágenes podrían integrar ese caleidoscopio del desamparo... ¿Cómo hacer arte con semejante crueldad ejercida sobre ellos?
La del niño sirio es una de las más impactantes que he visto en mi vida y es una imagen emblemática del siglo XXI, donde tantos niños mueren de formas espantosas porque están con sus padres, o solos, cruzando una frontera. Aunque Si me ves por el camino es una novela corta, yo quería tocar algunos de estos temas que has mencionado. Niños como Gaspar mueren todos los días cruzando la frontera entre México y Estados Unidos; se los come el desierto. Claro que cuando comienzo un libro aspiro a que tenga valor artístico, pero me interesa mucho más mostrar lo que he ido aprendiendo con el paso de los años. Esos niños y niñas, esas clases oprimidas necesitan testigos de su existencia, de otra forma es como si nunca hubieran existido o como si fueran alimentos para la cloaca descomunal en que hemos convertido al planeta Tierra.
¿Por qué la presencia de animales en sus narraciones?
Siento un enorme afecto por los animales, con la excepción de los mosquitos, los chinches, las avispas y las serpientes venenosas.
¿El gallo es alguna sana emulación del gallo del coronel, de Gabo?
Mi gallo no se parece en nada al gallo de Gabo. Mi gallo es un personaje. En El coronel no tiene quien le escriba los personajes hablan acerca del gallo, pero el gallo no tiene características que lo conviertan en un individuo. Pero mi nueva novela es un homenaje a ese libro de García Márquez, como mi libro El callejón de Cervantes es un homenaje al Quijote y a Miguel de Cervantes Saavedra.
Contrario a muchos autores cosmopolitas, usted escribe sobre temas y personajes que habitualmente no están en Nueva York. Usted viaja al Caribe o a otros lares y regresa con nuevos temas. ¿Cómo es ese proceso?
Cuando voy a un lugar, ya sé cuál es el tema del que me interesa escribir. Es una manera de ver lo que esos personajes vieron, aunque ya no queden sino las ruinas de esos lugares. Me siento como un descendiente literario de Graham Greene, porque viajar le permitió escribir acerca de Vietnam, México, Haití, Cuba y el África subsahariana.
Podría interesarle escuchar: La Fiesta del Chivo: una charla con Salud Hernández-Mora | Pódcast
Acaba de regresar de España, donde hizo lo que se llama la Ruta Manriqueña. Se cree que Jorge Manrique nació en Paredes de Nava, aunque también es probable que en Segura de la Sierra. Estuvo por esos caminos ancestrales en un viaje personal buscando ancestros o el vínculo con ese poeta. ¿Cómo fue esa experiencia y qué proyecto surgió con ella?
No estaba buscando ancestros ni vínculos con Manrique. Lo hice como un homenaje al poema que es quizás el más importante de todos los poemas para mí: Coplas por la muerte de su padre. Llegar hasta Segura de la Sierra, que queda casi al tope de una alta montaña, fue como entrar al siglo XV. Es un pueblo pequeñísimo donde la mayoría de las construcciones datan de la época de los romanos y el principio del Siglo de Oro en España. Físicamente fue muy difícil hacer todo eso, y lo más difícil de todo fue llegar hasta la fortaleza donde vivieron don Rodrigo Manrique, el padre de Jorge, y su esposa Mencía de Figueroa. En esa fortaleza vivió Jorge Manrique parte de su vida. Llegar hasta allí fue para mí un evento alucinante y casi místico. Las Coplas por la muerte de su padre las escribió Jorge Manrique cuando convalecía de graves heridas y su padre acababa de morir en batalla, algunos meses antes. Al acercarse su propia muerte, Jorge Manrique, que había sido un poeta menor y frívolo, al reflexionar sobre el estado grave en que se encontraba, sobre la muerte de su padre y contemplar el fin de su existencia se convirtió en uno de los más grandes poetas en castellano. Todavía no me recupero de lo que experimenté en este viaje. Lo que sí sé es que me estoy acercando al momento en el que finalmente me voy a sentar a escribir, aunque todavía no sé qué quiero decir ni cómo. Será una sorpresa para mí.
Nació en 1949 en Barranquilla y en sus inicios se enamoró de la narrativa de Andrés Caicedo, a quien conoció en un Festival de Cine de Cartagena y con quien llegó a tener una nutrida correspondencia. Ambos soñaron con hacer cine juntos, pero ese sueño se desvaneció con el suicidio del caleño.
Con su primer libro El cadáver de papá, escrito en 1976, Manrique logró lo que quería: “un libro sacrílego, pagano y catártico, como el carnaval mismo”. En España fue subvalorado al calificarle de subgénero y en Colombia lo editó Colcultura. Pero “la gente de bien” en Colombia por alguna razón se sintió atacada y organizó una quema de sus impresiones, acaso por su contenido parricida o por sus contenidos eróticos.
Le sugerimos leer: The lost Daughter: los polémicos mandatos de la maternidad
En ese entonces, Manrique vivía en el barrio La Candelaria con su compañero, el pintor norteamericano Bill Sullivan, en un apartamento de la casa del maestro Gonzalo Ariza, el paisajista colombiano. Este último, en señal de protesta, también quemó el libro en una pira en el patio de su casa. “Ese acto de Gonzalo es la reseña más halagadora que he recibido en toda mi carrera”, escribiría tiempo después Manrique.
Pero esta novela corta fue elogiada al poco tiempo por autores de importancia mundial: Severo Sarduy, Susan Sontag y Manuel Puig, validando así su inicio. Incluso Carmen Balcells llegó a indagar por él y se ofreció a ser su representante. Jaime Manrique mantuvo con Puig una amistad que creció a través de los años. Una relación que lo incentivó hasta la muerte del argentino.
Hoy es uno de nuestros escritores en la diáspora que aproximadamente cada año nos arroja una novela. Su estilo, en prosa y poesía, es deliberadamente transparente. Jaime Manrique pareciera incluir en su obra una devoción absoluta por esa transparencia que le surgen páginas sin patraña retórica y sin guarecerse en el estilo. Es narración pura. Vértigo. Eso lo siente de entrada el lector y es sin duda un sello de honestidad. Se concreta en los textos de Manrique lo que decía Miguel de Unamuno: el éxito del estilo está en no tenerlo.
Escribe con la vida, aunque no se trata de saber todo lo que quiere decir, porque la mejor condición para una novela es descubrir algo que no sabes que sabías como escritor y lo verdaderamente excepcional es que el lector también lo descubra.
Desde “El cadáver de papá” hasta sus últimas novelas hay una necesidad de clarificar tanto el lenguaje como la historia misma. No hay nada enrevesado ni pretencioso en la trama. Esta transparencia también está presente en su poesía, ¿qué tan consciente es esa búsqueda?
Odio la verborrea literaria. En esta época en la cual el lenguaje está tan devaluado mundialmente, aspiro a que mi lenguaje literario sea cada vez más claro y sencillo: que sirva para clarificar y no para ofuscar la realidad. Mi intención es escribir prosa como si estuviera escribiendo poesía, condensando cada vez más el lenguaje. No me gustan los despilfarros del lenguaje. Es decir, si en una frase usas diez palabras para decir algo, pero puedes decir lo mismo con tres o cuatro, la economía la hará más impactante. William Strunk Jr., famoso profesor en el Departamento de Inglés de la Universidad de Cornell, inculcaba varias reglas a sus estudiantes de composición. La más famosa era: “Omitan palabras innecesarias”. Ese estilo depurado es muy norteamericano. Hemingway fue el primer escritor del siglo XX en popularizar un estilo casi minimalista de comprimir el lenguaje. Cuando yo empecé a escribir, los cuentos de Hemingway, más que las novelas, me impactaron muchísimo. Su lenguaje me recuerda al de los haikus, que dicen todo en tres versos, pero que, al mismo tiempo, expresan una idea. Ese acercamiento a la composición literaria empezó a ocurrir primero en mi poesía antes de mis ensayos o mis trabajos de ficción. En los poemas tal vez sea la influencia de Emily Dickinson, especialmente en el manejo de su lenguaje elíptico, que prefiere sugerir antes que deletrear. Una poeta amiga dice que ella cambia constantemente lo que escribe hasta que todas las palabras del poema le parezcan absolutamente inevitables. Es el estilo de Flaubert, aunque él era mucho más florido. En la poesía no ha sido muy deliberada mi búsqueda, quizá por haber leído y enseñado por muchos años a poetas del Siglo de Oro español como san Juan de la Cruz, santa Teresa, fray Luis de León y Garcilaso de la Vega.
Podría interesarle escuchar: Los reflejos de María José Pizarro en “Cien años de soledad”
Esa claridad no se consigue de un solo trazo. ¿Cómo la trabaja usted?
Creo que es muy difícil decir las cosas de una manera concisa, con un lenguaje desnudo, despojado de arandelas y que requiere concentración. Generalmente, la primera versión de lo que escribo me parece espantosa; entonces es cuando empiezo a tallar y pulir el texto, que para mí significa eliminar las palabras innecesarias, usar verbos activos, servirse de la puntuación para crear ritmo y drama y buscar la máxima musicalidad de las palabras —tratando siempre de evitar las rimas. A veces reescribo un poema por años, aún después de haber sido publicado, hasta que el texto me parezca decantado. Aprender a escribir es aprender a revisar.
En “Como esta tarde, para siempre”, toca un tema difícil, el de la homosexualidad de dos sacerdotes que son pareja y que al descubrir que uno de ellos está infectado por VIH, deciden contratar a dos sicarios para que los maten. ¿Cómo fue la construcción de esa novela sin dejar de lado esa realidad pasmosa de nuestro país?
La homosexualidad en la iglesia retrógrada colombiana y el VIH son dos temas que traté de mantener siempre delante de mí mientras escribía la novela. El otro tema que me atrajo igualmente fue el de las historias de los falsos positivos. Más que la historia romántica de los sacerdotes lo que quería era que la relación de ellos mostrara lo maravillosas y terribles que pueden ser las relaciones entre dos seres humanos. Cuando empiezo a escribir una novela tengo una idea de lo que quiero explorar, pero no pienso cómo estructurar el libro hasta que llevo varios meses, y a veces varios años, escribiendo el libro, ahí es cuando empiezo a estructurar la vida íntima de los personajes, tanto física como psicológicamente. Pero la realidad colombiana, en lugar de dejarme pasmado, me da fuerzas para denunciar hechos espantosos. Yo diría, principalmente, que soy un escritor político. Los personajes plasmados, sin tener en cuenta su entorno sociopolítico, me parecen unidimensionales, sin matices y banales. Cuando los personajes viven en una burbuja se quedan solo en la superficie.
Escribió “Maricones eminentes” y “Como esta tarde...” en inglés, aunque la traducción no es suya. Cómo es convivir con esa dicotomía expresiva en un hombre del Caribe. Qué retos estéticos le impone.
Después de El cadáver de papá, he escrito toda mi ficción en inglés. La verdad es que en 1980, cuando partí de Colombia, yo pensaba que era una partida definitiva; yo no quería regresar porque la injusticia, el maltrato, la violencia, el cinismo y las arbitrariedades del Estado me atormentaban. A muchas personas las capturaban, las torturaban y morían cuando los dejaban en libertad. Ahí está el caso de Feliza Bursztyn. Creo que una de las razones principales por las cuales empecé a escribir en inglés fue porque pensé que nunca más me iban a publicar en Colombia. No pude publicar mi novela Oro colombiano, por ejemplo. Entonces escogí el inglés porque sentí que era el idioma que me permitía expresarme sin sentirme amenazado. No volví a Bogotá hasta veinte años después, y no publique en todo ese tiempo sino muy pocos textos cortos. Cuando regresé en 2000, para la publicación de Eminentes maricones, el país estaba cambiando rápidamente, aunque no siempre para bien, pero ahí comenzó mi proceso de reconciliación y acercamiento de nuevo a la vida nacional. Durante los veinte años de mi ausencia, el establecimiento intelectual y político —con algunas excepciones muy importantes, por supuesto— canceló lo poco que había escrito, hasta ese entonces.
¿Qué tanto de Reinaldo Arenas, Manuel Puig y Federico García Lorca le ha tocado digerir como autor en español?
A García Lorca empecé a leerlo cuando era un muchacho en Colombia; cuando empecé a enseñarlo en las universidades de Estados Unidos lo hacía en clases bilingües, pero utilizábamos el texto original en español para los estudiantes que conocían el castellano. A Puig lo leí por primera vez a los 19 años y leí en español sus primeras cuatro o cinco novelas. Sin embargo, creo que vale la pena recordar que Puig escribió una novela (Sangre de amor correspondido) en portugués y otra (Maldición eterna al lector de estas páginas) en inglés; no lo he leído en portugués porque desconozco la lengua. A Reinaldo Arenas lo leí por primera vez cuando yo tenía treinta años y Reinaldo era mi vecino. Lo he leído en ambos idiomas porque era difícil encontrar sus libros en español en los Estados Unidos. Puig, en particular, me marcó profundamente como escritor. El único texto de Lorca que creo que ha sido importantísimo leerlo en español es su libro Un poeta en Nueva York. Reinaldo también me marcó por su obsesión de escribir y escribir hasta el último instante de su vida, y por ser una figura contestataria en el ámbito hispanoamericano. Ahora los maricas tenemos más aceptación. Pero cuando Puig, Arenas y Lorca escribieron sus grandes obras, ser homosexual era exponerse al desprestigio, la persecución y a la muerte. Son escritores que me impactaron por muchas razones: por no ser agentes del establecimiento político y porque cuando descubrí que Puig y Arenas eran gais, me sentí validado, en cierta forma me dieron permiso para escribir acerca del mundo en el cual yo vivía.
Le sugerimos leer: “El silencio” de Maya Angelou
Su última entrega, “Si me ves por el camino”, es una metáfora del desplazamiento forzado, del amor, la vida y la muerte. Pero se percibe también, desde el título, una mudanza constante. Usted es un escritor en la diáspora, pero también es errante. ¿Hay algún paralelo en ello y cómo es escribir en esas condiciones?
El camino siempre ha sido, a través de toda la historia, importante como metáfora para los escritores. Homero, por ejemplo, toda su obra es acerca de viajar y conocer las maravillas y las cosas horribles del mundo. Los escritores españoles del siglo XV y XVI veían la vida como el camino que debemos transitar antes de llegar a la muerte. Y las dos novelas más importantes de esa época, El lazarillo de Tormes y El Quijote, suceden en el camino. Dante comienza La divina comedia: “A mitad del camino de la vida / en una selva oscura me encontraba / porque mi ruta había extraviado”. Muchos escritores en el siglo XX y en el XXI son emigrantes, porque las personas siempre se están desplazando en busca de un horizonte en el que se les permita sobrevivir. En ese sentido, yo no creo que mi ejemplo sea raro. Hoy en día, en los Estados Unidos hay un grupo importante de escritores que nacieron en Colombia o son hijos de padres colombianos que escriben en inglés y viven aquí. García Márquez vivió más fuera de Colombia que dentro y nadie puede negar que él amara su patria. Soy un escritor en la diáspora, pero añadiría que soy un escritor anclado en la ciudad de Nueva York, donde he vivido más de 45 años de mi vida. Yo creo que escribir es duro en todas las condiciones posibles: le exige al escritor que se entregue en cuerpo, sangre y alma a lo que está haciendo. El marqués de Sade escribía con heces en las paredes de su celda. Para preservar su trabajo, la poeta rusa Anna Ajmátova memorizaba todos sus poemas y se los tragaba para que la maquinaria estalinista no los destruyera.
En “Si me ves por el camino” está en pleno la infancia vulnerada. Se tiende a poetizar ese rincón de la existencia, pero sin dudas es el peor escenario de vida en estos tiempos. La violencia se empecina con la niñez. Una postal de principios del siglo XXI podría ser la imagen del niño sirio ahogado en el Mediterráneo que le dio la vuelta al mundo, las caras de bebés indígenas enfermos en las esquinas de nuestras ciudades de América Latina o la cara atónita de Gaspar, su personaje. Muchas otras imágenes podrían integrar ese caleidoscopio del desamparo... ¿Cómo hacer arte con semejante crueldad ejercida sobre ellos?
La del niño sirio es una de las más impactantes que he visto en mi vida y es una imagen emblemática del siglo XXI, donde tantos niños mueren de formas espantosas porque están con sus padres, o solos, cruzando una frontera. Aunque Si me ves por el camino es una novela corta, yo quería tocar algunos de estos temas que has mencionado. Niños como Gaspar mueren todos los días cruzando la frontera entre México y Estados Unidos; se los come el desierto. Claro que cuando comienzo un libro aspiro a que tenga valor artístico, pero me interesa mucho más mostrar lo que he ido aprendiendo con el paso de los años. Esos niños y niñas, esas clases oprimidas necesitan testigos de su existencia, de otra forma es como si nunca hubieran existido o como si fueran alimentos para la cloaca descomunal en que hemos convertido al planeta Tierra.
¿Por qué la presencia de animales en sus narraciones?
Siento un enorme afecto por los animales, con la excepción de los mosquitos, los chinches, las avispas y las serpientes venenosas.
¿El gallo es alguna sana emulación del gallo del coronel, de Gabo?
Mi gallo no se parece en nada al gallo de Gabo. Mi gallo es un personaje. En El coronel no tiene quien le escriba los personajes hablan acerca del gallo, pero el gallo no tiene características que lo conviertan en un individuo. Pero mi nueva novela es un homenaje a ese libro de García Márquez, como mi libro El callejón de Cervantes es un homenaje al Quijote y a Miguel de Cervantes Saavedra.
Contrario a muchos autores cosmopolitas, usted escribe sobre temas y personajes que habitualmente no están en Nueva York. Usted viaja al Caribe o a otros lares y regresa con nuevos temas. ¿Cómo es ese proceso?
Cuando voy a un lugar, ya sé cuál es el tema del que me interesa escribir. Es una manera de ver lo que esos personajes vieron, aunque ya no queden sino las ruinas de esos lugares. Me siento como un descendiente literario de Graham Greene, porque viajar le permitió escribir acerca de Vietnam, México, Haití, Cuba y el África subsahariana.
Podría interesarle escuchar: La Fiesta del Chivo: una charla con Salud Hernández-Mora | Pódcast
Acaba de regresar de España, donde hizo lo que se llama la Ruta Manriqueña. Se cree que Jorge Manrique nació en Paredes de Nava, aunque también es probable que en Segura de la Sierra. Estuvo por esos caminos ancestrales en un viaje personal buscando ancestros o el vínculo con ese poeta. ¿Cómo fue esa experiencia y qué proyecto surgió con ella?
No estaba buscando ancestros ni vínculos con Manrique. Lo hice como un homenaje al poema que es quizás el más importante de todos los poemas para mí: Coplas por la muerte de su padre. Llegar hasta Segura de la Sierra, que queda casi al tope de una alta montaña, fue como entrar al siglo XV. Es un pueblo pequeñísimo donde la mayoría de las construcciones datan de la época de los romanos y el principio del Siglo de Oro en España. Físicamente fue muy difícil hacer todo eso, y lo más difícil de todo fue llegar hasta la fortaleza donde vivieron don Rodrigo Manrique, el padre de Jorge, y su esposa Mencía de Figueroa. En esa fortaleza vivió Jorge Manrique parte de su vida. Llegar hasta allí fue para mí un evento alucinante y casi místico. Las Coplas por la muerte de su padre las escribió Jorge Manrique cuando convalecía de graves heridas y su padre acababa de morir en batalla, algunos meses antes. Al acercarse su propia muerte, Jorge Manrique, que había sido un poeta menor y frívolo, al reflexionar sobre el estado grave en que se encontraba, sobre la muerte de su padre y contemplar el fin de su existencia se convirtió en uno de los más grandes poetas en castellano. Todavía no me recupero de lo que experimenté en este viaje. Lo que sí sé es que me estoy acercando al momento en el que finalmente me voy a sentar a escribir, aunque todavía no sé qué quiero decir ni cómo. Será una sorpresa para mí.