Jairo Aníbal Niño, sobre la ternura y otras formas de salvarnos la vida
Este mes se conmemoran 10 años de la muerte de Jairo Aníbal Niño, poeta moniquirense que se quedó a vivir en la memoria de los que crecieron con sus letras. Su obra es una confirmación de que los libros pueden salvarnos.
Lala Ocampo
Hemos asistido en este mundo de guerras y de odios a una afrenta directa en contra de la ternura, esa característica de los humanos y de algunos otros animales que se ha confundido y se ha convertido, para muchos, en sinónimo de debilidad y flaqueza.
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Hemos asistido en este mundo de guerras y de odios a una afrenta directa en contra de la ternura, esa característica de los humanos y de algunos otros animales que se ha confundido y se ha convertido, para muchos, en sinónimo de debilidad y flaqueza.
Ni siquiera los más pequeños que viven hoy en este planeta tienen la licencia de saberse tiernos porque les ha tocado encontrar maneras de ser adultos para justificarse un lugar en la humanidad.
Hace varios años, cuando me encontraba en el colegio dilucidando entre ser la ternura de mis dibujos y mis poemas o convertirme en una mujer “fuerte”, apareció en el teatro un señor de bigote y pelo blancos, un hombre nacido en las altas montañas boyacenses que desde un escenario nos devolvió a mí y a cientos de caras iluminadas y expectantes la posibilidad de creer que la ternura sí podía salvar al mundo.
Jairo Aníbal Niño es, sin lugar a dudas, una de las grandes plumas que han brotado en este país. Sin embargo, la manera en la que entendió el mundo no fue primero a través de las letras. Antes de ser escritor fue pintor. Le dedicó varios años de su vida a transformar el pensamiento y la realidad en arte. Fue desde esta disciplina que logró entender el universo como una gran cosa que se moldea, que se transforma, que se construye, que se forma y se deforma, que fluye y que de pronto se va.
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También las tablas de los escenarios fueron testigos de su alma durante varios años. Ni la ternura ni el candor de sus interpretaciones se ausentaron en sus interpretaciones ni mucho menos en sus invenciones cuando fue director de teatro. A pesar de no haberlo visto nunca sobre un escenario, a veces recreo imágenes en mi cabeza de Jairo Aníbal Niño. Me lo imagino como una pluma leve que, con ingenio, se permitió ir de un rincón a otro frente a quienes lo veían.
Reconocimientos no le faltaron, ¿cómo le iban a faltar si su obra fue prolífica, magnífica y, varios años después de su partida, inmortal?
Jairo Aníbal Niño vuelve a mi cabeza enmarañado entre algunos recuerdos. Regresa con su vestido de paño, con sus palabras recias como quien habla con la voz misma de los años, pero con los ojos inundados de requiebro y dulzura, y vuelvo entonces a ese día en el que me habló de una vaca que le decía palabras de amor a su ternera recién nacida, de un estudiante enamorado que no podía terminar sus exámenes por pensar en el amor. Irremediablemente vuelvo a ese teatro en el que él me habló de Miguela y de los papeles amorosos que dejaba en las salas y habitaciones del hospital en el que vivía. Poco a poco, repitiendo páginas, recordando viejas lecturas, vuelvo a dejarme tocar por esa tempestuosa fuerza de la ternura que habita escondida en sus poemas.
El día es lindo
y desde que amaneció
no ha hecho más que crecer
como si fuera un árbol,
y tiene a esta hora
una rama que canta en forma de pájaro
y una fruta que vuela en forma
de avión
y un perfume que trepa en forma de sol.
El día es lindo
porque todavía no sabe
que a ti te cambiaron de colegio.
Este poema pertenece a La alegría de querer, una antología poética que reposa en las secciones de literatura infantil en las librerías colombianas. Me pregunto: ¿por qué?, ¿cuándo es que decidimos que el amor, la ternura, los barcos y aviones de papel son asuntos que les conciernen, solamente, a los más pequeños?, ¿cuántos humanos desgajados de su humanidad se han perdido de las palabras del gran poeta, solo por no haber buscado un poema entre las páginas del que parece un libro infantil? Deberíamos tener en las librerías un estante dedicado, exclusivamente, a lecturas para sanar el corazón. Espacios en los que, junto a Shakespeare y Jane Austen, reposen los libros de Niño, para que sea tan fácil curarnos como abrir la portada de un libro.
Hace un par de meses regresó a mí un libro que pensaba se había quedado en el bucle del olvido al que llamamos memoria. Es una edición preciosa de pasta dura de Los papeles de Miguela, editado por Panamericana, precisamente para conmemorar la vida y obra de Jairo Aníbal Niño. Sentada en la sala de mi casa de mujer adulta, en estos días de zozobra y ansiedades, abrí el paquete y de pronto me descubrí recorriendo los pasillos que Miguela había recorrido en esta increíble historia, y me descubrí, además, con la cara repleta de las mismas lágrimas que había llorado la primera vez que lo leí.
En mi recuerdo, este señor se inmortalizó como el papá de mis lecturas. A veces tomo Los papeles de Miguela, lo aprieto contra el pecho y me doy licencia de volver a enternecerme con las palabras. No son muchas las palabras que puedo usar para agradecerle al señor Jairo Aníbal Niño el haberme llevado, como quien lleva a un pequeño de la mano a conocer el mar, a través de sus palabras a encontrarme con el océano infinito de la literatura, unas aguas que, aún hoy, navego de día y de noche.
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Cómo hacen de falta las palabras de Jairo Aníbal Niño. A veces pienso en las niñas y los niños colombianos y me pregunto: ¿quiénes son esos poetas que adornan hoy los teatros de los colegios con palabras como las que Niño me dijo a mí? ¿Cuál es ese profesor que hoy se trepa en los pasillos universitarios llenándolos de poesía, imaginación e inocencia como en una huelga a favor de la ternura? ¿Me estaré perdiendo de ellos?
Los libros tienen la bondad de devolvernos en el tiempo, de traer del pasado aquellos momentos en los que fuimos felices, y no solo por lo que dicen, sino por el simple recuerdo de ese instante en el que fueron leídos. Fue así como el señor Niño se posó en la historia de mi vida de lecturas. Es un recuerdo presente al que sin duda he vuelto más veces de las que me propongo.
En estos días en los que soy un adulto y en los que a veces de nuevo vuelvo a batallar en contra de la ternura y su símil con la fragilidad, escudriño mi biblioteca y vuelvo sobre los pasos ya andados de El Zoro, del Preguntario, de La alegría del querer y, recientemente, con esta bella edición de Los papeles de Miguela. Cuando lo hago me doy un respiro y vuelvo a creer que la ternura que aguarda paciente entre los libros de su autoría es la misma ternura que, de alcanzarnos a todos, podría acabar con los días de odio y horror.