Jauría (Cuentos de sábado en la tarde)

Esa noche ladraron los perros. Mucho. Su concierto desquiciado comenzó sobre la medianoche, y no se callaron sino hasta bien entrada la madrugada, cuando el sol empieza a repartir grietas de luz pálida por entre brochazos de sepia muy espeso.

Jimmy Arias
01 de abril de 2023 - 05:39 p. m.
Aquella había sido una jauría repentina de perros callejeros que se había vuelto presencia permanente en nuestro caserío.
Aquella había sido una jauría repentina de perros callejeros que se había vuelto presencia permanente en nuestro caserío.
Foto: Canva
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Esa noche ladraron los perros. Mucho. Su concierto desquiciado comenzó sobre la medianoche, y no se callaron sino hasta bien entrada la madrugada, cuando el sol empieza a repartir grietas de luz pálida por entre brochazos de sepia muy espeso.

Esa noche ladraron los perros y la gente del pueblo, después de mucho dudarlo, se apelotonó en la iglesia, como estaba planeado, como ya se había hecho y se había ensayado tantas otras veces. Era necesario, imperativo más bien. Una ecuación sin posibilidades de un resultado diferente: ladran los perros + noche = huir despavoridos, como alma azotada por el Diablo, hacia la iglesia o hacia las profundidades del monte o debajo de la tierra, si fuera posible. Solo que, desde hacía un mes, no había más perros en el pueblo, ni uno. Algún maldito desgraciado, desalmado, los había envenenado a todos.

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Pero esa noche volvieron a ladrar. Yo los oí clarito. Como siempre lo hacían, con rabia, con miedo. Con gargantas cavernosas unos, con gaznates chirriantes, otros. Claro, al comienzo pensamos que se trataba de un sueño no más. ¿Pero, un sueño colectivo? Imposible.

Aquella había sido una jauría repentina de perros callejeros que se había vuelto presencia permanente en nuestro caserío. Siempre se les veía estacionados en una esquina de la plaza, estratégicamente ubicados frente a El Rinconcito (la cantina de los borrachos), o frente a El Paisa (el único asadero de pollos en kilómetros a la redonda). Decían que habían llegado al pueblo traídos de Monjes, la ciudad más cercana, en donde, contaban, había comenzado una labor de ‘limpieza’ de perros callejeros y, en lugar de matarlos a todos prefirieron en un lance de ‘compasión’ repartirlos por los municipios aledaños.

Yo alcancé a contar 23, en total. Mi hermana, 32. Mi mamá, “un montón de sarnosos buenos para nada que acababan de afear la plaza miserable del pueblo”. Y pues no la culpo, ya que uno de ellos, una tarde, se le había lanzado a morderle la pantorrilla cuando venía de misa. Ella lo único que pudo hacer fue tirarle una inocua patada al aire soleado de las 4 PM, y soltarle una palabrota, que se oyó hasta en el altar de la iglesia.

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Los más felices con su llegada fuimos los niños: mascotas gratis de dudosa procedencia. Aunque, en nuestro caso, tuviéramos ‘rotundamente prohibido’ acercarnos a ellos. Coco, Gordo, Malena, Castalia, Marrano y Tilín, esos eran los que yo catalogaba como ‘míos’. Los de mi hermana eran: Bruja, Pancha, Llanero y Lanetas. El resto de los perros iba y venía, entonces nunca les pusimos nombres.

Y también, gracias a mi mamá, lo único a lo que se podía jugar con ellos era a que nos corretearan. Nos tenía prohibido tocarlos o darles de comer. Sin embargo, a Coco sí le acariciaba el lomo cuando mi mamá no estaba a la vista, o le guardaba pedazos de pan, de mi desayuno, y se los iba dando de camino a la escuela, para que me acompañara. Eran unos cinco kilómetros, que teníamos que hacer a pie y que aprovechaban los de clases más grandes para robarnos el refrigerio, lanzarnos piedras o empujarnos entre los charcos y hacernos pasar, todo el día, sucios de lodo, malolientes y mojados.

Excepto cuando estaba Coco. Ahí sí, ni se nos acercaban. Estoy seguro de que Coco los hubiera mordido. Habrían tenido que echarse a correr. Mi mamá nunca hubiera entendido mi apego por el animalito, y por qué aun hoy me duele tanto su recuerdo. Tal como ella lo aseguraba, Coco tenía manchones de sarna en el pellejo del lomo, y en la cabeza, y siempre estaba muy mugriento. Lo mejor eran sus ojos, los cuales a pesar de sus años, unos 12 según don Pablo, el carnicero, eran muy brillantes y llenos de vida.

Cuando nos mirábamos fijamente sentía, a la perfección, que se escabullía en mi pradera interior y se rascaba, con gusto, su lomo sarnoso contra las esquinas de mi alma. Su ladrido era poderoso, gutural, como si la Madre naturaleza hubiera puesto el aparato fonador en el animal equivocado. Es decir, aunque yo solo sabía de la existencia de los zoológicos gracias a la televisión, el ladrido de Coco, en mi cabeza, era tan fuerte y temible como el de un león o un tigre.

En las noches, cuando todo el pueblo dormía, a veces los perros le aullaban a la luna o ladraban sintiendo alguna presencia nocturna. Por eso, Don Pablo se aseguraba de que no les faltara comida. Con sus manazas, curtidas de pelos, callos y cicatrices, todos los días, al final de la tarde, maceraba los huesos y carne que le habían sobrado y se los repartía a los perros en un viejo recipiente plástico. Y gracias a esto último, Don Pablo también se había ganado la enemistad de algunos habitantes del pueblo, en especial los de la plaza, que los veían como una plaga y no una bendición.

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Según Don Pablo, nuestros perros eran la mejor alarma que podríamos tener, para que no nos pasara lo que, a otras aldeas y municipios, cuando los hombres del fusil llegaban, amparados en las sombras de la noche, y acababan con todo, y mataban a todo el mundo. Al menos, con los perros, nosotros teníamos garantizado que, si alguien venía en la noche, ellos nos iban a avisar a ladridos. O eso queríamos creer.

Pero una mañana todos aparecieron muertos. Unos, tiesos y patas arriba; otros, panza abajo. Unos frente a la iglesia; otros, en la calle de bajada al cementerio. Pero todos con los signos inequívocos del envenenamiento: las jetas babeantes y sangrantes, los gestos de dolor, los vientres a punto de explotar, las extremidades rígidas. Se los llevaron en una camioneta de la Alcaldía y los sepultaron, en un hueco muy grande, en el botadero de basura municipal.

Yo hasta llegué a pensar que había sido mi mamá una de las que había participado en la matazón de los animalitos. Pero, cuando la enfrenté, me respondió (y casi me da una bofetada) ‘que cómo se me iba a ocurrir semejante barbaridad, que una cosa era que no le gustaran esos animales y otra, muy distinta, que fuera capaz de hacerles daño a ellos o a cualquier otro ser vivo’.

Lo cierto es que esa noche, en el patio de la casa, descalzos, y adormilados, nos topamos mi mamá, mi hermana y yo, mirando al cielo, y a todos lados, en busca de una explicación. Y el siguiente paso fue salir a la calle, primero tímidamente; luego, con arrojo ciego, con tal de hallar una respuesta. ¿Estaban, de verdad, ladrando los perros muertos del pueblo? Y, por lo visto, no éramos los únicos. Allí mismo estaban Don Pablo, su mujer y sus cinco hijos; el panadero, con su mujer; Carlos Cacharro, el chofer de bus, todavía volando de borracho, y nosotros. Un enjambre de ojos, de par en par, escrutando las penumbras, tapiadas de platanales, cafetales, hierbajos y bichos de todos los tipos. Y allí mismo estaba también el concierto silvestre de grillos, chicharras y sapos, superados solo por el ladrido desesperado de nuestros perros.

Buscábamos la aprobación de la demencia colectiva en los ojos del otro, en la boca abierta o en la palidez del vecino. Y el clic popular, también, de supervivencia, de tomarse de las manos y huir juntos. Nadie, con toda seguridad y en uso de sus cabales, se iba a quedar a confirmar que lo que anunciaban los ladridos era real o no. Ni siquiera el borracho de Carlos Cacharro a quien tuvieron que llevar a rastras.

Y, vivos o no, de carne y hueso, o de sombras y gazas espectrales, los perros tuvieron razón esa noche. Al poco rato de que el Padre Silva trancara las puertas, verdes y descascaradas, de la iglesia, tres camionetas atravesaron la calle principal, repletas de hombres armados. Hicieron tiros al aire y gritaron arengas a su comandante, supongo que a falta de gente por asustar o masacrar. La única que no se salvó fue la casa de Carlos Cacharro, la cual llenaron de huecos de bala, y en cuya fachada escribieron en gordas letras rojas: “sapo hijueputa”.

El Padre Silva, quien nos recibió con su tradicional sotana desvaída y eternamente cagada de mierda de paloma, dijo que lo mejor era que todos nos pusiéramos a rezar, ya mismo, por la salvación de nuestras almas, e incluso por las almas de aquellos hombres, por muy malos que fueran.

-Y si, más bien, ¿oramos por los perritos? ellos fueron los que nos salvaron-, pregunté. Obvio, antes de que me respondiera, mi mamá ya me había propinado un codazo haciéndome callar.

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-Hijo, los perritos no tienen alma. Esta noche, como todas las noches, solo estamos a los designios de Nuestro Señor Todopoderoso y de nadie más.

-Y entonces los ladridos…-, insistí, seguido por otro codazo y un ¡que te calles! de mi mamá.

-El miedo a veces nos hace ver cosas que no existen, es como la sed en el desierto, hijo-, aseguró el cura con su mejor tono, melodioso y lastimero, de plena eucaristía. Acto seguido, se persignó, mandó a callar a todo el mundo, especialmente a los niños, y comenzó a rezar el Rosario.

Al menos habíamos logrado probar que éramos capaces de guarecernos, a tiempo, en los sótanos de la iglesia. Pero no podíamos esperar toda la vida, todas las noches, esa carrera a contrarreloj con la muerte.

Por eso, nuestra competencia a la mañana siguiente fue con la vida. En menos de lo que canta un gallo o ladra un perro, empacamos algo de ropa y cualquier trebejo de la cocina. Era lo más sensato, nadie se iba a esperar a que los perros fantasmales le salvaran la vida. Ni Don Pablo, ni el panadero y, menos aún, Carlos Cacharro, quien nos esperó con su bus destartalado en la plaza del pueblo. Desde el mediodía, cuando la borrachera le permitió reaccionar, hizo correr la voz de que se llevaría a todo el que quisiera huir del pueblo. Destino: la capital, o cualquier otra ciudad más segura, para nunca más volver.

Yo tuve miedo, mucho, no lo voy a negar. Y entiendo que nos tuviéramos que ir. Pero guardaba, muy adentro, el deseo retorcido de volver a oír a mis adorados perros, de sentir su presencia intangible, al menos. Y, pensando en ellos, mi hermana y yo decidimos dejarles unas salchichas, y un par de panes en el patio de la casa. A lo mejor y a sus fantasmas también les diera hambre.

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Por Jimmy Arias

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Flavio(nrv85)01 de abril de 2023 - 06:11 p. m.
Violencia maldita violencia.
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