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Javier Marías: un capítulo de “Los enamoramientos”

Fragmento de una de las novelas emblemáticas del recién fallecido autor español, que reflexiona sobre el estado de enamoramiento, “que parece justificar casi todas las cosas: las acciones nobles y desinteresadas, pero también los mayores desmanes y ruindades”.

Javier Marías * / Especial para El Espectador
13 de septiembre de 2022 - 03:05 p. m.
El escritor Javier Marías (1951-2022) murió el domingo pasado a los 70 años de edad. Aquí en su biblioteca en Madrid, 2015.
El escritor Javier Marías (1951-2022) murió el domingo pasado a los 70 años de edad. Aquí en su biblioteca en Madrid, 2015.
Foto: EFE - J. P. GANDUL
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La última vez que vi a Miguel Desvern o Deverne fue también la última que lo vio su mujer, Luisa, lo cual no dejó de ser extraño y quizá injusto, ya que ella era eso, su mujer, y yo era en cambio una desconocida y jamás había cruzado con él una palabra. Ni siquiera sabía su nombre, lo supe sólo cuando ya era tarde, cuando apareció su foto en el periódico, apuñalado y medio descamisado y a punto de convertirse en un muerto, si es que no lo era ya para su propia conciencia ausente que nunca volvió a presentarse: lo último de lo que se debió de dar cuenta fue de que lo acuchillaban por confusión y sin causa, es decir, imbécilmente, y además una y otra vez, sin salvación, no una sola, con voluntad de suprimirlo del mundo y echarlo sin dilación de la tierra, allí y entonces. (Lea aquí quién era Javier Marías, uno de los escritores europeos más reconocidos).

Tarde para qué, me pregunto. La verdad es que lo ignoro. Es sólo que cuando alguien muere, pensamos que ya se ha hecho tarde para cualquier cosa, para todo —más aún para esperarlo—, y nos limitamos a darlo de baja. También a nuestros allegados, aunque nos cueste mucho más y los lloremos, y su imagen nos acompañe en la mente cuando caminamos por las calles y en casa, y creamos durante mucho tiempo que no vamos a acostumbrarnos.

Pero desde el principio sabemos —desde que se nos mueren— que ya no debemos contar con ellos, ni siquiera para lo más nimio, para una llamada trivial o una pregunta tonta (‘¿Me he dejado ahí las llaves del coche?’, ‘¿A qué hora salían hoy los niños?’), para nada. Nada es nada. En realidad es incomprensible, porque supone tener certidumbres y eso está reñido con nuestra naturaleza: la de que alguien no va a venir más, ni a decir más, ni a dar un paso ya nunca —para acercarse ni para apartarse—, ni a mirarnos, ni a desviar la vista. No sé cómo lo resistimos, ni cómo nos recuperamos. No sé cómo nos olvidamos a ratos, cuando el tiempo ya ha pasado y nos ha alejado de ellos, que se quedaron quietos.

Pero lo había visto muchas mañanas y lo había oído hablar y reírse, casi todas a lo largo de unos años, temprano, no demasiado, de hecho yo solía llegar al trabajo con un poco de retraso para tener la oportunidad de coincidir con aquella pareja un ratito, no con él —no se me malentienda— sino con los dos, eran los dos los que me tranquilizaban y me daban contento, antes de empezar la jornada. Se convirtieron casi en una obligación. No, la palabra no es adecuada para lo que nos proporciona placer y sosiego. Quizá en una superstición, aunque tampoco: no es que yo creyera que me iba a ir mal el día si no compartía con ellos el desayuno, quiero decir a distancia; era sólo que lo iniciaba con el ánimo más bajo o con menos optimismo sin la visión que me ofrecían a diario, y que era la del mundo en orden, o si se prefiere en armonía. Bueno, la de un fragmento diminuto del mundo que contemplábamos muy pocos, como pasa con todo fragmento o vida, hasta la más pública o expuesta.

No me gustaba encerrarme durante tantas horas sin haberlos visto y observado, no a hurtadillas pero con discreción, lo último que habría querido era hacerlos sentirse incómodos o molestarlos. Y habría sido imperdonable ahuyentarlos, además de ir en perjuicio mío. Me confortaba respirar el mismo aire, o formar parte de su paisaje por las mañanas — una parte inadvertida—, antes de que se separaran hasta la siguiente comida, probablemente, que tal vez ya era la cena, muchos días. Aquel último en que su mujer y yo lo vimos, no pudieron cenar juntos. Ni tan siquiera almorzaron. Ella lo esperó veinte minutos sentada a una mesa de restaurante, extrañada pero sin temer nada, hasta que sonó el teléfono y se le acabó su mundo, y nunca más volvió a esperarlo.

Desde el primer día me saltó a la vista que eran matrimonio, él de cerca de cincuenta años y ella de unos cuantos menos, no habría alcanzado aún los cuarenta. Lo que más agradaba de ellos era ver lo bien que lo pasaban juntos. A una hora a la que casi nadie está para nada, y menos para fiestas y risas, hablaban sin parar y se divertían y estimulaban, como si acabaran de encontrarse o incluso de conocerse, y no como si hubieran salido juntos de casa, y hubieran dejado a los niños en el colegio, y se hubieran arreglado al mismo tiempo —acaso en el mismo cuarto de baño—, y se hubieran despertado en la misma cama, y lo primero que cada uno hubiera visto hubiera sido la descontada figura del cónyuge, y así un día tras otro desde hacía bastantes años, pues los hijos, que los acompañaron en un par de ocasiones, debían de tener unos ocho la niña y unos cuatro el niño, que se parecía enormemente a su padre.

Éste vestía con distinción levemente anticuada, sin llegar a resultar ridículo ni anacrónico en modo alguno. Quiero decir que iba siempre trajeado y bien conjuntado, con camisas a medida, corbatas caras y sobrias, pañuelo asomándole por el bolsillo de la chaqueta, gemelos, lustrados zapatos de cordones —negros o bien de ante, éstos sólo al final de la primavera, cuando se ponía sus trajes claros—, manos cuidadas por manicura. A pesar de todo esto, no daba una impresión de ejecutivo presuntuoso ni de pijo a ultranza. Parecía más bien un hombre cuya educación no le permitiera asomarse a la calle vestido de otra manera, en día laborable al menos; en él resultaba natural aquella clase de indumentaria, como si su padre le hubiera enseñado que a partir de cierta edad era eso lo que tocaba, independientemente de las modas que ya nacen caducas y de los desharrapados tiempos actuales, que a él no tenían por qué afectarlo.

Era tan clásico que ni siquiera le descubrí nunca ningún detalle extravagante: no quería hacerse el original, aunque acababa por resultarlo un poco en el contexto de aquella cafetería en la que lo vi siempre y aun en el de nuestra ciudad negligente. El efecto de naturalidad se veía realzado por su carácter indudablemente cordial y risueño, que no campechano (no lo era con los camareros, por ejemplo, a los que trataba de usted y con amabilidad desusada, sin caer en el empalago): de hecho llamaban algo la atención sus frecuentes carcajadas que eran casi escandalosas, aunque en ningún caso molestas.

Sabía reír, lo hacía con fuerza pero con sinceridad y simpatía, nunca como si adulara ni en actitud aquiescente sino como si respondiera siempre a cosas que le hacían verdadera gracia y fueran muchas las que se la hicieran, un hombre generoso, dispuesto a percibir lo cómico de las situaciones y a aplaudir las bromas, por lo menos las verbales. Quizá era su mujer quien se la hacía, en conjunto, hay personas que nos hacen reír aunque no se lo propongan, lo logran sobre todo porque nos dan contento con su presencia y así nos basta para soltar la risa con muy poco, sólo con verlas y estar en su compañía y oírlas, aunque no estén diciendo nada del otro mundo o incluso empalmen tonterías y guasas deliberadamente, que sin embargo nos caen todas en gracia.

El uno para el otro parecían ser de esas personas; y aunque se los veía casados, nunca sorprendí en ellos un gesto edulcorado ni impostado, ni tan siquiera estudiado, como los de algunas parejas que llevan años conviviendo y tienen a gala exhibir lo enamoradas que siguen, como un mérito que las revaloriza o un adorno que las embellece. Era más bien como si quisieran caerse simpáticos y agradarse antes de un posible cortejo; o como si se tuvieran tanto aprecio y querencia desde antes de su matrimonio, o aun de su emparejamiento, que en cualquier circunstancia se habrían elegido espontáneamente —no por deber conyugal, ni por comodidad, ni por hábito, ni por lealtad siquiera— como compañero o acompañante, amigo, interlocutor o cómplice, en la seguridad de que, fuera lo que fuese lo que aconteciera o se diese, o lo que hubiera que contar o escuchar, siempre sería menos interesante o divertido con un tercero. Sin ella en el caso de él, sin él en el caso de ella. Había camaradería, y sobre todo convencimiento.

Miguel Desvern o Deverne tenía unas facciones muy gratas y una expresión varonilmente afectuosa, lo cual lo hacía atractivo de lejos y me llevaba a suponerlo irresistible en el trato. Es probable que me fijara antes en él que en Luisa, o que fuera él quien me obligara a fijarme también en ella, ya que, si a la mujer la vi sin su marido a menudo —éste se marchaba antes de la cafetería y ella se quedaba unos minutos más casi siempre, a veces sola, fumando, a veces con una o dos compañeras de trabajo o madres del colegio o amigas, que alguna que otra mañana se les agregaban a última hora, cuando él ya estaba a punto de despedirse—, al marido no llegué a verlo nunca sin su mujer al lado.

Para mí su imagen sola no existe, es con ella (fue una de las razones por las que al principio no lo reconocí en el periódico, porque allí no estaba Luisa). Pero en seguida pasaron a interesarme los dos, si ese es el verbo. Desvern tenía el pelo corto, tupido y muy oscuro, con canas solamente en las sienes, que se le adivinaban más crespas que el resto (si se hubiera dejado crecer las patillas, quién sabe si no le habrían aparecido unos caracolillos incongruentes). Su mirada era viva, sosegada y alegre, con un destello de ingenuidad o puerilidad cuando escuchaba, la de un individuo al que la vida en general divierte, o que no está dispuesto a pasar por ella sin disfrutar de los mil aspectos graciosos que encierra, incluso en medio de las dificultades y las desgracias.

Bien es verdad que él habría sufrido muy pocas para lo que es el destino más común de los hombres, lo cual lo ayudaría a conservar aquellos ojos confiados y sonrientes. Eran grises y parecían registrarlo todo como si todo fuera novedoso, hasta lo que se les repetía a diario insignificante, aquella cafetería de la parte alta de Príncipe de Vergara y sus camareros, mi figura muda. Tenía hoyuelo en la barbilla. Me hacía acordarme de algún diálogo de película en el que una actriz le preguntaba a Robert Mitchum o a Cary Grant o a Kirk Douglas, no recuerdo, cómo se las ingeniaba para afeitarse allí, a la vez que se lo tocaba con el dedo índice. A mí me daban ganas de levantarme de mi mesa todas las mañanas, acercarme hasta la de Deverne y preguntarle lo mismo, y tocarle a mi vez el suyo con el pulgar o el índice, levemente. Siempre iba muy bien afeitado, el hoyuelo incluido.

Ellos se fijaron en mí mucho menos, infinitamente menos que yo en ellos.

* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo editorial, sello Alfaguara.

Por Javier Marías * / Especial para El Espectador

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