Jean de La Fontaine: el clasicista de las fábulas
El escritor francés se convirtió en uno de los más leídos del siglo XVII en su país de origen por sus fábulas y, aunque fue sujeto de sospechas, fue admitido en la Academia Francesa en 1684.
Mónica Acebedo
“Todos los cerebros del mundo son impotentes contra cualquier estupidez que esté de moda”, La Fontaine.
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“Todos los cerebros del mundo son impotentes contra cualquier estupidez que esté de moda”, La Fontaine.
Jean de la Fontaine (1621-1695) fue uno de los más importantes representantes del movimiento literario llamado “Clasicismo”. Sus referentes eran los poetas clásicos, como Esopo o Fedro, de quienes tomó la estructura de las fábulas. Considero que fue una pluma transgresora por la forma como adapta las disposiciones narratológicas clásicas a la tendencia de la Ilustración francesa que abogaba por la razón como la principal premisa del colectivo social. Muchos han considerado sus moralejas demasiado obvias, pero lo cierto es que miles de personas se han nutrido por años de las fábulas de De la Fontaine.
Esa ruptura o transgresión la explica Lluís María Todó con mucho acierto: “La Fontaine es considerado por muchos como el mayor poeta de la literatura francesa (en competencia con Ronsard y Víctor Hugo), y ello es especialmente curioso porque De la Fontaine no es un poeta lírico, ni tampoco un poeta fácil. No quiero decir que sea difícil entender las fábulas de De la Fontaine, en el sentido en que son difíciles de entender los poemas de un Mallarmé, pongamos por caso; lo que quiero decir es que es difícil darse cuenta de la grandeza de un poeta que no habla de las penas o los gozos del amor o de la nostalgia por el paso del tiempo, sino que da voz a animalitos parlanchines o a ninfas y semidiosas. Y me apresuro a precisar: sí que habla del amor y del paso del tiempo, pero lo hace de una forma tan indirecta, tan distanciada, tan sutil, que exige del lector una atención muy especial y una revocación de los hábitos a los que nos tiene acostumbrados la poesía a partir del Romanticismo” (La literatura admirable, Pasado & Presente, 2018, p. 242).
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La temática de las fábulas procede de varias fuentes: de la mitología grecorromana, de la poesía medievalista italiana (Boccaccio, sobre todo) y de otras fuentes orientales (Persia e India). Yuxtapone la materia clásica a la voluntad lectiva, que al mismo tiempo dialoga con las intenciones de los moralistas franceses, pero adapta su narrativa al momento que viven los escritores que exploran la relación del individuo en el colectivo. Sus fábulas tienen humor e ironía a partir de un lenguaje, que si bien mantiene la tradición clásica, incluye diminutivos y dichos proscritos, que hacen que sus versos e historias sean muy populares.
La gran mayoría de su obra está centrada en las fábulas en verso, con la metáfora animal. En nuestra memoria siempre aparecerá alguna de sus fábulas o al menos una de sus frases inspiradoras de muchos dichos que por años han migrado de generación en generación. Recordemos algunas: “Por su obra se conoce al artesano”, “La mayor desgracia es merecer la desgracia”, “El trabajo es el único capital no sujeto a quiebras” o “De nada sirve el correr, lo que conviene es partir a tiempo”.
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Jean de la Fontaine (también escrito: Lafontaine) fue bautizado el 8 de julio de 1621 en Aisne, Francia. Su familia pertenecía a la burguesía acomodada. Su padre ejerció por muchos años el de maître des Eaux et Forets (maestro de aguas y bosques). Él heredó ese cargo después de un intento fallido de convertirse en abogado. Probablemente, debido a su trabajo tuvo que recorrer los bosques y los campos, lo que lo llevó a acercarse con especial interés a la naturaleza y a observar los animales. Su condición social le permitió una educación de calidad, ya que tuvo acceso a la literatura clásica e italiana medieval. Cuando murió su padre, en 1658, enfrentó muchos problemas económicos, porque era inconstante, perezoso y poco trabajador. Sin embargo, con sus escritos pronto encontró algunos mecenas dentro de la nobleza, dispuestos a aliviar sus necesidades económicas. Se casó en 1647 con una joven de 14 años, familiar de Racine (1639-1699), aunque se dice que tuvo relaciones con muchas mujeres y que su esposa fue infeliz. Enfermó de tuberculosis en 1692 y murió el 13 de abril de 1695 en París, luego de que sus obras fueran publicadas y ampliamente divulgadas.
Cierro con la fábula de El cuervo y el zorro, una de las más icónicas:
“Estaba un señor Cuervo posado en un árbol, y tenía en el pico un queso. Atraído por el tufillo, el señor Zorro le habló en estos o parecidos términos:
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-¡Buenos días, caballero Cuervo! ¡Gallardo y hermoso sois en verdad! Si el canto corresponde a la pluma, os digo que entre los huéspedes de este bosque sois vos el ave Fénix.
Al oír esto el Cuervo, no cabía en la piel de gozo, y para hacer alarde de su magnífica voz, abrió el pico, dejando caer la presa. Agarrola el Zorro, y le dijo:
-Aprended, señor mío, que el adulador vive siempre a costas del que le atiende: la lección es provechosa; bien vale un queso.
El Cuervo, avergonzado y mohíno, juró, aunque algo tarde, que no caería más en el garlito” (Edición Libro al viento, 2015, ilustrado por Olga Cuéllar, traducción de Teodoro Llorente, acceso digital, libre).