Joaquina (Cuentos de sábado en la tarde)
Todos los días, después de regresar de la escuela, la pequeña Angélica se asomaba a la ventana de su cuarto. Desde allí tenía la vista completamente despejada hacia el puente que unía el barrio El Paraíso con el suyo, La Cruz, y cuya panorámica quedaba justo al frente.
La Mamba
Con el brazo derecho recostado horizontalmente sobre el marco y el izquierdo sosteniendo el peso de su cabeza, Angélica se hundía en sus reflexiones. Pensaba que paradójicamente los barrios bautizados con nombres celestiales suelen ser un infierno, y este era el caso.
Desde su ventana, como un portal hacia el inframundo, era testigo de atracos, riñas entre vecinos, niños escondiéndose entre los ramajes con las narices empegotadas de sacol y hasta suicidios. No era extraño ver los cuerpos cayendo voluntariamente como muñecos de trapo desde ese puente largo y podrido, que con el solo pisar de una hormiga se estremecía como si una estampida de bisontes lo atravesara.
También veía a Joaquina. Ella era el motivo por el que corría a asomarse a la ventana después de la escuela. Joaquina la intrigaba, su figura gibada, su pellejo colgando, su pelo gris y trasquilado, sus ropajes desteñidos, su mirada siempre baja. Su soledad. ¿Era acaso una bruja? Se preguntaba. ¿Será prima de Nanny McPhee y busca la forma de salvarnos de podrirnos en nuestra propia miseria? ¿Quién es Joaquina? Sus preguntas no hallaban respuesta. Su nombre era todo lo que se sabía de ella, y que, además, era su vecina.
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Todos los días Joaquina salía de su casa a las cinco de la mañana. Vivía en un ranchito parado a punta de esterilla y tejas de zinc en el borde de una colina. Los vecinos se sorprendían de que viviera en un lugar que parecía que podría caerse con el soplido hasta de un infante. Salía siempre cargada con bolsas y luego llegaba a las dos de la tarde, de la misma manera. El bus la dejaba en el extremo norte del puente y ella lo cruzaba con la paciencia de quien carga un cuerpo viejo, castigado por los años, por las penas, por la vida.
Nunca hablaba por iniciativa propia. Saludaba a quien le diera el saludo primero, y entraba en su casa. Y así, todos los días, todos los años. Se crearon mitos en torno a ella, chismes, habladurías, cuentos, rumores. Decían que era malvada, que algo se traía, que algo escondía, que debía pedir limosna en el centro de la ciudad y guardaba una fortuna debajo del colchón, que era huraña, cascarrabias, que leía las cartas, que practicaba la magia negra, que practicaba la magia blanca, que era Dios disfrazado, que era una bruja que en las noches acechaba a los hombres.
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Angélica pensaba que con sus observaciones diarias podría algún día, con un poco de suerte, encontrar alguna pista que le ayudara a entender a tan misterioso personaje. Y así, con una paciencia de quien espera a un amor que se ha ido a la guerra, Angélica la veía bajarse del bus, cruzar el puente, tomar hacia la derecha para continuar la caminata de unos ocho metros y cuando llegara a la tienda de puertas y ventanas amarillas cruzar la calle – en este punto Angélica la perdía de vista por un par de minutos y la retomaba cuando empezaba a subir la colina- treinta minutos después pasaba por el frente de su casa hasta llegar a la suya, que estaba justo al lado.
Pasaron tres años desde entonces, Angélica acababa de cumplir los trece y con el tiempo fue perdiendo su alma de detective. Hasta que un día llegó a su casa y su madre estaba en un manojo de nervios.
―Ay mamita, cómo le parece. ¿Usted se acuerda que le venía diciendo que un olor horrible, pero horrible se sentía en el ambiente? Yo pensaba que era algún animal muerto o de pronto alguien que habían tirado por ahí, pero imagínese que era doña Joaquina. La viejita llevaba tres días muerta en ese ranchito… Y nunca supimos quién era o qué hacía. Ave María, Dios la tenga en su gloria.
A los pocos días, un anciano que decía ser su hermano reclamó el ranchito como suyo. Todos los días a la cinco de la mañana salía cargado de bolsas. Luego llegaba a las dos de la tarde de la misma manera: la figura gibada, el pellejo colgando, su pelo gris y trasquilado, sus ropajes desteñidos y su mirada siempre baja.
Con el brazo derecho recostado horizontalmente sobre el marco y el izquierdo sosteniendo el peso de su cabeza, Angélica se hundía en sus reflexiones. Pensaba que paradójicamente los barrios bautizados con nombres celestiales suelen ser un infierno, y este era el caso.
Desde su ventana, como un portal hacia el inframundo, era testigo de atracos, riñas entre vecinos, niños escondiéndose entre los ramajes con las narices empegotadas de sacol y hasta suicidios. No era extraño ver los cuerpos cayendo voluntariamente como muñecos de trapo desde ese puente largo y podrido, que con el solo pisar de una hormiga se estremecía como si una estampida de bisontes lo atravesara.
También veía a Joaquina. Ella era el motivo por el que corría a asomarse a la ventana después de la escuela. Joaquina la intrigaba, su figura gibada, su pellejo colgando, su pelo gris y trasquilado, sus ropajes desteñidos, su mirada siempre baja. Su soledad. ¿Era acaso una bruja? Se preguntaba. ¿Será prima de Nanny McPhee y busca la forma de salvarnos de podrirnos en nuestra propia miseria? ¿Quién es Joaquina? Sus preguntas no hallaban respuesta. Su nombre era todo lo que se sabía de ella, y que, además, era su vecina.
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Todos los días Joaquina salía de su casa a las cinco de la mañana. Vivía en un ranchito parado a punta de esterilla y tejas de zinc en el borde de una colina. Los vecinos se sorprendían de que viviera en un lugar que parecía que podría caerse con el soplido hasta de un infante. Salía siempre cargada con bolsas y luego llegaba a las dos de la tarde, de la misma manera. El bus la dejaba en el extremo norte del puente y ella lo cruzaba con la paciencia de quien carga un cuerpo viejo, castigado por los años, por las penas, por la vida.
Nunca hablaba por iniciativa propia. Saludaba a quien le diera el saludo primero, y entraba en su casa. Y así, todos los días, todos los años. Se crearon mitos en torno a ella, chismes, habladurías, cuentos, rumores. Decían que era malvada, que algo se traía, que algo escondía, que debía pedir limosna en el centro de la ciudad y guardaba una fortuna debajo del colchón, que era huraña, cascarrabias, que leía las cartas, que practicaba la magia negra, que practicaba la magia blanca, que era Dios disfrazado, que era una bruja que en las noches acechaba a los hombres.
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Angélica pensaba que con sus observaciones diarias podría algún día, con un poco de suerte, encontrar alguna pista que le ayudara a entender a tan misterioso personaje. Y así, con una paciencia de quien espera a un amor que se ha ido a la guerra, Angélica la veía bajarse del bus, cruzar el puente, tomar hacia la derecha para continuar la caminata de unos ocho metros y cuando llegara a la tienda de puertas y ventanas amarillas cruzar la calle – en este punto Angélica la perdía de vista por un par de minutos y la retomaba cuando empezaba a subir la colina- treinta minutos después pasaba por el frente de su casa hasta llegar a la suya, que estaba justo al lado.
Pasaron tres años desde entonces, Angélica acababa de cumplir los trece y con el tiempo fue perdiendo su alma de detective. Hasta que un día llegó a su casa y su madre estaba en un manojo de nervios.
―Ay mamita, cómo le parece. ¿Usted se acuerda que le venía diciendo que un olor horrible, pero horrible se sentía en el ambiente? Yo pensaba que era algún animal muerto o de pronto alguien que habían tirado por ahí, pero imagínese que era doña Joaquina. La viejita llevaba tres días muerta en ese ranchito… Y nunca supimos quién era o qué hacía. Ave María, Dios la tenga en su gloria.
A los pocos días, un anciano que decía ser su hermano reclamó el ranchito como suyo. Todos los días a la cinco de la mañana salía cargado de bolsas. Luego llegaba a las dos de la tarde de la misma manera: la figura gibada, el pellejo colgando, su pelo gris y trasquilado, sus ropajes desteñidos y su mirada siempre baja.