Johann Sebastian Bach, ahora en clave de novela
En el aniversario de la muerte del músico alemán, fragmento de “Dieciséis notas. La pasión oculta de Johann Sebastian Bach”, obra de ficción del escritor español Risto Mejide, que publica el sello editorial Grijalbo.
Risto Mejide * / Especial para El Espectador
Lo que el órgano de la Frauenkirche contó a Sebastian
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Lo que el órgano de la Frauenkirche contó a Sebastian
El clave estaba bien, pero a Sebastian le gustaba ensayar siempre sobre el órgano, no tanto para practicar las piezas, que ya se las conocía más que de memoria, sino para ver qué le decía cada uno, qué le explicaba. Acariciar sus teclas era preguntarle: «¿Cómo estáis?». Tirar de cada uno de sus registros era interesarse por su pasado. Y es que cada órgano era como cada uno de nosotros. Todos andamos por ahí deseando contar nuestra historia a quien esté dispuesto a escucharla. Y por eso no hay dos individuos iguales. Es imposible. Básicamente porque, como ocurría entonces con cada órgano, todo dependía de mil factores que poco o nada tenían que ver con la interpretación de cada cual. (Recomendamos: 200 años del Museo Nacional de Colombia).
Para empezar, toda la música se hacía para un lugar. Era el sitio el que determinaba la música, no al revés. Las iglesias no eran más que cajas de resonancia y, por eso, para el organista era fundamental conocer y anticipar cómo sonaría cualquier pieza en esa planta y con ese alzado. Años más tarde, invitarían a Sebastian al nuevo teatro de la Ópera en Berlín y sabría colocar, sin haber hecho ninguna comprobación previa, a dos personas en paredes opuestas que, susurrando contra la pared, pudieran oírse perfectamente entre ellas y sólo entre ellas.
La planta de la Frauenkirche de Dresde, barroca y de base cuadrangular, se había construido a partir de los planos de George Bähr, arquitecto oficial de la ciudad, sobre una iglesia medieval. Eso significaba dos cosas: la primera, que el lugar era una adaptación, de manera que no se había creado para incorporar un órgano, lo que implicaría limitaciones acústicas; y la segunda, que, conociéndolo, Bähr habría incluido las florituras justas para no interferir en la resonancia del órgano. Porque al final todas las notas rebotaban en los muros. Y si en éstos había demasiada ornamentación interior, el rebote de una nota celestial podía llegar a convertirse en un verdadero infierno.
Un órgano situado en un lugar que no estaba ni pensado ni preparado para él. Ahí Sebastian no pudo más que empatizar. Era como se había sentido toda su vida. Desde la muerte de sus padres, cuando él apenas contaba diez años, hasta ese preciso momento. Desde que tuvo que buscarse la vida de aquí para allá, siempre se sintió en el lugar incorrecto. Si alguien había sobrado siempre, era él.
A continuación, el emplazamiento del órgano era fundamental. Determinar dónde se colocaba dentro de la iglesia era una resolución mística más que arquitectónica. Se trataba de decidir desde dónde Dios iba a hablarte. Porque la música del órgano era la propia voz del Altísimo. Y no era lo mismo que estuviese frente a los feligreses que detrás de ellos. No era lo mismo notar el aliento del Creador detrás de ti que frente a ti, saliendo por detrás del oficiante y barrándote el paso. Lo primero era vigilancia. Lo segundo, impedimento. Lo primero, un Dios que te aconseja. Lo segundo, un Dios que te prohíbe. Lo primero, un Dios que te empuja, que te anima, que te da aliento. Lo segundo, un Dios que te entorpece, que te juzga, que te vigila.
Sebastian reparó en que el órgano estaba detrás del altar, delante del público. Vaya, le habría gustado más que se encontrara detrás de los feligreses; ese gesto de acompañamiento era, al fin y al cabo, la decisión más humilde. Le gustaba que su Dios todopoderoso fuese, después de todo, tan humilde, cercano y mundano como para no pretender intimidar. Como un compañero. Como un buen amigo. Alguien que sabes que siempre está, pero no se impone. El poder, el verdadero poder, no necesita demostrar que lo es.
Después estaba la altura a la que se ubicara el órgano. Cuanto más arriba se colocase, más imponente sonaría, pero, a la vez, cuanto más alejado del hombre estuviera, más se perdería la conexión con lo terrenal, con la gente que, a fin de cuentas, era la que había acudido a notar la presencia del Gran Jefe. En este caso era el primer piso, nada demasiado alejado, también porque el tamaño de la iglesia no daba para más.
Para terminar, la música, aparte de para un lugar, se hacía para un momento determinado. No era lo mismo interpretar la Pasión según cualquier apóstol en Cuaresma, un momento de dolor y recogimiento, que hacerlo en Navidad, cuando todo tenía que sonar exultante, brillante, optimista. Y también aquí había unos órganos más adecuados que otros para ciertos momentos. Igual que hay personas más adecuadas para contar un chiste y otras para hacernos llorar, hay gente que nos pone de los nervios y luego hay otra que nos transmite calma y paz.
Con los órganos ocurría lo mismo: pretender que un órgano interpretara lo que no era podría llevarte irremediablemente al fracaso. El órgano de la Frauenkirche de Dresde era bastante viejo, bastante antiguo. Necesitaba una renovación con urgencia, pensó Sebastian. Habría que llamar a Silbermann para que le echase un ojo. ¿Cómo lo sabía?, os preguntaréis, pues por dos factores que, de nuevo, afectan del mismo modo a cada uno de nosotros. El primero, que había perdido los graves. Cuando te parece que ya nada tiene tanta gravedad, eso es que te estás haciendo viejo. Y el segundo, que resultaba bastante anodino, ignorable por el resto del público. Al igual que ocurre con los ancianos, cada vez se le hacía menos caso.
* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial. Risto Mejide es un publicista, presentador de televisión y escritor. Es jurado de Got Talent España y presentador de Chester y Todo es mentira. Ha publicado varios libros de No Ficción. “Dieciséis notas” es su proyecto literario más importante.