John Locke, el filósofo que dividió los poderes del Estado
Tras 390 años del natalicio del empirista y padre del liberalismo clásico, revisamos sus principales ideas políticas y filosóficas.
Danelys Vega Cardozo
Una cabaña con techo de paja en Wrington, un pueblo de Somerset (Inglaterra), fue el lugar en donde nació un hombre al que más tarde le llamarían “el padre del liberalismo clásico”: John Locke. Aquel inglés que se interesó más por filósofos como René Descartes que por las asignaturas que cursaba en la Christ Church, institución perteneciente a la Universidad de Oxford. Ese mismo que de a poco se fue adentrando en el mundo de la filosofía experimental y la medicina, hasta el punto de que se tituló como médico en 1674. Y entonces empezó a hacerse cercano a Anthony Ashley Cooper, quien fue uno de los fundadores del partido Whig, ese que se opuso a la monarquía absoluta y abogó por la declaración de la “Carta de derechos”.
La influencia del pensamiento de Cooper se fue haciendo evidente en Locke, quien creyó que la soberanía debía estar en mano de la sociedad y no del rey. En 1689 publicó de forma anónima Dos tratados sobre el gobierno civil. De estas obras, quizá el segundo tratado fue el de mayor importancia, pues ahí propone la división de los poderes del Estado: legislativo, ejecutivo y federativo. Para el filósofo, el primero de ellos (el legislativo) era el más importante. Por lo tanto, debía ser elegido y nombrado por el pueblo, y se encargaría de escoger al poder ejecutivo y hacer las leyes. Más tarde, en 1748, Montesquieu tomaría las ideas de Locke y ya no hablaría de división sino de separación de poderes, los tres que actualmente son la base de eso que llamamos democracia representativa: legislativo, ejecutivo y judicial. Y se supone que con aquel cambio ningún poder debería primar por encima del otro… al menos esa era la intención.
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En aquellos dos tratados, John Locke también se refirió a la “teoría de la propiedad-trabajo”. Esa misma que considera como derechos naturales a los derechos de propiedad privada. Para el pensador, aunque la tierra por naturaleza no le pertenece a nadie, pasa a ser propiedad de la persona quien la trabaja, quien aplica su esfuerzo a ella. Creía que la protección de este derecho, al igual que la libertad y la vida, debería ser la función principal del Estado. Pero aquel pensamiento tenía una razón de ser: mantener el “contrato de sujeción”, un tipo de contrato social que los hombres deciden sostener y que da surgimiento a la sociedad política, aquella que se encarga de evitar el conflicto, que se produce tras una situación de injusticia.
Para él, aquellos tres derechos naturales —propiedad, vida y libertad — les otorga derecho a las personas para defenderlos y ejercer justicia. Sin embargo, decía que estos no eran absolutos, pues se encuentran limitados por los derechos de los demás hombres. Como diría Sartre, varios años después, “mi libertad se termina dónde empieza la de los demás”. Asimismo, el Estado, como su razón de ser reposa en su función protectora de los derechos naturales, permite la conservación de las libertades de los ciudadanos. Locke creía que, si en algún momento el monarca amenaza o incumple su promesa de protección, el pueblo tiene derecho a rebelarse.
Le invitamos a leer: La “libertad ilimitada” de Jean-Paul Sartre
Este pensador también buscó distanciarse de la razón como la fuente del conocimiento, dándole valor a la experiencia. Incluso criticó a Descartes, quien consideraba la razón como un conocimiento innato e invariable entre los hombres. “La razón es una y la misma por diversos que sean los asuntos a los que se aplique, y no recibe más cambios por ello que los que imprime a la luz del sol la diversidad de objetos que ilumina”, afirmaba Descartes. Mientras tanto, John Locke decía que “ningún conocimiento humano puede ir más allá de su experiencia”.
Una cabaña con techo de paja en Wrington, un pueblo de Somerset (Inglaterra), fue el lugar en donde nació un hombre al que más tarde le llamarían “el padre del liberalismo clásico”: John Locke. Aquel inglés que se interesó más por filósofos como René Descartes que por las asignaturas que cursaba en la Christ Church, institución perteneciente a la Universidad de Oxford. Ese mismo que de a poco se fue adentrando en el mundo de la filosofía experimental y la medicina, hasta el punto de que se tituló como médico en 1674. Y entonces empezó a hacerse cercano a Anthony Ashley Cooper, quien fue uno de los fundadores del partido Whig, ese que se opuso a la monarquía absoluta y abogó por la declaración de la “Carta de derechos”.
La influencia del pensamiento de Cooper se fue haciendo evidente en Locke, quien creyó que la soberanía debía estar en mano de la sociedad y no del rey. En 1689 publicó de forma anónima Dos tratados sobre el gobierno civil. De estas obras, quizá el segundo tratado fue el de mayor importancia, pues ahí propone la división de los poderes del Estado: legislativo, ejecutivo y federativo. Para el filósofo, el primero de ellos (el legislativo) era el más importante. Por lo tanto, debía ser elegido y nombrado por el pueblo, y se encargaría de escoger al poder ejecutivo y hacer las leyes. Más tarde, en 1748, Montesquieu tomaría las ideas de Locke y ya no hablaría de división sino de separación de poderes, los tres que actualmente son la base de eso que llamamos democracia representativa: legislativo, ejecutivo y judicial. Y se supone que con aquel cambio ningún poder debería primar por encima del otro… al menos esa era la intención.
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En aquellos dos tratados, John Locke también se refirió a la “teoría de la propiedad-trabajo”. Esa misma que considera como derechos naturales a los derechos de propiedad privada. Para el pensador, aunque la tierra por naturaleza no le pertenece a nadie, pasa a ser propiedad de la persona quien la trabaja, quien aplica su esfuerzo a ella. Creía que la protección de este derecho, al igual que la libertad y la vida, debería ser la función principal del Estado. Pero aquel pensamiento tenía una razón de ser: mantener el “contrato de sujeción”, un tipo de contrato social que los hombres deciden sostener y que da surgimiento a la sociedad política, aquella que se encarga de evitar el conflicto, que se produce tras una situación de injusticia.
Para él, aquellos tres derechos naturales —propiedad, vida y libertad — les otorga derecho a las personas para defenderlos y ejercer justicia. Sin embargo, decía que estos no eran absolutos, pues se encuentran limitados por los derechos de los demás hombres. Como diría Sartre, varios años después, “mi libertad se termina dónde empieza la de los demás”. Asimismo, el Estado, como su razón de ser reposa en su función protectora de los derechos naturales, permite la conservación de las libertades de los ciudadanos. Locke creía que, si en algún momento el monarca amenaza o incumple su promesa de protección, el pueblo tiene derecho a rebelarse.
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Este pensador también buscó distanciarse de la razón como la fuente del conocimiento, dándole valor a la experiencia. Incluso criticó a Descartes, quien consideraba la razón como un conocimiento innato e invariable entre los hombres. “La razón es una y la misma por diversos que sean los asuntos a los que se aplique, y no recibe más cambios por ello que los que imprime a la luz del sol la diversidad de objetos que ilumina”, afirmaba Descartes. Mientras tanto, John Locke decía que “ningún conocimiento humano puede ir más allá de su experiencia”.