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El alma de un editor de periódico se percibe en su escritorio, pero se descubre en su biblioteca. La de Jorge Cardona Alzate, editor general de El Espectador, es como él: pequeña, sin pretensiones, austera y, lo más importante, los estantes de metal y madera están abarrotados de libros desgastados por el uso. La tiene catalogada en su mente: en dos anaqueles están sus clásicos literarios, en otros tres su visión de la historia de Colombia por épocas, “desde el descubrimiento hasta nuestros días”, y en uno más los textos de filosofía. El resto, montones de documentos y recortes, son archivos de periodismo. (Recomendamos: Editorial de El Espectador sobre la jubilación del editor Jorge Cardona).
Si le piden escoger una obra de ficción para empezar un diálogo, va primero por el Retrato del artista adolescente, de James Joyce, un reto para cualquier lector. A él le gusta “más que el Ulises”. Se lo compró a un librero del parque Santander, de Bogotá, en una de sus caminatas por mercados de pulgas, “el almacén agáchese”, dice. Leerlo le reveló hasta dónde puede llegar la ambición de un escritor al experimentar con las palabras. En librerías tradicionales, como Merlín, también conocen a “Jorgito”. Su último hallazgo fueron Las moradas filosofales, de Fulcanelli, en un Cambalache Literario de los que convoca El Espectador. Lo emociona porque refleja parte de la historia del pensamiento europeo, desde las cábalas, el esoterismo y la alquimia hasta el misterio de las catedrales. Su teoría es “los libros lo buscan a uno”, no al revés, aunque hay que estar con el espíritu y el ojo prestos al encuentro. Le pasó en la adolescencia con Demian de Herman Hesse. No sabía qué era la vida ni para dónde lo llevaba, y ese “libro maravilloso”, que leyó por cuenta propia, “me abrió el camino”. (Más: Discurso de Jorge Cardona por el Premio Simón Bolívar a vida y obra).
El siguiente al que le agradece la compañía es La montaña mágica, de Thomas Mann. “Una fantasía” al compararla con las lecturas obligatorias del colegio Santo Tomás: El Quijote, Mariano Azuela, Fernando Soto Aparicio. Sobre cada autor tiene un punto de vista crítico. Jorge llevaba una doble vida educativa: por un lado, la formación conservadora de su familia oriunda de Manizales, que siempre pensó en él como abogado o economista, y por otro, el hombre espiritual que le otorga un lugar a Jesucristo en su vida, pero el Cristo revolucionario. Desde el kínder oyó hablar de santo Tomás, se sabe su vida y obra de memoria. Si le dan confianza, da cátedra de escolástica y suma teológica. “Soy tomista hasta el tuétano”, admite.
Recibió clases de arte y luego dictó la materia en colegios mientras estudiaba economía. La familia creyó haberlo perdido cuando, buscándose a sí mismo y buscándole sentido a la vida, terminó de alumno en la Asociación Mundial Hastinapura. La prueba: libros de ocho años de filosofía oriental, resistencia pasiva, no violencia. Se hizo discípulo de Gandhi y sus gafas lo certifican. También de Gabriel García Márquez y de Alejo Carpentier. Era un lector voraz con necesidad de escribir cada vez mejor y en ese cometido le ayudó desde 1983 uno de sus maestros: Isaías Peña, “el entonces mecenas de la literatura en Bogotá”. Tenía una columna en El Espectador. Jorge le escribió y terminó en el taller de escritores que hoy es pregrado y posgrado en la Universidad Central.
Junto a Isaías crearon una tertulia llamada Centro Alejo Carpentier. “Durante 20 años, sin falta y de casa en casa, nos reuníamos una vez al mes a comentar la obra completa del autor de El reino de este mundo, alternando con ciclos de literatura colombiana y textos propios”, que en el caso de Jorge permanecen como borradores a la espera de que el editor de periódico se jubile y de que un editor de ficción encuentre al cuentista y novelista. El profe vive dichoso porque su alumno recibió, para citar uno de los galardones recibidos, el Reconocimiento Clemente Manuel Zabala en el Festival García Márquez de 2016. Zabala fue el editor que le enseñó a Gabo el periodismo —en el diario El Universal de Cartagena, lápiz rojo en mano—, el género literario que no dominaba. “Los editores son unas hormigas y nunca se les reconoce el trabajo”, se queja Peña.
A fines de los 80, el papá de Jorge lo recomendó con un amigo en Caracol Radio. Descubrió el mundo del periodismo en el noticiero Alerta Bogotá, escribió notas literarias para el periódico La Tierra, de Tunja, y de ahí dio el soñado salto a El Espectador. Conserva enmarcada la primera página de la primera edición y todos los días aspira a ser digno del legado de la familia Cano. Los Cardona Alzate sólo respiraron tranquilos a mediados de los 90, cuando el díscolo terminó graduándose en filosofía y letras de la Santoto, después de negarse a terminar economía.
Su tesis fue un ensayo sobre Joyce y el Retrato del artista adolescente. Podría sacar todos los libros de las repisas, uno a uno, por entre sobrios velones blancos, y cada cual es una historia subrayada con esfero o resaltador, frases que el editor no quiere que se le escapen. Al final de la mayoría hay anotaciones de las impresiones que le dejó.
En vacaciones relee a Carpentier, en especial La consagración de la primavera, para reivindicar el espíritu rebelde, con un protagonista llamado Enrique, segundo nombre de Jorge, que huye de la dictadura cubana y encuentra refugio en el arte y en Vera, la bailarina —como Jorge con Claudia—, y El siglo de las luces, para iluminar el pensamiento. Borges, Lorca, Neruda y Cernuda los repasa para fortalecer el corazón y la mirada.
Jorge abrió su apartado de historia hace 20 años, cuando terminó de leer “la última gran novela”, La muerte de Virgilio, de Hermann Broch, y pensó: “Es imposible que un ser humano supere esta capacidad poética y de construcción narrativa”. Decidió no comprar más textos de ficción y se concentró en su otra debilidad, la historia universal desde los primeros libros de la Antigüedad, de la India, la antigua Grecia, Italia, Alemania, Francia, hasta pasar a Norte y Centro América, para terminar comprendiendo mejor nuestra Patria Boba, la Expedición Botánica, el movimiento de los Comuneros, la vida de Bolívar, de Santander y del personaje que le pregunten “guerra por guerra, constitución por constitución”. Llaman la atención decenas de expedientes judiciales que repasa de vez en cuando: el Palacio de Justicia, los magnicidios de Guillermo Cano, Luis Carlos Galán, Rodrigo Lara, etc., etc. Por eso no hace vida social. Incluso cuando saca a pasear a su labrador se lleva un libro, “señor y perro”, como en la novela de Thomas Mann.
Aquí también está expuesto el Cardona mundano, el que se desconecta para ver fútbol por televisión o ir al estadio a ver a su Millos, del que sabe todo en todas las épocas y por eso frente a los lomos de sus autores preferidos están las fotos de los mejores equipos albiazules. Le interesa tanto como fenómeno social y cultural que no descarta escribir un libro en el que se cruce la historia de este deporte con la historia política de Colombia, una lección que sólo él puede dar. Una vez vino un grupo de británicos de la Fundación Open Society, preguntaron quién, que no fuera historiador pero sí riguroso y ameno, les podía dar un paseo por el centro de Bogotá contándoles la historia de Colombia. Jorge los hizo llorar frente al Palacio de Justicia, como conmueve alumnos de periodismo enseñándoles historia política desde hace 25 años.
Más que una biblioteca, para el editor de El Espectador este es su templo, “un lugar de reconciliación personal y con la familia”, donde recarga energías para volver al periódico a primera hora, de lunes a viernes, a revisar noticias de última hora, periódicos del día y de hace 50 o cien años, así como uno o dos expedientes que cada semana le entregan los reporteros. Sobre el escritorio tiene libros de los tratados de paz en distintos países, una antología de cuentos latinoamericanos y las meditaciones diarias del Bhagavad-Gita, inspiradas en la sabiduría de los Himalayas.
Al lado están las estampitas a color de todos los presidentes de Colombia, con las que ha enseñado desde hace un cuarto de siglo en la Universidad Javeriana. Fotos de su esposa y sus tres hijos, de Millos, de Salvador Allende con casco antes de morir en el Palacio de la Moneda en Chile, un Espectador de noviembre de 1985 con el titular “Holocausto en la Justicia”, un retrato de Kafka, la consigna “No es hora de callar”. Su libro Días de memoria, un volumen de El Espectador de 1986, porque trabaja en un homenaje de cien días a don Guillermo Cano, el director asesinado hace 30 años por orden del narcotraficante Pablo Escobar. Un arrume de 40 cuadernitos cuadriculados, de 50 hojas, doblados por la mitad con las hojas hacia el centro, con apuntes fechados día por día sobre lo que pasa en el país y lo que pasa por su mente.
El tenderete es el reflejo de lo que yo llamo el disco duro de un editor, resultado de una vida dedicada a leer y escribir, releer y reescribir, de una mente humanista abierta a todas las formas de cultura. Incluso en la era digital, cuando en los medios de comunicación se habla de la extinción de los editores a cambio de investigadores del algoritmos, productores de realidad aumentada, desarrolladores de bots, diseñadores de vivencias automatizadas, sólo alguien con esa experiencia, esa autoridad y ese don de gentes podía guiar el diario más antiguo de Colombia, el de la tradición narrativa de Eduardo Zalamea Borda y Gabriel García Márquez, que cumple 135 años en 2022.
* Editor dominical de El Espectador.