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Jorge Luis Borges, el escritor nacido en Buenos Aires el 24 de agosto de 1899, es reconocido como una de las figuras claves de la literatura hispana y universal. Sus obras más conocidas, “Ficciones” y “El Aleph”, dan cuenta de la forma en la que Borges conectaba sus cuentos a través de temas comunes, mientras exploraba ideas filosóficas con la eternidad, la memoria y más.
Con su familia viajó extensamente por Europa y estudió durante cuatro años en Suiza. Cuando regresó a Argentina, en 1921, comenzó a publicar sus poemas y ensayos en revistas literarias, mientras trabajaba como bibliotecario, profesor y conferencista. En 1955 fue nombrado director de la Biblioteca Nacional de la República de Argentina y para 1960 su trabajo estaba siendo traducido y publicado en Estados Unidos y Europa. Recibió varios galardones, entre ellos el Premio Formentor, junto a Samuel Beckett en 1961, y varias veces se creyó que llegaría a recibir el Nobel, pero nunca sucedió.
Borges falleció en Ginebra el 14 de junio de 1986 y a esta ciudad suiza dedicó su último libro, “Los conjurados”. Murió fuera del lugar que lo vio crecer y hacerse escritor, porque no quería que su cáncer y enfisema pulmonar fueran un acontecimiento que se convirtiera en un “gran circo nacional”. No le gustaba la idea de que su muerte fuera una noticia de primera plana. Así que decidió viajar con su esposa, María Kodama, y anunciaron que no volverían a la que fue su casa por muchos años, aunque el escritor tuvo dos patrias a su espalda: Argentina y Suiza, en esta última nación pasó parte de su niñez y la llamó su segunda patria.
Su cuerpo fue enterrado en el cementerio de los reyes, en Ginebra. Su lápida tiene hay frases de sus obras, pero también una que se cree que es una dedicatoria de su esposa. La lápida, de piedra blanca, fue diseñada por el escultor argentino Eduardo Longato.
A continuación, algunos poemas de Jorge Luis Borges, para recordarlo en el día de su muerte:
Arte poética
Mirar el río hecho de tiempo y agua
y recordar que el tiempo es otro río,
saber que nos perdemos como el río
y que los rostros pasan como el agua.
Sentir que la vigilia es otro sueño
que sueña no soñar y que la muerte
que teme nuestra carne es esa muerte
de cada noche, que se llama sueño.
Ver en el día o en el año un símbolo
de los días del hombre y de sus años,
convertir el ultraje de los años
en una música, un rumor y un símbolo,
ver en la muerte el sueño, en el ocaso
un triste oro, tal es la poesía
que es inmortal y pobre. La poesía
vuelve como la aurora y el ocaso.
A veces en las tardes una caranos mira desde el fondo de un espejo;
el arte debe ser como ese espejo
que nos revela nuestra propia cara.
Cuentan que Ulises, harto de prodigios,
lloró de amor al divisar su Itaca
verde y humilde. El arte es esa Itaca
de verde eternidad, no de prodigios.
También es como el río interminable
que pasa y queda y es cristal de un mismo
Heráclito inconstante, que es el mismo
y es otro, como el río interminable.
Ausencia
Habré de levantar la vasta vida
que aún ahora es tu espejo:
cada mañana habré de reconstruirla.
Desde que te alejaste,
cuántos lugares se han tornado vanos
y sin sentido, igual
esa luces en el día.
Tardes que fueron nicho de tu imagen,
músicas en que siempre me aguardabas,
palabras de aquel tiempo,
yo tendré que quebrarlas con mis manos.
¿En qué hondonada esconderé mi alma
para que no vea tu ausencia
que como un sol terrible, sin ocaso,
brilla definitiva y despiadada?
Tu ausencia me rodeac
omo la cuerda a la garganta,
el mar al que se hunde.
El amenazado
Es el amor. Tendré que cultarme o que huir.
Crecen los muros de su cárcel, como en un sueño atroz.
La hermosa máscara ha cambiado, pero como siempre es la única.
¿De qué me servirán mis talismanes: el ejercicio de las letras,
la vaga erudición, el aprendizaje de las palabras que usó el áspero Norte para cantar sus mares y sus espadas,
la serena amistad, las galerías de la biblioteca, las cosas comunes,
los hábitos, el joven amor de mi madre, la sombra militar de mis muertos, la noche intemporal, el sabor del sueño?
Estar contigo o no estar contigo es la medida de mi tiempo.
Ya el cántaro se quiebra sobre la fuente, ya el hombre se
levanta a la voz del ave, ya se han oscurecido los que miran por las ventanas, pero la sombra no ha traído la paz.
Es, ya lo sé, el amor: la ansiedad y el alivio de oír tu voz, la espera y la memoria, el horror de vivir en lo sucesivo.
Es el amor con sus mitologías, con sus pequeñas magias inútiles.
Hay una esquina por la que no me atrevo a pasar.
Ya los ejércitos me cercan, las hordas.(Esta habitación es irreal; ella no la ha visto.)
El nombre de una mujer me delata.
Me duele una mujer en todo el cuerpo.
Ajedrez
I
En su grave rincón, los jugadores
rigen las lentas piezas. El tablero
los demora hasta el alba en su severo
ámbito en que se odian dos colores.
Adentro irradian mágicos rigores
las formas: torre homérica, ligero
caballo, armada reina, rey postrero,
oblicuo alfil y peones agresores.
Cuando los jugadores se hayan ido,
cuando el tiempo los haya consumido,
ciertamente no habrá cesado el rito.
En el Oriente se encendió esta guerra
cuyo anfiteatro es hoy toda la Tierra.
Como el otro, este juego es infinito.
II
Tenue rey, sesgo alfil, encarnizada
reina, torre directa y peón ladino
sobre lo negro y blanco del camino
buscan y libran su batalla armada.
No saben que la mano señalada
del jugador gobierna su destino,
no saben que un rigor adamantino
sujeta su albedrío y su jornada.
También el jugador es prisionero
(la sentencia es de Omar) de otro tablero
de negras noches y de blancos días.
Dios mueve al jugador, y este, la pieza.
¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza
de polvo y tiempo y sueño y agonía?