José Luis Perales está vivo y no solo canta, sino que escribe novelas como esta
Fragmento de “Al otro lado del mundo”, uno de los libros de ficción del cantautor español en el que recrea su papel de abuelo. En librerías colombianas bajo el sello Plaza & Janés.
José Luis Perales * / Especial para El Espectador
El abuelo y el niño
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El abuelo y el niño
Abuelo, ¿qué es eso que tienes en la espalda? —preguntó el niño mientras José Pedraza, su abuelo, se disponía a tomar un baño en el río aquel día del mes de julio en el que la temperatura en Vallehondo rozaba los cuarenta grados centígrados.
Marcelo, su nieto, tomado de su mano, después de sentir la primera caricia del agua sorteaba con sus pies descalzos, en aquella corriente transparente, los cantos rodados del fondo pulidos durante siglos por el roce del agua y brillantes, mientras algunos peces tales como barbos, tencas, truchas moteadas y bancos de pececillos pequeños cruzaban la corriente a tal velocidad que para el niño resultaba imposible atraparlos. (Recomendamos: El video en el que José Luis Perales desmintió su muerte).
—A esos los llamamos «cabezotas» —dijo el abuelo refiriéndose a esos pececillos que cruzaban entre sus piernas ignorando su presencia—. Cuando yo era pequeño, casi como tú, los chicos del pueblo bajábamos a pescarlos en un arroyo suficientemente caudaloso como para mover las piedras redondas de un molino de trigo, adonde los labradores bajaban después de haber terminado las labores del campo con sus mulas cargadas de grano, y subían de vuelta al pueblo con la harina molida con la que amasar el pan. Ya, ya sé que es un poco difícil de entender —dijo el abuelo—. El caso es que en ese arroyo pescábamos esos cabezotas que ahora ves burlándose de nosotros con sus idas y venidas por la corriente, seguros de que no podremos atraparlos. Un día iremos a ese molino. Queda muy cerca de aquí, y te enseñaré cómo funcionaba y cómo pescar a esos granujas.
Mientras hablaba, José Pedraza no soltaba de la mano a su nieto y, evitando la corriente más profunda del río, decidió llegar hasta donde el agua solo podía cubrirles el pecho una vez tendidos sobre las piedras, para después completar el baño dándose la vuelta y seguirle contando el método usado para la pesca de esos minúsculos peces, que tanto ardía en deseos de conocer, casi tanto como el motivo de aquella cicatriz que el abuelo ahora lucía con toda claridad al darse la vuelta de espaldas, frente al sol.
—Bueno, para acabar con el cuento de los cabezotas, el método que usábamos entonces era simplemente situarnos en la zona más estrecha del arroyo que alimentaba de agua el molino, y colocar una red cubriendo el espacio por donde pasaba el agua. Entonces, los pececillos quedaban atrapados sin remedio y sin el más mínimo esfuerzo por nuestra parte. Una vez llena la nasa...
—¿Qué es la nasa, abuelo?
—Pues es una cesta de boca estrecha de mimbre o red, donde los pescadores guardan los peces que van pescando.
—Vale —dijo Marcelo—. Y después de pescarlos ¿qué hacíais con ellos?
—Pues volvíamos al pueblo con la satisfacción de habernos ganado la comida, mientras el molinero se quedaba maldiciéndonos y blasfemando a voz en grito cuando nos veía huir, sabiendo que le habíamos robado su comida. Aquel hombre tenía muy malas pulgas, se enfadaba por cualquier cosa, aunque a veces llevaba razón, sobre todo cuando el agua que debería llegar al molino era escasa y no tenía suficiente fuerza como para mover las piedras de moler el grano, porque los dueños de los huertos situados en ambas orillas del caz...
—¿El caz? —preguntó Marcelo—, ¿y eso qué es, abuelo?
—Es el canal por donde transcurría el agua utilizada para mover las piedras del molino, y que los hortelanos desviaban para regar sus huertos. Como te decía, cuando el molinero iba siguiendo el trazado del caz, en busca de los hortelanos que habían robado el agua al molino, descubría que los huertos ya estaban regados, y el agua estaba de nuevo dirigida al molino ya que los hortelanos, sabiendo del mal genio del molinero, y para evitar discusiones violentas, habían desaparecido como alma que lleva el diablo camino del pueblo, como si nada hubiera pasado. Después de un largo camino por un campo solitario y con el calor sofocante del verano a esas horas próximas al mediodía, solo se escuchaban, junto con el canto moribundo de las cigarras, los gritos del molinero maldiciendo a los cuatro vientos a la madre que parió a los que le habían robado el agua.
—Abuelo... ¿y esa palabrota?
—Ya, ya lo sé —contestó el abuelo—, pero es lo que decía el molinero, ya que el agua tardaría horas en volver a mover las ruedas de su molino que molían el trigo de los campesinos, que haciendo cola en la puerta esperaban ser atendidos, con sus mulas cargadas de grano, bajo la sombra de los tamarindos que crecían al borde del caz. ¿No te parece que el pobre molinero tenía suficientes motivos para el enfado?
—Sí —dijo Marcelo sin estar muy convencido.
El sonido del cascabel en la caña de pescar, situada a unos cuantos pasos del lugar en donde tomaban el baño, anunciaba que algún pez había mordido el anzuelo y doblaba la caña hasta tocar la orilla del río. Entonces, José Pedraza y su nieto salieron del agua bailando inseguros sobre los cantos rodados del río, hasta llegar al lugar donde la caña estaba a punto de ser arrancada del suelo debido a la fuerza de un pez, uno que desde la orilla veían debatirse corriente arriba corriente abajo enganchado en el anzuelo tratando de liberarse, cosa que no conseguiría, ya que, José Pedraza, a pesar de sus más de setenta años, aún conservaba fuerzas para sacar aquel «lucio» grande «como una ballena», según el niño, y de un peso aproximado de diez kilos, según el abuelo. Una vez liberado del anzuelo, lo ataron con una cuerda a unos juncos en la orilla, acotando su libertad a unos metros de espacio, para que pudiera nadar y permanecer vivo hasta el momento de regresar al pueblo.
El pequeño Toyota, bajo la sombra de un álamo, esperaba que el abuelo decidiera regresar al pueblo, pero aún quedaba día, y ahora era el momento de almorzar. Sacó del maletero del coche una bolsa con la comida, una botella de agua para el niño y una de vino tinto de escasa calidad, de su propia cosecha, para él. De postre, unas mandarinas para Marcelo y para él, un tomate «Rosa» de los que cultivaba en su huerto, motivo de orgullo ante la gente del pueblo, ya que nadie había cosechado nunca nada más hermoso que aquellos tomates.
Una vez terminaron de comer, era el momento de dormir una pequeña siesta a la sombra de los tamarindos que crecían junto al río, y esperando que los despertara el cascabel de la caña, síntoma inequívoco de que algún pez había picado de nuevo el anzuelo. Muy pronto, el silencio quedó roto con el primer ronquido del abuelo, uno de los muchos que emitiría después. Algunos gorriones, resguardados del calor entre las ramas de los árboles cercanos, salieron en estampida confundiendo aquellos ronquidos con los truenos de una de esas tormentas de verano que sin esperarlas irrumpían sobre los campos y los pequeños pueblos de la comarca de Vallehondo. Marcelo, arrullado por el compás monocorde de los ronquidos, y el rumor del agua en la orilla del río donde se habían instalado para hacer su siesta, terminó por dormirse.
De pronto, despertaron sobresaltados por los ladridos de unos perros y la voz aguda de un pastor gritando «riiita, riiita» al tiempo que dirigía su rebaño al río para que calmaran su sed, justo en esa orilla en donde José Pedraza y su nieto tenían puestas sus cañas de pescar.
—¡Fuera! ¡Fuera de aquí! —gritó el abuelo, mientras el pastor, impávido, obviando los gritos de aquel hombre, animaba a los perros a cumplir su misión de dirigir a las ovejas hasta su abrevadero.
A continuación, en un ataque de rabia, el abuelo aún soñoliento, se fue hacia el pequeño Toyota y se puso a tocar el claxon sin descanso, mientras las ovejas, despavoridas y sin rumbo, desaparecían de aquel lugar. El pequeño Marcelo, orgulloso del abuelo, aplaudía su triunfo frente al pastor, que, vencido y pronunciando entre dientes algunos exabruptos, abandonaba aquella orilla del río en busca de otro lugar donde abrevar su rebaño.
La tarde declinaba. El sol empezaba a dibujar sombras alargadas de los árboles en la orilla y ya era hora de volver. Recogieron las cañas de pescar, sin la más mínima actividad desde la llegada de las ovejas, y el lucio, tan vivo como si estuviera libre, fue sacado del agua y guardado en la nasa. Entonces comprendieron que, de caber en espacio tan limitado, ni el pez era tan grande como una ballena, tal como opinaba el niño, ni pesaba más de diez kilos, como apostaba el abuelo. Pero sí era cierto que tanto el abuelo como el niño habían pasado un hermoso día de pesca.
—Por cierto, abuelo, no me contestaste esta mañana a la pregunta que te hice mientras nos íbamos a bañar —comentó Marcelo.
—¿Qué pregunta? —dijo el abuelo.
—Eso que tienes en la espalda... ¿qué es?
—Bueno, este será un secreto que debemos guardar entre tú y yo —dijo José, y guardó silencio pensando cómo evitar contarle la verdad de aquella operación, cuyos detalles omitiría para no herir la sensibilidad de su nieto—. Pues verás —prosiguió por fin el abuelo mientras el niño, con los ojos abiertos como platos, esperaba su respuesta después de la espera, durante la cual el abuelo intentó improvisar un guion suficientemente creíble, y con un punto de emoción, que despertara la imaginación del niño que, acomodado en el asiento trasero del Toyota, estaba más que dispuesto a escuchar—. Como tú sabes, en ocasiones he viajado por cuestiones de trabajo a muchos países de América. En uno de esos viajes, me tomé un tiempo libre para visitar un lugar en el que, según me habían contado, existía un poblado indígena cuyos habitantes, indios, conservaban sus costumbres aprendidas de sus antepasados, alimentándose de la caza de ñandúes, una especie de avestruz; allí los hombres andaban desnudos, bueno, más bien andaban con taparrabos.
—Claro —dijo el niño con una sonrisa pícara.
—Claro —dijo el abuelo sin entrar en detalles.
—¿Y las mujeres?, ¿también iban desnudas? —preguntó el niño, entrando en un terreno pantanoso.
—Bueno, supongo que sí —contestó José Pedraza—, pero yo no las vi.
—Ya, ya —repuso Marcelo, provocando la sonrisa cómplice de su abuelo—. Pero eso no tiene nada que ver con lo de mi espalda. ¿No querías saber qué era eso?
—Sí, abuelo, sí —contestó Marcelo.
—Pues lo que tengo en la espalda es la herida de una flecha.
—Venga, abuelo, que ya tengo siete años —protestó incrédulo el nieto.
—Como ya te he dicho, esos indios se alimentaban de los animales que cazaban usando flechas. Yo, que tenía curiosidad por conocer aquella civilización, me acerqué demasiado al poblado en donde vivían sus habitantes, y mientras cazaban un ñandú, que proliferaban por aquel territorio y cuya carne era su alimento habitual, una de sus flechas hizo blanco en mi espalda y esta es la cicatriz que me quedó.
* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial.