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Lleva anteojos. Su cabeza casi calva esconde sus canas, pero su bigote las delata. Detrás de él hay una montaña de libros esparcida en estantes. “Uf, madre mía, le doy vuelta a la máquina”, dice José Sanchis Sinisterra mientras que con sus manos simula retroceder en el tiempo. Regresa a su infancia, a los diez años, a esa edad en la que tomó una determinación que conduciría el resto de sus días: ser escritor.
Quizá su vida sería otra si no se hubiera cruzado en su camino aquel profesor de francés que los sábados cambiaba la explicación de verbos irregulares por la lectura de novelas de aventura. Pero eso jamás lo sabrá. Lo que sí sucedió es que uno de los tantos sábados, luego de una de esas clases, al llegar a su casa agarró su cuaderno de geografía, le arrancó algunas páginas y construyó una obra: una novela del oeste americano. Desde ese momento no ha parado de escribir y será así hasta su “último aliento”.
Con los años no se convirtió en novelista sino en dramaturgo. Pero siempre ha tenido “envidia de la novela”, de la libertad que la caracteriza. Así que buscó y halló un consuelo: contaminar el teatro con aquella libertad. La primera muestra de eso ocurrió después de 1977, tras fundar el Teatro Fronterizo, en Barcelona. La fuente de inspiración de sus primeros montajes fueron obras narrativas. Fue así como llevó a las tablas la Epopeya de Gilgamesh, considerada “la más famosa creación literaria de la antigua Babilonia”, como aseguró alguna vez el poeta y traductor Agustí Bartra. Luego, el turno fue para Ulises (James Joyce), Moby Dick (Herman Melville) y El desaparecido (Frank Kafka), entre otras novelas.
Pero hubo un tiempo en que José Sanchis ignoraba qué era eso del teatro. La historia cambió a sus 14 años. Estudiaba en el Liceo Francés de Valencia (España) y un día el jefe de estudios preguntó por voluntarios para el teatro del colegio. Él se apuntó. A los 16 ya había dirigido su primera obra. Entonces sucedió lo mismo que con la escritura: nunca más abandonó el teatro ni la dirección.
— Supongo que no me gusta el mundo como está. Yo vivía de mi trabajo como profesor de literatura y el teatro era el campo de la libertad, donde podía, primero, inventar universos para entender el mundo, para tratar de jugar con las marionetas humanas y, luego, para imaginar alternativas o zonas de la realidad que no tienen mucha visibilidad en el teatro.
— ¿Cómo es eso de que el teatro le ayudó a comprender el mundo?
— ¿Tú crees que de verdad el mundo se pueda comprender?
— No, pero al menos uno lo intenta…
— Sí… Quiero creer que el teatro me ha dado una visión menos occidental, racionalista y esquemática.
Por eso trata de conciliar tres territorios a través de sus obras: humor, poesía y delirio. Para él, “tienen una raíz o destino común: sacarnos de lo racional”. Su última creación publicada, Correr tras un ciervo herido, es un ejemplo de aquello, aunque cree que se le ha ido la mano con la ruptura de parámetros lógicos. No la ha dado a leer a más de ocho o diez personas muy próximas; a ellos les entusiasma. “Es que tienen compasión del pobre viejecito”. A pesar de que no ha decidido qué hacer con la obra, si regalarles algunos ejemplares a amigos, sabe que hay un destino que no conocerá: llevársela a algún director o productor de teatro. “Nunca lo he hecho así y menos lo haré con esta obra”.
Últimamente, ha abandonado a su versión de los años 70: al dramaturgo que escribía piezas con denuncias políticas muy explícitas. No considera que fueran panfletos, “pero sí que había mucha predicación”.
— ¿A qué se debe el cambio?
— Para que sea el espectador el que tome partido. Bueno, eso es lo que yo creo. Otra persona lee mis obras y me dice que esto es un sermón de izquierdas, pero trato de evitarlo porque creo que el teatro es bueno que problematice al espectador, que no lo confirme en sus creencias y convicciones, sino que lo perturben.
— Supongo que se trata también de respetar al espectador…
— Exacto, para mí es eso. Tú tienes que sacar tus propias conclusiones en el teatro y en la vida. No te tragues lo que te dicen qué es verdad. Desconfía.
Guiado por su pensamiento de que el teatro debe provocar desazón, le ha huido a encajar en la moda actual de los escritores de su tierra. “En España es frecuente que los autores escriban lo que el público quiere escuchar. Por ejemplo, ahora empiezo a estar un poco harto de un feminismo excesivamente reivindicativo, explicito. Pasa lo mismo con la devastación del planeta. Hay media docena de temas que se están convirtiendo en gratificantes para cierto determinado sector del público”.
Apartarse de la norma es algo que también ha emprendido desde la docencia. “Soy lo contrario de algunos profesores que tuve, quienes cada año repetían el mismo carrete (discurso). Eso lo notaba en España: profesores que estaban aburridos de sí mismos, pues estaban repitiendo los mismos programas y conceptos”. Por el contrario, él no tiene un programa fijo, sino que va continuamente cambiando e investigando. Es cierto que repetirá una que otra cosa, pero intenta enseñar algo distinto en cada curso que dicta, y compartir sus conocimientos con sus alumnos. “Creo que se aprende mucho si uno se baja del pedestal, si se coloca en una situación de horizontalidad”.
Aquel pensamiento está orientado por uno de los tantos lemas mentales que posee: “Solo se tiene lo que se comparte”. Así que, por ejemplo, no le interesa estudiar física cuántica o teoría del caos para luego dejar consignados sus aprendizajes en el teatro. “Tal vez en mis obras se produce un tipo de avance, pero no me genera el mismo placer que cuando eso lo puedo compartir con alumnos que le van a dar otro sentido, otra dirección”.
Piensa que, en Latinoamérica, al menos en el campo del teatro, la gente tiene más “ansiedad por aprender, saber e investigar” que en España. “La gente aquí era y quizá es un poco más indiferente”. Se dio cuenta de aquello desde la primera vez que visitó un país latinoamericano: Colombia. Eso ocurrió ya hace varios años: en los 80. Llegó al suelo colombiano gracias a Octavio Arbeláez, quien lo invitó a participar en el Festival Internacional de Teatro de Manizales con una de sus obras más reconocidas: Ñaque o de piojos y actores. “No sabía dónde estaba Manizales, no sabía casi nada de Colombia, pero fuimos y fue un flechazo, un amor a primera vista”.
Durante su estancia alcanzó a dictar un taller reivindicando la literatura dramática. El último día, se le acercó un alumno llamado Luis Carlos Medina, un paisa. “En Colombia y en otros países de América Latina, el teatro del texto ha quedado muy devaluado. La creación colectiva ha dejado absolutamente por fuera el tema de la escritura dramática, de las formas de diálogo, y esto que usted ha explicado sería interesante que lo desarrollara aquí en Colombia”, le dijo aquel hombre. José Sanchis Sinisterra aceptó. Así que, al año siguiente, dictó un taller de dramaturgia en la Universidad de Antioquia durante un mes.
Recuerda aquello como una época muy dura, pues por ese tiempo Pablo Escobar estaba dominando el panorama político y económico. “En la universidad había días en que llegaban enmascarados. Fue una época muy violenta, pero al mismo tiempo había una vitalidad extraordinaria en los terrenos de la creación, los afectos y la amistad”. Entonces, cuando le propusieron regresar al siguiente año, en el 87, a dictar un semestre de dramaturgia, no lo pensó dos veces para aceptar.
Esa vez tuvo que sortear una serie de dificultades. La situación que vivían la ciudad y la Universidad de Antioquía se tornó más peligrosa y violenta que la del año anterior. Para agosto de 1987, asesinaron a Héctor Abad Gómez y Leonardo Betancur Taborda, catedráticos de la institución. “Era muy caótico, pero veía que, a pesar de esa situación, la gente seguía haciendo teatro, defendiendo el pensamiento, la creatividad, el arte”. Sin embargo, los directivos decidieron cerrar la universidad en noviembre. De hecho, se calcula que “entre julio y diciembre fueron asesinados 17 miembros de la comunidad universitaria”, de acuerdo con un especial publicado por la misma institución con fines de memoria.
Sanchis Sinisterra quedó navegando entre la incertidumbre. No sabía qué camino tomar: regresar a España o quedarse en Colombia. Le apostó a la última opción, pues encontró apoyo en Medellín. Se las ingenió para ofrecer una especie de curso itinerante. Dictaba clases en tres sitios distintos: dos días en la Casa de la Cultura de Medellín, otros dos en la Sala Matacandelas y dos más en su apartamento. “Fue para mí muy enriquecedor y creo que para los alumnos también”. Los únicos que no se estaban llenando eran sus bolsillos.
Como la universidad estaba cerrada, no le pagaban. Cada semana que pasaba, sus dólares se iban acabando. Conscientes de su situación, amigos, alumnos y conocidos de algunas salas teatrales, lo invitaban a comer. “Esa generosidad que tienen en particular los paisas, pero en general los colombianos, la he encontrado siempre. Lo que es de uno es de todos y eso en Europa ya no es tan común”. A quince días de partir de Colombia, abrieron la tesorería de la institución, entonces terminó con un fajo de miles de pesos, que aprovechó para hacer turismo en el país y descubrir lugares como Capurganá. “Lo he dicho en público varias veces, mi vida se divide en dos grandes periodos: antes y después de viajar a América Latina”.
Uno de sus grandes maestros, esos a los que retorna una y otra vez, es latinoamericano: Julio Cortázar. Recientemente, con su hija menor, Clara, montaron Cortázar en juego, un espectáculo construido a partir de fragmentos de textos del autor argentino. Es la primera vez que realiza algo así junto a su hija, pero ya lo ha hecho solo en otras tres oportunidades. “Ahora que he vuelto a trabajar a Cortázar, nuevamente me postro ante su extraordinario talento y sentido del humor”. Hay cuatro más a los que se postra continuamente: Bertolt Brecht, Franz Kafka, Samuel Beckett y Harold Pinter. No todos son hombres, pues también tiene a las que llama “sus tres locas”. “Son tres autoras extraordinarias, pero por una pequeña circunstancia fueron calificadas así y sufrieron flagelos mentales”. Se trata de Virginia Woolf, Clarice Lispector y Leonora Carrington.
El amor por uno de ellos no fue inmediato: por Beckett. Lo menospreciaba por ser una de las figuras del teatro del absurdo, movimiento que no le interesaba. Pero pasó el tiempo y les dio una oportunidad a sus obras. Quedó fascinado, sobre todo, el día que cometió la osadía de escribirle. Para su sorpresa, le contestó. “Tengo sus cartas como si fueran estampitas de la virgen. A Beckett le debo muchísimo”. Hasta le debe el nombre de la sede del Teatro Fronterizo: Sala Beckett, un lugar de investigación y de creación, donde programaban montajes y obras de toda España. El espacio sigue en pie, pero ya hace varios años que se lo regaló a un amigo, quien había sido alumno suyo y le parecía que tenía las condiciones perfectas para dirigirlo. Tomó aquella determinación cuando nació su primer nieto, en Madrid. “Yo no me lo pierdo”, pensó. Entonces dejó su casa en Barcelona y se fue a la capital española a experimentar su vida de abuelo y “neosoltero recalcitrante”.
En 2010, intentó abrir una Sala Beckett en Madrid; fue imposible. No contó con el apoyo de las instituciones gubernamentales. Así que alquiló un lugar pequeño en un barrio multicultural: Lavapiés. Iba a ser un espacio provisional, pero los planes cambiaron: estuvieron allí durante diez años. Estuvieron él y los integrantes de su grupo, Nuevo Teatro Fronterizo. La pandemia acabó con el espacio, aunque no con sus ganas de seguir intentándolo una vez más.
***
José Sanchis agarra una cajetilla de cigarrillos, la enseña y pide permiso: “No te molesta que fume, ¿verdad? Ya debería dejarlo, pero me fumo tres o cuatro al día porque tengo bronquitis crónica; tengo una colección de achaques y esto no es lo más sano. Pero, bueno, tampoco fumo, simplemente saco a pasear el humo”.
En menos de un minuto, el cigarrillo queda abandonado a un lado. Cambia el humo por hojas blancas, que llevan por portada el nombre de Teatro del Común. Cuenta que al día siguiente irá a enseñarle el proyecto al ministro de Cultura de España. “Es la última tentativa de conseguir un espacio donde pueda hacer formación, investigación, creación, producción y exhibición”.
— ¿Por qué la última?
— Porque tengo 84 años, infarto de miocardio y bronquitis crónica. Ya tendría que estar en un asilo. Pero no me resigno y quiero, sobre todo, dejar un espacio y retirarme de alguna manera. Yo no quiero estar ahí, manteniendo el poder. Yo lo que quiero es que se muevan las cosas y que haya espacios para los nuevos creadores. Ya te contaré el segundo acto, si ha habido esperanza o no.