Juan Carlos Botero presenta hoy el libro de cuentos “Las ventanas y las voces”
Este miércoles a las 7 p. m. el escritor charlará con su colega Mario Mendoza sobre la reedición de estos relatos, publicados en 1998. Aquí uno de ellos, disponibles con el sello editorial Alfaguara.
Juan Carlos Botero * / Especial para El Espectador
El ocaso
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El ocaso
Ellos tienen razón
esa felicidad
al menos con mayúscula
no existe
ah pero si existiera con minúscula
sería semejante a nuestra breve
presoledad
Mario Benedetti, «Soledades»
Alejandro abrió la puerta del automóvil y se acomodó tras el volante. Suspiró, y se estiró sobre el asiento de su costado derecho para abrir la puerta del pasajero. Mientras levantaba con los dedos el botón del seguro y accionaba la manija, vio, a través del cristal de la ventanilla, la blusa arrugada, metida sin cuidado en la cintura de la falda.
Ella abrió la puerta y se sentó a su lado.
Ninguno de los dos dijo nada.
Llovía. No había dejado de llover en toda la noche.
Sin embargo, para entonces el agua ya no caía fuerte sino tenue y ligera, casi imperceptible.
—Escucha… —dijo Alejandro.
Ella apartó el rostro, cerrando los ojos. Le tembló por un instante el labio inferior.
La miró sin saber qué hacer o qué más decir. Pensó en acariciarle el cabello, pasar un dedo por su mejilla, decirle una palabra alentadora, pero se contuvo. Miró a través del cristal del parabrisas, salpicado de gotas de lluvia, y contempló la luz de las farolas y las sombras de los árboles en la acera. La observó de nuevo, y concluyó que de momento sería mejor guardar silencio.
Después de una pausa introdujo la llave en el contacto y encendió el motor. Activó la palanca de las escobillas para despejar la lluvia del parabrisas. Esperó unos segundos, acelerando un par de veces para que el vehículo se calentara, y metió la reversa en el cambio de marchas. Retrocedió, guiándose por los espejos laterales y el retrovisor, y dejó el puesto numerado vacante delante del edificio donde vivía. Quedó un rectángulo seco en el suelo de baldosas. La calle estaba desierta. El vehículo rodó hacia atrás sobre el asfalto. Alejandro presionó con suavidad el pedal del freno, enderezó el volante a la vez que pasaba a primera velocidad, y empezó a conducir por la carrera Quinta hacia el norte de la ciudad.
Al cabo de unos minutos, ella se ajustó el sostén y se ordenó un poco el cabello con los dedos. Miraba al frente como si estuviera concentrada en la lluvia.
—¿Quieres que te deje en tu casa? —preguntó Alejandro.
No respondió.
—¿O prefieres que vayamos a algún lugar a tomarnos algo?
Sólo veía su rostro inmóvil, de perfil, y el cabello revuelto que le caía sobre los hombros.
—Me gustaría tomar un café —añadió—. ¿Te apetece un café?
Ella continuó callada y un rato después respondió:
—Me da igual.
—Mira…
Ella lo interrumpió:
—Dejémoslo así.
Permanecieron en silencio durante varias cuadras.
Alejandro decidió llevarla a una pequeña fonda que conocía, ubicada en la esquina de la calle 79. Llegaron a la dirección indicada y estacionaron al pie de la acera. Ella se bajó como un autómata del auto. Alejandro cerró las puertas con seguro y la siguió a la entrada del establecimiento.
En la puerta se cruzaron con un señor que, interesado, le preguntó a Alejandro por el estreno de su próxima obra de teatro. Se despidieron del señor e ingresaron en el lugar. Por fortuna, no había mucha gente. Se sentaron en una mesa solitaria, en el rincón más alejado de la puerta, iluminada por una vela pequeña. Se acercó una muchacha con un delantal y un trapo sobre el hombro que usaba para limpiar las mesas, y mientras ella pasaba la tela húmeda sobre la superficie de madera, Alejandro le pidió dos cafés negros. No hablaron hasta que la joven trajo las bebidas humeantes y él le dio las gracias.
Cada uno saboreó su café en silencio.
De pronto, Alejandro se fijó en un terrón de azúcar que había sobrado en su platillo. Tomó el cubo y lo hundió pensativo en el café. No lo soltó ni lo hundió por completo; sólo humedeció una punta, viendo cómo la blancura se iba oscureciendo y se volvía marrón. Observaba el azúcar con atención, como si estuviera asociando el terrón con otra cosa, algo más profundo. Poco a poco el cubo se disolvía, y él sintió la sustancia brillante y dulce derritiéndose entre sus dedos. Ella levantó la mirada y pareció despertar de un sueño intranquilo. Advirtió la próxima aparición de la imagen. La quiso impedir.
—¿Qué piensas? —preguntó.
Alejandro la miró y reconoció la verdadera intención de la pregunta. No respondió, y posó de nuevo los ojos en el terrón de azúcar, aumentando su concentración, intentando retener la imagen del cubo agonizante que había empezado a formar en su mente pero que ahora se escurría entre sus yemas. Ella no se dio por vencida y volvió a la carga con aparente inocencia.
—Óyeme —insistió—. ¿En qué piensas?
No pudo más. La observó y en seguida advirtió que el azúcar había desaparecido: sólo restaba una materia insignificante y pegajosa entre sus dedos. Se limpió la mano con la servilleta de papel, y mientras ella lo miraba sin sonreír, él respondió con tristeza:
—En nada.
* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial. El autor charlará con Mario Mendoza a las 7 de la noche en la Universidad Santo Tomás, edificio Doctor Angélico, Carrera 9 #72-90 de Bogotá. Juan Carlos Botero es autor de Las semillas del tiempo (Epífanos) (1992), Virgilio Barco y los medios de comunicación (1994), Las ventanas y las voces (1998), La fiesta y otros cuentos (2002), La sentencia (2002), El arrecife (2006), El idioma de las nubes (2007) y El arte de Fernando Botero (2010). Los hechos casuales (Alfaguara, 2023) es su novela más reciente.