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Salgo a la charla que dará Juan Forn en la Biblioteca Departamental de Cali. Justo lo encuentro en la portería del hotel. Lleva bermudas y camisa de rayas negras verticales como los músicos de jazz. Le digo que voy a su taller y nos vamos conversando en el mismo taxi. Al descender le piden que pose junto a la placa para certificar el servicio. Él posa desconcertado. Qué paso con las firmas de antes, me pregunta. Todo ha cambiado, le digo, ahora es así: datos biométricos. Al estilo de China, dice. Pregunta por mi acento, de donde soy, donde vivo. Dice que Manuel Puig murió en la ciudad adonde me voy a vivir. Dice que es uno de sus autores favoritos. Por suerte se fue de Argentina, donde lo hubieran seguido tratando mal. Cada vez que publicaba una novedad decían que era muy mala, en comparación con la anterior, de la que habían dicho que era muy mala en comparación con la anterior. Le pregunto por Piglia y dice que se conocieron, y añade que sus diarios son una obra maestra. En Argentina el prestigio de Piglia fue cuestionado tras la obtención de un premio local, el Planeta (de Argentina), siendo ya contratado el libro por la editorial. En el transcurso del corto viaje se había mostrado sorprendido por la inversión estatal en los llamados festivales literarios colombianos. En Argentina no había algo así, que permitiera a los autores ir dando charlas y ganar un dinero extra. Menciona los apoyos mexicanos como otro modelo notable que permite a un escritor vivir de becas. Insiste que en Argentina falta todo. La pregunta entonces es por qué el nivel de lectura y de publicaciones es más alto en Argentina que acá, inquiero. Dice que sí, es notable esa contradicción, allá sin apoyos es superior al resto de América Latina. Entonces esto no sirve, supongo, le digo.
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Empezó a frecuentar la casa de Abelardo Castillo y Silvia Iparraguirre a los 22 años. Los sábados había un taller de escritura donde básicamente se iba a leer, a compartir textos y aceptar sin rencores las críticas que el otro tuviera por decir acerca del texto propio. De esa experiencia de fogueo y humilde aceptación de la crítica surgió con Abelardo Castillo una amistad sustentada en la franqueza que perduró en el tiempo. Sin embargo, en los últimos años de vida, Abelardo Castillo se hizo cada vez más intolerante a la crítica mientras más enardecido se tornaba contra el kirchnerismo en el poder. Castillo era un crítico feroz, desligaba el proceso político de los procesos de izquierda y se tornaba intransigente y enfático con sus comentarios, contrario a su magisterio literario como formador de autores, lo que mantuvo a raya a los militantes de las otras orillas de ideas políticas y le atrajo enemigos en el campo cultural y literario. Aquella última visión política de su amigo y maestro le parecía a Juan Forn como un error de edición: la visión de un hombre en esencia solitario que vivía aislado voluntariamente del resto del mundo en su apartamento de Buenos Aires y de donde surgía un sectarismo anacrónico en sus conceptos y desligado de una realidad concreta. Forn, kirchnerista, optó por un cordial distanciamiento preventivo para proteger la amistad, lo que no impidió que mantuviera visitas esporádicas a su maestro. Tras el fallecimiento de Castillo, Forn trabaja ahora en el proyecto de rescate de la obra de su amigo por cuya memoria haría lo que fuera, y esa es una gratitud que sobrepasa la prueba de las ideas políticas, se centra en el rigor de editor literario y se extiende también hacia la escritora y viuda de Abelardo Castillo, Silvia Iparraguirre.
Le pregunté cuál fue el aprendizaje fundamental que surgió de esa cercanía con Castillo. Dijo que el hecho de ver a un autor trabajar con las palabras, con sus manuscritos, con su obra. Eso era lo que le había permitido percibir cuáles eran el andamiaje y el rigor que hay por debajo de una buena novela. Él tuvo el privilegio de ver el proceso de creación de El que tiene sed, obra que a su juicio es el mejor libro de Abelardo Castillo y que afronta el tema del alcoholismo con la maestría de la experiencia vivida. Acompañó de cerca los sucesivos manuscritos y Castillo le dejaba comentar, en calidad de amigo, los avances de la obra en marcha. De esa observación privilegiada dedujo los rudimentos de cómo se construía una gran novela a partir de la experiencia personal. El protocolo de ser uno de los lectores del taller de Castillo hizo que le fuera permitido adelantar críticas y que esas críticas fueran consideradas y valoradas por su amigo Castillo, fiel a su método, sin ser refractario, un autor capaz de aceptar las observaciones de un amigo más joven que era ante todo demasiado buen lector como para fundamentar su juicio. Juan Forn le interrumpía la lectura a quemarropa: “Un personaje de este tiempo no puede hablar de esa manera”. Solía sugerirle cambios en la coherencia, la concordancia y en las ideas que a veces quería imponer Castillo sobre sus personajes. Al contrario de las ideas políticas indefinidamente prefijadas hasta sus últimos años, Castillo en ese tiempo reconocía cuando las ideas del texto eran anacrónicas debidas a una falta de profundidad o de orfebrería literaria. Aceptaba las críticas de Forn como si fuera un asesor yonqui: “Si alguien quiere escribir sobre los yonquis, pero no es yonqui, siempre puede apoyarse en las experiencias del amigo yonqui”, dice Forn. Abelardo Castillo aceptó esa categoría de yonqui-editor-lectorqueescribe en Forn: estudiaba las bases de sus observaciones, investigaba más y al final involucraba una nueva idea o forma de hacer hablar a sus personajes. Tener siempre esa actitud de aprendiz podría haber sido el gran magisterio aprendido en su taller.
Otra experiencia determinante en la formación de Forn fue Tomás Eloy Martínez. A Martínez lo conoció años después, cuando Forn ya se había formado como autor y lector de manuscritos para editoriales como Emecé y editor en Planeta. Pero la influencia en este caso se dio de otra manera. Tomás Eloy Martínez daba consejos muy puntuales a los escritores más jóvenes. Tomás Eloy Martínez era a su modo la antítesis de Abelardo Castillo, si se tiene en cuenta que la vocación de Castillo lo llevó a un retiro de monje recoleto, como una suerte de fuera de serie que se resistía a asistir a festivales, a salir de Argentina y que debido a tal actitud acabó siendo un obstáculo para que su obra se difundiera por América Latina. Mientras que Tomás Eloy Martínez había aprendido de Carlos Fuentes los trucos y secretos de la escena cultural y la mafia literaria, sobre todo la manera de comportarse, de hacer lobby y hacer omnipresencia en eventos culturales y lugares determinantes.
Desde otra perspectiva y método de escritura, Tomás Eloy Martínez sentaba cátedra y les daba consejos a autores más jóvenes como Juan Forn o Guerriero, o Caparrós, de cómo debían comportarse, manejar sus ediciones, hacerlas internacionales para que la obra circulara en un ámbito mayor y hacer vida social para que estos vínculos establecidos se transfirieran en ediciones y se reflejara en la circulación más amplia de las obras. El hecho de cooperativizarse en el periodismo y crear vínculos y puentes para hacer eventos, grupos de investigación y formación de periodistas fue uno de sus primeros consejos. La influencia principal de Tomás Eloy Martínez sería el poder participar en la evolución del manuscrito de Santa Evita, del cual Juan Forn fue el editor y así observar las dudas y soluciones y la plenitud de un autor en la mayor de sus creaciones. Pero la amistad precedió a la función de editor. La cooperación comenzó cuando se encontraron en un evento y Tomás Eloy Martínez le preguntó a Forn su opinión acerca de su libro anterior, La novela de Perón. Para Juan Forn era un libro extraordinario, por momentos, pero que tenía partes aburridas que no llevaban a nada, y tuvo la osadía de mostrar al autor cuáles eran a su juicio esas partes. Esto, que podría parecer una insolencia proviniendo de un autor más joven que encara a un veterano de las salas de redacción de periodismo y quien había cedido a cruzar la frontera y hacer ficción con la realidad, le impresionó a Tomás Eloy Martínez. De manera que empezó a confiar en el criterio del joven editor y se animó a mostrarle algunos fragmentos de algo que estaba en desarrollo sin saber que era una novela y que habría de llamarse más adelante Santa Evita.
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Le pregunté si recordaba el momento preciso en que apareció aquella solución narrativa donde el autor se involucraba como personaje y relator de la historia. Aseguró que no estaba en los primeros adelantos, ni en las primeras versiones del manuscrito: fue una construcción a la que llegó tras sucesivos intentos de contar la historia desde distintas ópticas y cuando ya contaba con un material heterogéneo. Tomás Eloy Martínez le consultaba sobre alguna veta que estaba explorando. Por ejemplo, el hecho de haber ido a ver, en Estados Unidos, un archivo en donde se encontró una película con fotogramas de Eva Perón y de inmediato involucraba esa experiencia en la historia, atestiguando que había visto el filme y cuando le llegaban esas fugas de realidad que Tomás Eloy Martínez le enviaba desde Estados Unidos donde residía, Forn le iba orientando desde Argentina sobre ese nuevo nivel agregado a la narración y sus posibilidades expresivas en el nivel de realismo del relato. En síntesis, el método de redacción y edición de esa novela era así: Tomás Eloy Martínez le enviaba fragmentos recién redactados vía fax, Juan Forn los comentaba, y se los devolvía, vía fax. Tomás Eloy Martínez, tiempo después, le enviaba otros fragmentos sobre otros momentos de la novela, pero nunca la totalidad. Dicho intercambio se dio hasta tener la integridad del manuscrito y el proceso duró cinco años. De tal manera que poco a poco se fue consolidando la presencia del Tomás Eloy Martínez como personaje y relator, a raíz de ese intercambio, y acabó por ser una de las características de estilo dentro de la estructura de Santa Evita.
Notó también en ese tiempo que en algunos momentos el autor dudaba del manuscrito y el aporte de esas dudas modificaba el relato. Tomás Eloy Martínez tenía dudas acerca de ciertos subtemas que debían ser mejor elaborados o armados. Pero confiaba esas dudas al editor Juan Forn, aceptando el criterio de quien conoce los mecanismos y los distintos formatos que tiene la novela. En esa simbiosis entre editor-autor surgió un método de creación colaborativa.
Una vez en Cartagena, Tomás Eloy Martínez intentó explicarle a su amigo García Márquez cómo era el método para trabajar con su editor la historia de Santa Evita, y al colombiano le pareció que eso reinventaba la forma de hacer novelas, o al menos una variante inusitada de la novela por entregas, porque era como ir creándola usando las derivas que tomaba el camino, y esto lo había impresionado de tal manera que García Márquez quiso ver el método en marcha a ver si realmente funcionaba, por lo que propuso a Tomás Eloy Martínez que se reunieran con Juan Forn durante tres meses en su casa de Cartagena en presencia del propio García Márquez para poder desentrañar cuál era el misterio del intercambio entre el editor y el autor-personaje de una novela en marcha y cómo eso iba modificando el manuscrito final. Pero Forn no pudo acudir al laboratorio: los jefes de entonces le advirtieron que si dejaba la oficina de la editorial, lo echaban. Tampoco le dieron permiso para asistir durante un año a una beca que le habían otorgado en Estados Unidos por intermedio de Tomás Eloy Martínez y que habría consistido en 5.000 dólares mensuales y un lugar de residencia a cambio de ir a escribir en una oficina en el Smithsonian y dar conferencias en universidades con las que podría hacer un dinero adicional. Desistió de asistir a Cartagena, pero siguió trabajando con Tomás Eloy Martínez y fue ese trabajo el que le mostró otra manera de contar la realidad y la ficción.
Lo conocí en el hotel Ibis de Cali en 2019. Había venido a Colombia para el festival “Oiga, mire, lea” a dar una charla y un taller de edición de libros y además presentar Los viernes, la compilación de cuatro volúmenes de notas de prensa que publicó durante diez años en la contratapa del periódico Página/12 en Argentina. En todos los eventos merodeó los mismos temas: la crisis pancreática que lo arrojó a las afueras de Babilonia, el método de simplificación del saber colectivo para convertir un párrafo de carbón en un diamante narrativo, su defensa de la marihuana como motor de la creación y una mínima muestra de autores favoritos: Marai, Kafka, Andrés Caicedo. Juan Forn era algo extraordinario: un lector que escribe.