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Un rebelde, eso fue Juan Forn. Un escritor que decidió apartarse del canon de la literatura argentina, un amante de las palabras que decidió explorar autores más allá de las fronteras británicas y estadounidenses, una persona inquieta por conocer las letras rusas y japonesas (por mencionar solo algunas), un editor y traductor que llevó al español los textos de Yasunari Kawabata, John Cheever y Hunter S. Thompson, entre otros escritores más, y que optó por hacer del espacio de Página12, a través del suplemento Radar y de las contratapas que publicaba los viernes cada quince días, una oportunidad para, desde un periodismo cultural marcado con su estilo, ofrecer una lectura personal sobre la literatura, las artes y la historia.
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Desde niño, cuando estudió en el colegio Cardenal Newman, desafió el orden establecido, aquel dedicado a formar jóvenes de familias acomodadas para servir a las lógicas económicas y productivas, impulsando a sus estudiantes a comportarse bajo una misma fórmula: “Los Newman Boys saben de sus limitaciones y, durante años, se mantuvieron acotados a dos rubros: el campo y las finanzas. En ambos casos hicieron lo único que saben hacer, que es hacer plata con plata. El problema del Newman Boy es que no sabe qué hacer con la plata: ignora cómo convertir dinero en desarrollo, de la especie que sea. El Newman Boy sólo sabe hacer lo mismo una y otra vez, porque su única referencia, su único modelo, su único espejo son los demás Newman Boys. Ellos van juntos al colegio y a la universidad, juegan al rugby juntos y después al golf, se casan y tienen hijos juntos y hasta se separan juntos (son de casarse por segunda vez con la ex de un Newman), viven juntos y veranean juntos, y por supuesto hacen negocios juntos, y mandan a sus hijos al Colegio Newman y los fines de semana van al Club Newman a mamar el espíritu Newman encarnado en la jornada de rugby dominical”, escribió Forn en la columna de opinión La balada de Mauri y los Newman Boys.
Probando la poesía, y descubriendo que ese no era el camino, que lo suyo era la narración en prosa, entendió que su vida la iba a dedicar a la literatura. Uno de los Trópicos de Henry Miller y Rayuela, libros que devoró en cuestión de horas mientras viajaba como mochilero por Europa a sus veinte años, lo impulsaron a tomar esa decisión. Corazones cautivos más arriba, Nadar de noche, La tierra elegida, María Domeq y Ningún hombre es una isla son algunos de sus títulos. Además de su faceta como autor, y trabajando en editoriales como Emecé y Planeta, fue el impulsor, la fuerza de apoyo, de escritores argentinos como Rodolfo Rabanal, Vlady Kociancich, Abelardo Castillo, Alberto Laiseca, Isidoro Blaisten y Miguel Briante, además de Rodrigo Fresán, Marcelo Figueras y Mariana Enríquez, estos últimos bajo el manto de la colección Biblioteca Sur. A esta lista se sumaron Antonio Dal Masetto, Martín Caparrós, Matilde Sánchez, Guillermo Saccomanno y Rodolfo Fogwill. “De pronto Juan logró lo que parecía imposible en la Argentina frívola de los años 90: lograr que los libros se pusieran de moda. Que se hablara de los libros y de los escritores”, afirma Silvina Friera en Juan Forn, el autor que escribía y siempre invitaba a leer.
Su trabajo en Página12, como una expresión más de su alma rebelde, fue la creación de Radar, suplemento que, según él, “innovó al poner el libro mezclado con el disco, la charla y el cine”, además del sinnúmero de columnas que dejó consagradas en las páginas del diario argentino. “Agarré las contratapas, que era una zona que estaba bastante abandonada del diario, o que a nadie le parecía que tenía el brillo que supo tener en tiempos mejores, y la verdad es que me fui a esconder allí. Miré la biblioteca de casa y como todo animal lector yo había acumulado libros a lo largo de los años con esa idea de ‘un día lo voy a leer, un día me voy a sentar a leer’, y finalmente el día llegó y lo que hice – a diferencia de lo que hacemos todos los escritores cuando nos ofrecen una columna semanal o periódica de alguna naturaleza que uno escribe rápido para ganarse sus pesitos y dedicarse a lo que le interesa, que generalmente es un libro de más largo aliento o un libro de ficción-, fue que puse toda, toda, la libido ahí”, afirmó Forn a Infobae. Ese espacio lo dedicó a Dubravka Ugresic y a su gusto por la literatura rusa, aquella que, con una riqueza marcada por Pushkin, Gogol, Dostoievski, Tolstoi y Chejov, dejó huella en su adolescencia, en sus primeros años de vida. También dedicó su prosa a las reflexiones sobre el sueño, a propósito del libro Insomnio, de Marina Benjamin, así como a la participación de Clarice Lispector en el Primer Congreso Mundial de Brujería en Bogotá, organizado en la década del 70 por el político y poeta colombiano Simón González. Su última contratapa la dedicó a Milman Parry y a su búsqueda de la poesía oral de los guslari de Yugoslavia, “rapsodas iletrados e itinerantes que recitaban gestas históricas de pueblo en pueblo por la península balcánica desde tiempos inmemoriales”. Considerado el “Darwin de los estudios homéricos, el Alejandro Magno del helenismo, el hombre que revalorizó para el mundo la épica oral”, tras recolectar más de setecientas mil líneas de odas balcánicas, Forn optó por recordar al filólogo más allá de las especulaciones alrededor de su muerte, recalcando que el Archivo Parry está en la Biblioteca Widener de Harvard y que puede consultarse libremente a través de internet.
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“Yo no soy muy programático para escribir. Siempre me dejo guiar por la intuición o por el pálpito de ‘acá hay relato’. Cuando veo algo que puedo contar avanzo por ahí, busco”, afirmó Form en entrevista con Luciano Lamberti. Y es que así lo recuerda Martín Granovsky: “Vos le preguntabas algo y el tipo siempre te contestaba igual: ‘¡Es fácil, boludo!’. La diferencia con otra gente es que después, al segundo, Juan Forn te explicaba cómo”. Sin embargo, esa sensación de facilidad estaba muy lejos de ser real. Su trabajo le demandó tiempo y esfuerzo, pero también desgaste físico y mental. El recurrir a pastillas y al alcohol lo llevó a sufrir un coma hepático que casi lo mata. Desde entonces, optó por vivir fuera de Buenos Aires, atravesó por un tiempo en el que se peleó con la vida, en el que la depresión lo llevó, incluso, a no querer escribir otra novela, pero sus columnas en Página12, recopiladas en El hombre que fue viernes, Los viernes y Cómo me hice viernes, lo encaminaron de nuevo al oficio con el que ayer, 20 de junio, falleció a causa de un infarto.