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Volver la vista atrás, como bien lo dice el nombre de la nueva novela de Juan Gabriel Vásquez y acudir a esa necesidad de desandar los recovecos de las memorias de la vida pública, de la vida privada y de la vida secreta, como lo sugirió García Márquez, y quitar las telarañas y el polvo de aquello que nos incomoda recordar, pero también detenerse, sentarse en el borde de la cama y volver a esas imágenes que le dan sentido al presente y a lo que somos. Narrar la historia de la familia Cabrera con respeto, pero también queriendo corresponder a reminiscencias que atañen lo micro de la cotidianeidad y lo macro de una revolución o una guerra.
Tanto en el conversatorio que realizó junto con Leila Guerriero y Sergio Cabrera, como al final del libro, usted habla de la interpretación. Y sobre ese concepto le pregunto sobre el proceso de escritura y pensamiento a la hora de adaptar a la ficción un relato o un suceso real.
La novela cuenta hechos reales que les ocurrieron a personas reales. Pero al escoger unos y desechar otros, al tomar decisiones sobre la importancia que tuvo cada uno en las vidas que estoy contando, al meterme en la piel de estas personas para ver y sentir el mundo desde allí, estoy haciendo una interpretación. Es un ejercicio, podríamos decir, de imaginación moral: el esfuerzo por entender el mundo desde una conciencia que no es la mía. Es lo que se hace en toda novela, claro, pero aquí se trataba de hombres y mujeres de carne y hueso que están vivos todavía.
En esa misma línea, ¿qué tanto cambia ese ejercicio de interpretación cuando se escribe un libro como “Volver la vista atrás” y uno como “Joseph Conrad: el hombre de ninguna parte”?
Son proyectos opuestos. Mi librito sobre Conrad es una biografía, aunque sea corta y modesta. Su objetivo es contar toda una vida. Esta novela no quiere agotar la vida de Sergio Cabrera. Lo que hice fue, después de siete años de conversaciones, encontrar en la inmensa experiencia de su familia un hilo narrativo que habla de algo importante. Por eso la novela no comienza con su nacimiento, sino con una situación de crisis que ocurrió en el año 2016, y por eso la historia que cuento comienza con la niñez del padre en la Guerra Civil española y termina en Colombia, con el hijo y su renuncia a las armas en 1972. No se trataba de traer toda la montaña, sino de buscar la estatua que está contenida en ella.
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Cómo vive el autor esa construcción de un relato que proviene de memorias tan íntimas y privadas. Es decir, al escuchar a Sergio Cabrera y su familia, y al escribir aquello que le confiaron, ¿sentía alguna preocupación?
Sentí todas las preocupaciones del mundo todo el tiempo. Escribir esto fue un acto de gran responsabilidad, porque no hay material más delicado ni más explosivo que una vida ajena. Me gusta que hable de lo que “me confiaron” Sergio y su hermana Marianella, porque eso es importante. Me revelaron cosas que nunca habían contado, me dejaron entrar en lugares de sus emociones y su memoria que usualmente conservamos en secreto. Más cuando nos hemos pasado la vida tratando de olvidarlos porque son dolorosos o difíciles. ¿Cómo se responde a esa confianza? Escribiendo con honestidad y tratando de que el libro esté a la altura del material.
Siempre ha tenido una fijación por la historia y la influencia de la política en la vida privada. ¿Cómo ha ido cambiando esa idea a medida que avanza su obra literaria y su vivencia como ciudadano?
Esta ha sido mi gran obsesión desde Los informantes: contar ese espacio de nuestra experiencia donde la gran historia se choca con nuestras pequeñas historias privadas y las transforman. La novela es el único lugar donde esto se puede contar hasta el fondo, entre otras cosas, porque los personajes que interesan a la novela son la gente ordinaria cuya historia se perdería si el novelista no se ocupara de ella. La vida de la familia Cabrera es fascinante, pero no aparecería en un libro sobre la Revolución Cultural de China, por ejemplo.
Me devuelvo un poco para preguntarle de nuevo por la interpretación, pero esta vez anclada a la memoria. ¿Cómo se trabaja sobre las memorias de los otros y qué sensaciones o aprendizajes deja ese encuentro?
Bueno, la memoria es la única puerta de entrada que tenemos a ese territorio tan difícil que es el pasado. Pedirle a alguien que se ponga a recordar lo que pasó hace medio siglo, y más cuando son hechos que dejaron cicatrices, es muy complejo. Sergio recordaba cosas que Marianella no recordaba, o sus memorias se contradecían, y es muy elocuente ver lo que cada uno ha decidido olvidar. Lo que quise fue crear un espacio donde ellos pudieran volver a vivir el pasado y de alguna manera llegar a buenos términos con él. La memoria es la verdadera protagonista del libro. Por eso el título, un verso de Machado que habla de lo que hemos dejado en el pasado.
El momento de la firma de los Acuerdos de Paz como un ejemplo de lo que ya le pregunté sobre la política y su influencia en la vida privada, ¿cómo se relata un tema que sigue y seguirá siendo tan delicado? Se lo pregunto más que todo para saber cómo desde su rol de escritor logra mantener la distancia, ya sea porque está de acuerdo o en desacuerdo, con las ideas y los sentimientos que expresa el protagonista.
He defendido los Acuerdos de Paz, he defendido los esfuerzos por que los Acuerdos tengan resultados reales, he defendido a quienes trabajan por implementarlos, pero nada de eso importa en la novela: importa lo que vivió, sintió y pensó el personaje, que es Sergio Cabrera. Ese episodio está en la novela porque es parte de un momento de crisis. En muy pocos días, Sergio pasa por la muerte de su padre, una separación de su esposa y el fracaso del plebiscito. Todo eso lo lanza a una revisión de su vida. Pero es su historia, no la mía, y yo tuve mucho cuidado de mantener una distancia saludable. Son temas delicados, como dice usted, pero es que no se escriben novelas para meterse con temas fáciles.