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En México todo ocurre en septiembre. Su independencia inició el 15 de septiembre de 1810 y se logró, con batallas y sacrificios, once años más tarde un 27 de septiembre. Ese mismo mes, pero un siglo después, el entonces presidente Porfirio Díaz puso la primera piedra del Monumento a la Revolución; mismo que hoy, erguido y orgulloso, vigila la Plaza de la República. Y fue en septiembre… ¿a poco no?, el 24 de septiembre de 1956, cuando nació Juan Villoro Ruiz, uno de los pocos filósofos mexicanos que sabe escribir y describir, con mano de artesano ilustrado, los temblores, los héroes y el fútbol de su “México florido y espinudo”, como lo bautizó un agente internacional de la poesía secreta, Pablo Neruda.
Hablar de México y de Villoro es hablar de movimientos telúricos, bien de forma literal o bien de forma poética. A las 7:19 de la mañana del 19 de septiembre de 1985, el Distrito Federal fue arrasado por la naturaleza. Su pueblo replicó y levantó la capital. Lo mismo hizo el pueblo heredero de Nezahualcóyotl, tres décadas y un cachito más tarde, luego del terremoto del 19 de septiembre de 2017. Villoro, con sus palabras, aportó en los dos casos para dejar testimonio y llevar esperanza, porque en estos suelos nuestroamericanos el arte nunca puede ser solo por el arte.
Terremotos y violencia
En su texto seminal, “Las piedras no son nativas de esta tierra”, Villoro precisó que nació en el mes de los terremotos. Ahí, además, pintó con palabras las crudas escenas de ese septiembre de 1985 y afirmó que su bienvenida al mundo fue más mexicana que el mole de olla. Villoro recordó el temblor de 1957 que tumbó el mítico Ángel de la Independencia: “En mi casa, aquel temblor fue visto como una señal de que la vida podía ser complicada. En 1957 mi madre tenía 22 años y enfrentaba severos desafíos. El principal de ellos era un bebé que berreaba en una época anterior a los pañales desechables. Cuando el Ángel se vino abajo, la tierra entró en sintonía con sus angustias y le permitió concebir la mitología personal de haber parido a un hijo de los terremotos. Años después esa leyenda me parecía magnífica: en vez de pensar que el subsuelo protestaba por mi llegada al mundo, juzgue que me daba la bienvenida a la mexicana, con matracas que retumban en el corazón de la tierra”.
Esto, claro está, solo puede aflorar del país surrealista por definición, como lo especificó André Bretón: “No intentes entender a México desde la razón; tendrás más suerte desde lo absurdo. México es el país más surrealista del mundo”. Por eso, un mismo 19 de septiembre, esta vez de 2017, la naturaleza movió y removió el subsuelo. Villoro replicó con poesía. Tomó su computadora y en pocas horas publicó uno de los poemas más solidarios, combativos, bellos y exquisitos del nuevo milenio; es decir, escribió un poema a la mexicana: “El puño en alto”. Allí el narrador revestido de poeta preguntó: “¿Queda cupo para los héroes en septiembre?” Él mismo contestó por sus gentes: por el “que es de aquí. El que acaba de llegar y ya es de aquí. El que dice ‘ciudad’ por decir tú y yo y Pedro y Martha [Rosas] y Francisco y Guadalupe. El que lleva dos días sin luz ni agua. El que todavía respira. El que levantó un puño para pedir silencio. Los que hicieron caso. Los que levantaron el puño. Los que levantaron el puño para escuchar si alguien vivía. Los que levantaron el puño para escuchar si alguien vivía y oyeron un murmullo. Los que no dejan de escuchar”.
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El texto, que rápidamente se hizo símbolo patrio por clamor popular, acompañó las imágenes de la solidaridad con la que el pueblo mexicano le replicó a la naturaleza. Millones se unieron para llevar agua, reconstruir y salvar a los suyos. “El puño en alto” fue la descripción gráfica de la respuesta que todo México generó, pues ante la liberación de energía por el crujir de la tierra, el pueblo liberó hermandad y eso, eso quedo tatuado en estos versos que, antes de cualquier cosa, apapacharon (apapachan) a los hijos de las chinampas.
No obstante, la crudeza de la violenta realidad mexicana, tan parigual en toda América Latina, también ha motivado a Juan Villoro a empuñar las 27 letras del alfabeto y disparar palabras que buscan verdades históricas, necesarias y reparadoras. El septiembre fatídico de México también se hizo presente en 2014. El 26 de septiembre de ese año, 43 estudiantes normalistas mexicanos fueron desaparecidos. El dolor de sus familias, de la Normal Rural de Ayotzinapa, de todo Iguala, fue el dolor de Villoro. A la usanza de los intelectuales comprometidos pidió explicaciones; no llegaron.
Esperó un año el informe oficial y escribió, en septiembre de 2015, su columna “El relato del fuego”. Ante la acostumbrada mentira gobiernista, ante el juego del olvido y el bombardeo mediático para distraer la atención, el escritor dejó estas palabras indelebles: “Me concentro en un solo punto del informe: las noticias de la lumbre. La hipótesis de que los cuerpos ardieron en una pira al aire libre fue analizada por José Torero, especialista en Seguridad de Fuego de origen peruano, doctorado en Berkeley, quien ha enseñado en la Universidad de Edimburgo y actualmente trabaja en la de Queensland, Australia. De acuerdo con su peritaje, para calcinar 43 cuerpos en un claro habrían sido necesarios más de 30.000 kilogramos de madera y más de 13.000 kilogramos de neumáticos. La hoguera debería haber durado al menos 60 horas, con llamas de siete metros de altura y un penacho de humo de 300 metros, incidente difícil de ocultar a los habitantes de la zona. Tomando en cuenta los vientos y la proximidad del bosque, se habría provocado un incendio forestal. Las plantas en derredor deberían mostrar marcadas deformaciones. Nada de eso ocurrió: ‘Los muchachos no fueron incinerados en el basurero de Cocula’, dijo el relator de los hechos. Lo que el Gobierno calló, lo ha dicho el fuego”.
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Aquí, Villoro fue un Vulcano latinoamericano que utilizó el fuego de sus palabras para develar las falsedades de los poderosos que siempre se intentan cubrir y proteger entre sí, mientras el pueblo pone los muertos. Ese tipo de literatura es la que dialoga con el muralismo de David Alfaro Siqueiros, de Diego Rivera, con los relatos de su tocayo Juan Rulfo, con las demandas de su otro tocayo Juan José Arreola, con la voz de Elena Poniatowska, con el periodismo de Alma Guillermoprieto, Alejandro Almazán y Diego Enrique Osorno… la lista es infinita, pero todos, nacidos o no en septiembre, son héroes de las artes mexicanas; Villoro también lo es.
Ese compromiso que los trasciende es el mismo que le permitió a Villoro cosechar premios nacionales e internacionales, pues hoy es Miembro del Colegio Nacional, ganó el Premio Herralde de Novela en 2004, el Premio Rey de España en 2010, el Premio José Donoso en 2012 y el Premio Narrativa Manuel Rojas en 2018. Por todo esto, Juan Villoro es hijo legítimo del septiembre mexicano; es decir, es tan chingón para hacerle frente al desastre y a la violencia, como lo es su mismísimo México.
Esquirla: este texto se terminó de escribir el 19 de septiembre de 2022 a las 7:00 a.m., ese mismo día, a las 13:05, un sismo de 7.6 de magnitud azotó nuevamente el país de Juan Villoro.
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