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Los de “Vida interior” (Rey Naranjo Editores, 2024) son cuentos donde el grito es ahogado “como si en lugar de la boca se metiera por ella. Más asfixia que voz”. En cada página tenemos la impresión de estar a punto de ser devorados por cuerpos con formas aterradoras, compactas y definidas, o desde pozos en los que se intuye una criatura que nada en el fondo. Aunque intentamos tranquilizarnos —en vano y estúpidamente—, y tratamos de protegernos con un manto de engañosa tranquilidad, el miedo descomunal nos trastorna.
Con su libro más reciente, ilustrado por Isabella Viracachá, el escritor y periodista Julián Isaza nos entrega en siete cuentos temáticas como: la agonía, el grito contenido, la extraña quietud, la mirada ausente, las imágenes que creemos ver, las cabezas como masas palpitantes, el fantasma de las suposiciones entre la oscuridad que se mueve y nos persigue, y los monstruos que nos arrinconan.
El eje del libro es la vejez con su “deterioro y terquedad”. ¿Qué le permiten este tipo de personajes en términos narrativos?
La vejez ha tenido un rol más o menos definido en la literatura de terror, y ese ha sido el del anciano como antagonista, como personaje siniestro. Eso es claro en el relato fantástico —con las brujas de los cuentos de hadas— hasta los clásicos del género —con el anciano Drácula en su castillo— y, por supuesto, en las narraciones más contemporáneas donde los “monstruos” siguen bebiendo de las características de la vejez: las manos huesudas, las carnes marchitas, las bocas desdentadas. La vejez asusta por su cercanía a la enfermedad y la muerte, tan opuesta a la figura del joven, que es el vigor y la vida. Eso se convirtió en un tópico en el género del terror: los victimarios son o tienen características de ancianos. Por esa razón, en “Vida interior” pretendí revisar ese rol, jugar con él, invertir los términos en varias ocasiones. Esa inversión de términos también ofrece múltiples oportunidades narrativas, pues emerge una gama de personajes que enfrenta el terror de una manera muy distinta a como lo puede hacer, por ejemplo, un niño.
La soledad —que es una variable siempre interesante para este tipo de relatos— en un viejo es más profunda y compleja, como también lo es el sentido de la realidad cuando el desgaste de los años empieza a rozar la demencia o, por supuesto, la misma debilidad física. Esos elementos, también presentes en la infancia —la víctima por excelencia del terror— tienen dimensiones completamente distintas al final de la vida y ofrecen personajes no tan explorados y ricos en matices.
En casi todos los cuentos suele haber un momento en el que sus personajes sienten alivio o creen estar a salvo. ¿Cómo juega con ese momento previo al desenlace terrorífico?
Vonnegut aconsejaba que un escritor debería “ser un sádico” porque cuando les ocurren cosas horribles a los personajes, el lector puede ver “de qué están hechos”. Yo supongo que una forma de ese sadismo literario, y más aún en un género como el terror, tiene que ver con la esperanza, con el juego de un aparente alivio, de una sensación de seguridad que solo es el preludio para que todo empeore y, si se quiere, se vaya más al infierno.
Unido a eso, usted juega muy bien con la sensación de que algo peor está por suceder; ¿cómo construye ese suspenso, ese in crescendo?
Yo pienso en mis relatos como la suma de pequeños elementos que van dando pistas sobre lo que ocurre y lo que ocurrirá. Es decir, como un camino de migas de pan que el lector atento debe ir recogiendo para adentrarse en un bosque oscuro y que, al final, lo llevarán a puerto. Cada una de esas pistas también deben ser inquietantes y deben ofrecer información o contribuir a la construcción de la atmósfera que, pretendo, sea cada vez más densa e incómoda. Es en esa sumatoria de elementos en la que la cuerda se tensa y el suspenso se incrementa.
Tengo la sensación de que cada historia, más allá de lo literal, tiene una metáfora, una manera de preguntar por temas como la maternidad o la paternidad, cómo juzgamos el aspecto físico de los otros, las relaciones afectivas, etc. Cuéntenos sobre esa especie de subtexto.
El libro, aunque no tiene la pretensión de examinar o reflexionar hondamente sobre la vejez, sí contiene ciertas preguntas que yo tengo sobre ella. Como bien lo dices, hay temas presentes como la relación entre padres e hijos, la memoria o la degradación física. Todos ellos son temas que subyacen en las historias, porque creo que un relato o un libro de relatos de terror, para que tenga potencia, debe explorar temores reales. Me parece que esa es una de las claves del género: si a mí me inquieta, es posible que a los lectores también los inquiete. De modo que el “monstruo” o el elemento sobrenatural puede leerse como una suerte de alegoría, como la encarnación ficticia de un miedo real.
Los cuentos de este libro están atravesados por una mirada que acoge lo monstruoso, que en este caso es la vida interior, que de alguna manera nos habita a todos. ¿Cómo definiría lo monstruoso y el lugar que tiene en su escritura?
Lo monstruoso, como lo mencionaba, tiene algo de alegórico. Pero la alegoría por la alegoría no es suficiente y, si está sola o si ella es el único objetivo, puede terminar lindando con lo aleccionador y esa es una posibilidad a la que me niego. Por eso hay otro elemento: el absurdo. Y lo absurdo entendido como ese elemento extravagante y, para el caso, siniestro, es aquello que rompe lo cotidiano y lo redefine para mortificar a los personajes. En ese sentido, me gustan los monstruos que salen de las grietas, los que aparecen en las fracturas de la realidad y que, a pesar de su naturaleza extravagante, son verosímiles, no en un mundo fantástico, sino en uno que podría considerarse “normal”.
Otro aspecto muy interesante es su trabajo son las ideas de la soledad y del tiempo. En casi todos los cuentos la historia finaliza después del amanecer. ¿Qué representan y cómo aportan a las historias?
Ahora que señalas ese elemento, el del amanecer, pienso que a lo mejor son las primeras luces del día las que revelan los estragos de la noche. Sucede en algunos de los cuentos y, con frecuencia, sucede en la vida. Sobre la soledad, que siempre me ha interesado y que aparece mucho en aquello que escribo tanto en ficción como en no ficción, pienso que en ella se incuban muchos de los miedos más profundos de los seres humanos.
¿Cómo es el trabajo narrativo para construir personajes y atmósferas habitadas por la extrañeza, las grietas, ser ajeno a uno mismo y a los otros, lo que va más allá de las palabras?
Trato de partir de escenarios muy cotidianos, muy reales; la idea del tipo normal que vive una vida más o menos normal y, de repente, algo se fractura. Esa es la grieta, es ahí donde construyo la trama y donde aparece la extrañeza que se filtra poco a poco, como un gas venenoso que invade todo e intoxica a los personajes.
¿Cuáles son “los miedos verdaderos y profundos” de los seres humanos que usted explora y narra en estos cuentos?
La soledad definitivamente es uno de ellos y se expresa en muchas de las historias. Otro es la cordura, la capacidad o incapacidad de discernir entre lo verdadero y lo imaginario, la amenaza de perder la memoria y, por lo tanto, el pasado y el mundo que construimos. Y, claro, también está la debilidad que llega con el óxido del tiempo y que nos hace vulnerables a aquello que antes no nos preocupaba.
En una entrevista de hace algunos años usted decía que en Colombia aún no había una tradición asentada de géneros como la ciencia ficción y el terror, pues no habíamos superado el pudor y el esnobismo debido a “la muy cuestionable idea de que la literatura que vale la pena es la realista”. ¿Qué lectura hace de eso hoy?
Creo que no ha cambiado mucho. Aunque hay una producción ligeramente mayor de estos géneros por parte de escritores colombianos y un interés evidente por parte de los lectores, me sigue pareciendo que una parte importante del mundo literario sigue subestimando estos géneros. Es difícil, por ejemplo, que se premien obras de terror o de ciencia ficción. También es difícil que las publiquen. Para muchos, la literatura “seria” sigue siendo la realista, como si no fuesen “serias” las historias que indagan sobre nuestros miedos o las que hacen comentarios sociales como los que logra la ciencia ficción. Creo que el foco sigue en una literatura normada por cierta arrogancia, y se suelen descartar otras expresiones.