Juliana Muñoz: volver letra lo etéreo
Su libro “24 señales para descubrir a un alien”, de la editorial Tragaluz, fue uno de los más vendidos en la pasada Feria del Libro de Bogotá.
FERNANDO ARAÚJO VÉLEZ
Solía dejar un par de botas de caucho debajo de su escritorio para salir hacia donde hubiera que salir si había un deslizamiento de tierra en algún barrio apartado de Bogotá, o una inundación, o si explotaba algún petardo en el centro. En el fondo, mientras caminaba de un lado a otro de la redacción del periódico donde comenzó a escribir, buscando ideas, llevando respuestas, rumiando frases, estaba en busca de una historia, porque siempre quería escribir una historia. Cuando el escándalo de la radio y la televisión explotaba con un “última hora: se acaba de producir un deslizamiento de tierra en el sector del Tunjuelo. Se desconoce el número de víctimas”, o “última hora: la Policía acaba de anunciar que un petardo explotó en un céntrico lugar de la capital del país”, ella iba por sus botas, se echaba encima un morral y salía, para regresar horas más tarde con su versión de los hechos.
Escribía. Caminaba. Sonreía. Leía Rayuela y jugaba con cronopios. Se sumergía en un mar de palabras y peleaba con las palabras, y peleaba aún más con las teorías que le habían inculcado en la universidad y con las máximas que intentaban imponerle algunos de sus jefes, porque le decían que las noticias debían escribirse de una manera, y ella quería escribirlas a su manera. A veces lo lograba y sus textos eran una especie de película condensada, con gente de carne, hueso y vida, con calles que parecían moverse. A veces se enredaba con las lecciones que tantas veces había oído y leído, y le salían párrafos rígidos, enyesados, letras sin alma, mera información. Por aquellos tiempos, ocho años atrás, firmaba como Laura Juliana Muñoz Toro. Luego, pasado un tiempo, decidió eliminar el Laura, tal vez para que algún bromista no le cantara algunas estrofas de una vieja canción de Roberto Carlos que decía “Lady Laura, abrázame fuerte, Lady Laura, y cuéntame un cuento”.
Sin el Laura y sin la vieja canción de Roberto Carlos, empezó a escribir cuentos. Ya había pasado por otras salas de redacción (Diners, ADN), y había escrito para infinidad de revistas y diarios. El periodismo, con sus pesados manuales, también empezaba a ser parte de un cuento, sencillamente porque una noche cualquiera, un alguien cualquiera le preguntó para qué escribía, y ella comprendió que la escritura era lo único que la sacaba de las depresiones que le dejaban la rutina, los desamores, la familia, la vida. Empezaba a entender, leyendo a José Saramago, que “somos cuentos de cuentos contando cuentos, nada”, pero pese a la nada, y pese a los cuentos de nada, ella se fue convenciendo de que necesitaba contar sus cuentos, dejar plasmados sus cuentos, sus razones, su infancia, sus dudas, sus dolores y alegrías.
Entonces comenzó a ir por la vida con una sonrisa de guasón pintada, y eligió imaginar, soñar, y de cuando en cuando volverse protagonista de su mundo. Un día, dos años atrás, decidió irse a Nueva York para matricularse en una escuela de escritura creativa. Allá, entre otros manuales, tan pesados como los del periodismo, y entre dogmas y supuestos sabios, también peleó, se clavó las uñas, lloró, murió y resucitó, pero al final se concentró en escribir y leer, y nada más. Que el mundo se cayera afuera, que hablaran, que le lanzaran piedras a su ventana. No importaba. Importaban sus cuentos, sus recuerdos, sus versiones. Importaba escribir para intentar responder las preguntas que aún no lograba responder, para escuchar las voces que se le mezclaban en su cabeza, para que los días valieran la pena “sólo por haber vuelto letra, aunque fuera en una hoja de papel que luego perdiera, algo que antes era etéreo”.
Importaba escribir “Dentro de papá vive un alien pequeñito que lo controla. Por eso hace cosas que no me gustan. Por eso se comporta como si fuera de otro planeta. Le grita a mamá y a mí casi no me habla. Da órdenes cuando llega del trabajo. Tiene hambre todo el tiempo. No le gusta salir a pasear ni nada de lo que hace la gente. No tiene amigos. Su plan es conquistar el mundo y debe empezar por nosotros” (24 señales para descubrir un alien, Tragaluz Editores). Importaba descubrir, vivir en los personajes que creaba, que en últimas eran ella, siempre fueron ella. Importaba sacar sus botas de caucho todos los días y caminar entre la nieve o el barro o el asfalto de las ciudades que iba conociendo, y escribir, aunque fuera sin palabras. Inventar, desnudarse, huir, encontrarse y jugar a su propia rayuela.
Solía dejar un par de botas de caucho debajo de su escritorio para salir hacia donde hubiera que salir si había un deslizamiento de tierra en algún barrio apartado de Bogotá, o una inundación, o si explotaba algún petardo en el centro. En el fondo, mientras caminaba de un lado a otro de la redacción del periódico donde comenzó a escribir, buscando ideas, llevando respuestas, rumiando frases, estaba en busca de una historia, porque siempre quería escribir una historia. Cuando el escándalo de la radio y la televisión explotaba con un “última hora: se acaba de producir un deslizamiento de tierra en el sector del Tunjuelo. Se desconoce el número de víctimas”, o “última hora: la Policía acaba de anunciar que un petardo explotó en un céntrico lugar de la capital del país”, ella iba por sus botas, se echaba encima un morral y salía, para regresar horas más tarde con su versión de los hechos.
Escribía. Caminaba. Sonreía. Leía Rayuela y jugaba con cronopios. Se sumergía en un mar de palabras y peleaba con las palabras, y peleaba aún más con las teorías que le habían inculcado en la universidad y con las máximas que intentaban imponerle algunos de sus jefes, porque le decían que las noticias debían escribirse de una manera, y ella quería escribirlas a su manera. A veces lo lograba y sus textos eran una especie de película condensada, con gente de carne, hueso y vida, con calles que parecían moverse. A veces se enredaba con las lecciones que tantas veces había oído y leído, y le salían párrafos rígidos, enyesados, letras sin alma, mera información. Por aquellos tiempos, ocho años atrás, firmaba como Laura Juliana Muñoz Toro. Luego, pasado un tiempo, decidió eliminar el Laura, tal vez para que algún bromista no le cantara algunas estrofas de una vieja canción de Roberto Carlos que decía “Lady Laura, abrázame fuerte, Lady Laura, y cuéntame un cuento”.
Sin el Laura y sin la vieja canción de Roberto Carlos, empezó a escribir cuentos. Ya había pasado por otras salas de redacción (Diners, ADN), y había escrito para infinidad de revistas y diarios. El periodismo, con sus pesados manuales, también empezaba a ser parte de un cuento, sencillamente porque una noche cualquiera, un alguien cualquiera le preguntó para qué escribía, y ella comprendió que la escritura era lo único que la sacaba de las depresiones que le dejaban la rutina, los desamores, la familia, la vida. Empezaba a entender, leyendo a José Saramago, que “somos cuentos de cuentos contando cuentos, nada”, pero pese a la nada, y pese a los cuentos de nada, ella se fue convenciendo de que necesitaba contar sus cuentos, dejar plasmados sus cuentos, sus razones, su infancia, sus dudas, sus dolores y alegrías.
Entonces comenzó a ir por la vida con una sonrisa de guasón pintada, y eligió imaginar, soñar, y de cuando en cuando volverse protagonista de su mundo. Un día, dos años atrás, decidió irse a Nueva York para matricularse en una escuela de escritura creativa. Allá, entre otros manuales, tan pesados como los del periodismo, y entre dogmas y supuestos sabios, también peleó, se clavó las uñas, lloró, murió y resucitó, pero al final se concentró en escribir y leer, y nada más. Que el mundo se cayera afuera, que hablaran, que le lanzaran piedras a su ventana. No importaba. Importaban sus cuentos, sus recuerdos, sus versiones. Importaba escribir para intentar responder las preguntas que aún no lograba responder, para escuchar las voces que se le mezclaban en su cabeza, para que los días valieran la pena “sólo por haber vuelto letra, aunque fuera en una hoja de papel que luego perdiera, algo que antes era etéreo”.
Importaba escribir “Dentro de papá vive un alien pequeñito que lo controla. Por eso hace cosas que no me gustan. Por eso se comporta como si fuera de otro planeta. Le grita a mamá y a mí casi no me habla. Da órdenes cuando llega del trabajo. Tiene hambre todo el tiempo. No le gusta salir a pasear ni nada de lo que hace la gente. No tiene amigos. Su plan es conquistar el mundo y debe empezar por nosotros” (24 señales para descubrir un alien, Tragaluz Editores). Importaba descubrir, vivir en los personajes que creaba, que en últimas eran ella, siempre fueron ella. Importaba sacar sus botas de caucho todos los días y caminar entre la nieve o el barro o el asfalto de las ciudades que iba conociendo, y escribir, aunque fuera sin palabras. Inventar, desnudarse, huir, encontrarse y jugar a su propia rayuela.