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                                                                                                                                Julio Cortázar visto por Mario Vargas Llosa

                                                                                                                                Fragmento de un célebre perfil del escritor argentino, de quien hoy se conmemora su natalicio 110, escrito por su amigo peruano, Premio Nobel de Literatura 2010.

                                                                                                                                Mario Vargas Llosa * / Especial para El Espectador

                                                                                                                                Julio Cortázar nació el 26 de agosto de 1914, en Ixelles, Bélgica, y murió el 12 de febrero de 1984, en París, Francia. Este retrato fue tomado en su casa en la capital francesa el 27 de noviembre de 2003.
                                                                                                                                Foto: Getty Images - Ulf Andersen
                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Gánale la carrera a la desinformación NO TE QUEDES CON LAS GANAS DE LEER ESTE ARTÍCULO

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                                                                                                                                Foto: Getty Images - Ulf Andersen
                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                A Aurora Bernárdez

                                                                                                                                Aquel domingo de 1984 acababa de instalarme en mi escritorio para escribir un artículo, cuando sonó el teléfono. Hice algo que ya entonces no hacía nunca: levantar el auricular. «Julio Cortázar ha muerto —dijo la voz del periodista—. Dícteme su comentario».

                                                                                                                                Pensé en un verso de Vallejo —«Español de puro bestia»— y, balbuceando, le obedecí. Pero aquel domingo, en vez de escribir el artículo, me quedé hojeando y releyendo algunos de sus cuentos y páginas de sus novelas que mi memoria conservaba muy vivos. Hacía tiempo que no sabía nada de él. No sospechaba ni su larga enfermedad ni su dolorosa agonía. Pero me alegró saber que Aurora había estado a su lado en esos últimos meses y que, gracias a ella, tuvo un entierro sobrio, sin las previsibles payasadas de los cuervos revolucionarios, que tanto se habían aprovechado de él en los últimos años.

                                                                                                                                Read more!
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                                                                                                                                Se pasaban los temas el uno al otro como dos consumados malabaristas y con ellos uno no se aburría nunca. La perfecta complicidad, la secreta inteligencia que parecía unirlos era algo que yo admiraba y envidiaba en la pareja tanto como su simpatía, su compromiso con la literatura —que daba la impresión de ser excluyente y total— y su generosidad para con todo el mundo, sobre todo con los aprendices como yo.

                                                                                                                                Era difícil determinar quién había leído más y mejor, y cuál de los dos decía cosas más agudas e inesperadas sobre libros y autores. Que Julio escribiera y Aurora solo tradujera (en su caso ese «solo» quiere decir todo lo contrario de lo que parece) es algo que yo siempre supuse provisional, un transitorio sacrificio de Aurora para que, en la familia, hubiera de momento nada más que un escritor. Ahora, que vuelvo a verla, después de tantos años, me muerdo la lengua las dos o tres veces que estoy a punto de preguntarle si tiene muchas cosas escritas, si va a decidirse por fin a publicar... Luce los cabellos grises, pero, en lo demás, es la misma. Pequeña, menuda, con esos grandes ojos azules llenos de inteligencia y la abrumadora vitalidad de antaño. Baja y sube las peñas mallorquinas de Deyá con una agilidad que a mí me deja todo el tiempo rezagado y con palpitaciones. También ella, a su modo, luce aquella virtud cortazariana por excelencia: ser un Dorian Gray.

                                                                                                                                Read more!
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                                                                                                                                Durante los años sesenta, y, en especial, los siete que viví en París, fue uno de mis mejores amigos, y, también, algo así como mi modelo y mi mentor. A él di a leer en manuscrito mi primera novela y esperé su veredicto con la ilusión de un catecúmeno. Y cuando recibí su carta, generosa, con aprobación y consejos, me sentí feliz. Creo que por mucho tiempo me acostumbré a escribir presuponiendo su vigilancia, sus ojos alentadores o críticos encima de mi hombro. Yo admiraba su vida, sus ritos, sus manías y sus costumbres tanto como la facilidad y la limpieza de su prosa y esa apariencia cotidiana, doméstica y risueña, que en sus cuentos y novelas adoptaban los temas fantásticos. Cada vez que él y Aurora llamaban para invitarme a cenar —al pequeño apartamento vecino a la Rue de Sèvres, primero, y luego a la casita en espiral de la Rue du Général Beuret— era la fiesta y la felicidad. Me fascinaba ese tablero de recortes de noticias insólitas y los objetos inverosímiles que recogía o fabricaba, y ese recinto misterioso, que, según la leyenda, existía en su casa, en el que Julio se encerraba a tocar la trompeta y a divertirse como un niño: el cuarto de los juguetes. Conocía un París secreto y mágico, que no figuraba en guía alguna, y de cada encuentro con él yo salía cargado de tesoros: películas que ver, exposiciones que visitar, rincones por los que merodear, poetas que descubrir y hasta un congreso de brujas en la Mutualité que a mí me aburrió sobremanera pero que él evocaría después, maravillosamente, como un jocoso apocalipsis.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Con ese Julio Cortázar era posible ser amigo pero imposible intimar. La distancia que él sabía imponer, gracias a un sistema de cortesías y de reglas a las que había que someterse para conservar su amistad, era uno de los encantos del personaje: lo nimbaba de cierto misterio, daba a su vida una dimensión secreta que parecía ser la fuente de ese fondo inquietante, irracional y violento, que transparecía a veces en sus textos, aun los más mataperros y risueños. Era un hombre eminentemente privado, con un mundo interior construido y preservado como una obra de arte al que probablemente solo Aurora tenía acceso, y para el que nada, fuera de la literatura, parecía importar, acaso existir.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Esto no significa que fuera libresco, erudito, intelectual, a la manera de un Borges, por ejemplo, que con toda justicia escribió: «Muchas cosas he leído y pocas he vivido». En Julio la literatura parecía disolverse en la experiencia cotidiana e impregnar toda la vida, animándola y enriqueciéndola con un fulgor particular sin privarla de savia, de instinto, de espontaneidad. Probablemente ningún otro escritor dio al juego la dignidad literaria que Cortázar ni hizo del juego un instrumento de creación y exploración artística tan dúctil y provechoso. Pero diciéndolo de este modo tan serio, altero la verdad: porque Julio no jugaba para hacer literatura. Para él escribir era jugar, divertirse, organizar la vida —las palabras, las ideas— con la arbitrariedad, la libertad, la fantasía y la irresponsabilidad con que lo hacen los niños o los locos. Pero jugando de este modo la obra de Cortázar abrió puertas inéditas, llegó a mostrar unos fondos desconocidos de la condición humana y a rozar lo trascendente, algo que seguramente nunca se propuso. No es casual —o, más bien sí lo es, pero en ese sentido de orden de lo casual que él describió en 62 Modelo para armar— que la más ambiciosa de sus novelas llevara como título Rayuela, un juego de niños.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Como la novela, como el teatro, el juego es una forma de ficción, un orden artificial impuesto sobre el mundo, una representación de algo ilusorio, que reemplaza a la vida. Sirve al hombre para distraerse, olvidarse de la verdadera realidad y de sí mismo, viviendo, mientras dura aquella sustitución, una vida aparte, de reglas estrictas, creadas por él. Distracción, divertimento, fabulación, el juego es también un recurso mágico para conjurar el miedo atávico del ser humano a la anarquía secreta del mundo, al enigma de su origen, condición y destino. Johan Huizinga, en su célebre Homo Ludens, sostuvo que el juego es la columna vertebral de la civilización y que la sociedad evolucionó hasta la modernidad lúdicamente, construyendo sus instituciones, sistemas, prácticas y credos a partir de esas formas elementales de la ceremonia y el rito que son los juegos infantiles.

                                                                                                                                En el mundo de Cortázar el juego recobra esa virtualidad perdida, de actividad seria y de adultos, que se valen de ella para escapar a la inseguridad, a su pánico ante un mundo incomprensible, absurdo y lleno de peligros. Es verdad que sus personajes se divierten jugando, pero muchas veces se trata de diversiones peligrosas, que les dejarán, además de un pasajero olvido de sus circunstancias, algún conocimiento atroz, o la enajenación o la muerte.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                En otros casos, el juego cortazariano es un refugio para la sensibilidad y la imaginación, la manera como seres delicados, ingenuos, se defienden contra las aplanadoras sociales o, como escribió en el más travieso de sus libros —Historias de cronopios y de famas—, «para luchar contra el pragmatismo y la horrible tendencia a la consecución de fines útiles». Sus juegos son alegatos contra lo prefabricado, las ideas congeladas por el uso y el abuso, los prejuicios y, sobre todo, la solemnidad, bestia negra de Cortázar cuando criticaba la cultura y la idiosincrasia de su país.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Pero hablo del juego y, en verdad, debería usar el plural. Porque en los libros de Cortázar juega el autor, juega el narrador, juegan los personajes y juega el lector, obligado a ello por las endiabladas trampas que lo acechan a la vuelta de la página menos pensada. Y no hay duda que es enormemente liberador y refrescante encontrarse de pronto, entre las prestidigitaciones de Cortázar, sin saber cómo, parodiando a las estatuas, repescando palabras del cementerio (los diccionarios académicos) para inflarles vida a soplidos de humor, o saltando entre el cielo y el infierno de la rayuela.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                El efecto de Rayuela cuando apareció, en 1963, en el mundo de lengua española, fue sísmico. Removió hasta los cimientos las convicciones o prejuicios que escritores y lectores teníamos sobre los medios y los fines del arte de narrar y extendió las fronteras del género hasta límites impensables. Gracias a Rayuela aprendimos que escribir era una manera genial de divertirse, que era posible explorar los secretos del mundo y del lenguaje pasándola muy bien y que, jugando, se podían sondear misteriosos estratos de la vida vedados al conocimiento racional, a la inteligencia lógica, simas de la experiencia a las que nadie puede asomarse sin riesgos graves, como la muerte y la locura. En Rayuela razón y sinrazón, sueño y vigilia, objetividad y subjetividad, historia y fantasía perdían su condición excluyente, sus fronteras se eclipsaban, dejaban de ser antinomias para confundirse en una sola realidad, por la que ciertos seres privilegiados, como la Maga y Oliveira, y los célebres piantados de sus futuros libros, podían discurrir libremente. (Como muchas parejas lectoras de Rayuela, en los sesenta, Patricia y yo empezamos también a hablar en glíglico, a inventar una jerigonza privada y a traducir a sus restallantes vocablos esotéricos nuestros tiernos secretos).

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Junto con la noción de juego, la de libertad es imprescindible cuando se habla de Rayuela y de todas las ficciones de Cortázar. Libertad para violentar las normas establecidas de la escritura y la estructura narrativas, para reemplazar el orden convencional del relato por un orden soterrado que tiene el semblante del desorden, para revolucionar el punto de vista del narrador, el tiempo narrativo, la psicología de los personajes, la organización espacial de la historia, su ilación. La tremenda inseguridad que, a lo largo de la novela, va apoderándose de Horacio Oliveira frente al mundo (y confinándolo más y más en un refugio mental) es la sensación que acompaña al lector de Rayuela a medida que se adentra en ese laberinto y se deja ir extraviando por el maquiavélico narrador en los vericuetos y ramificaciones de la anécdota. Nada es allí reconocible y seguro: ni el rumbo, ni los significados, ni los símbolos, ni el suelo que se pisa. ¿Qué me están contando? ¿Por qué no acabo de comprenderlo del todo? ¿Se trata de algo tan misterioso y complejo que es inaprensible o de una monumental tomadura de pelo? Se trata de ambas cosas. En Rayuela y en muchos relatos de Cortázar la burla, la broma y el ilusionismo de salón, como las figuritas de animales que ciertos virtuosos arman con sus manos o las monedas que desaparecen entre los dedos y reaparecen en las orejas o la nariz, están a menudo presentes, pero, a menudo, también, como en esos famosos episodios absurdos de Rayuela que protagonizan la pianista Berthe Trépat, en París, y el tablón sobre el vacío en el que hace equilibrio Talita, en Buenos Aires, sutilmente se transmutan en una bajada a los sótanos del comportamiento, a sus remotas fuentes irracionales, a un fondo inmutable —mágico, bárbaro, ceremonial— de la experiencia humana, que subyace a la civilización racional y, en ciertas circunstancias, reflota en ella, desbaratándola. (Este es el tema de algunos de los mejores cuentos de Cortázar, como «El ídolo de las cícladas» y «La noche boca arriba», en los que vemos irrumpir de pronto, en el seno de la vida moderna y sin solución de continuidad, un pasado remoto y feroz de dioses sangrientos que deben ser saciados con víctimas humanas).

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Rayuela estimuló las audacias formales en los nuevos escritores hispanoamericanos como pocos libros anteriores o posteriores, pero sería injusto llamarla una novela experimental. Esta calificación despide un tufillo abstracto y pretencioso, sugiere un mundo de probetas, retortas y pizarras con cálculos algebraicos, algo desencarnado, disociado de la vida inmediata, del deseo y el placer. Rayuela rebosa vida por todos sus poros, es una explosión de frescura y movimiento, de exaltación e irreverencia juveniles, una resonante carcajada frente a aquellos escritores que, como solía decir Cortázar, se ponen cuello y corbata para escribir. Él escribió siempre en mangas de camisa, con la informalidad y la alegría con que uno se sienta a la mesa a disfrutar de una comida casera o escucha un disco favorito en la intimidad del hogar. Rayuela nos enseñó que la risa no era enemiga de la gravedad y todo lo que de ilusorio y ridículo puede anidar en el afán experimental cuando se toma demasiado en serio. Así como, en cierta forma, el marqués de Sade agotó de antemano todos los posibles excesos de la crueldad sexual, llevándola en sus novelas a extremos irrepetibles, Rayuela constituyó una suerte de apoteosis del juego formal luego de lo cual cualquier novela experimental nacía vieja y repetida. Por eso, como Borges, Cortázar ha tenido incontables imitadores, pero ningún discípulo.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Desescribir la novela, destruir la literatura, quebrar los hábitos al «lector-hembra», desadornar las palabras, escribir mal, etcétera, en lo que insistía tanto el Morelli de Rayuela, son metáforas de algo muy simple: la literatura se asfixia por exceso de convencionalismos y de seriedad. Hay que purgarla de retórica y lugares comunes, devolverle novedad, gracia, insolencia, libertad. El estilo de Cortázar tiene todo eso, sobre todo cuando se distancia de la pomposa prosopopeya taumatúrgica con que su alter ego Morelli pontifica sobre literatura, es decir en sus cuentos, los que, de manera general, son más diáfanos y creativos que sus novelas, aunque no luzcan la vistosa cohetería que aureola a estas últimas.

                                                                                                                                * El texto completo puede leerse en la edición conmemorativa de la novela emblemática de Julio Cortázar, “Rayuela”, reeditada en 2019 por la Real Academia Española (RAE).

                                                                                                                                Por Mario Vargas Llosa * / Especial para El Espectador

                                                                                                                                Temas recomendados:

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