Julio Olaciregui: Quiénes somos, de dónde venimos y para dónde vamos
En la Feria del Libro de Bogotá 2018 se acaba de lanzar Las palmeras suplicantes, de Julio Olaciregui el último libro que es el don de un testigo y avisado protagonista de nuestra(s) Literatura(s) Colombiana(s).
Fabio R. Amaya
Desde cuando entre las universidades de Bérgamo y la Sorbona-París iv inauguramos con el catedrático mexicano Eduardo Ramos –en su seminario “Escrituras Plurales”– el proyecto Literatura(s) Colombiana(s), que coordino, no sólo propongo el estudio de las varias y bien diferenciadas que existen en el país, sino que sostengo que es ejemplar y única entre nosotros la línea de continuidad existente, sin grietas ni vacíos como se da en otras, en la literatura de la que siempre se ha llamado Costa y ahora, por moda, se dice Caribe (y, no Kaníbal, como reza el mito).
Porque allí, es una de mis tesis, hay un sistema solar autónomo y único en Colombia, todavía casi inexplorado. Dejo de lado la poesía, el ensayo y otros géneros y, limitándome a los novelistas y cuentistas, trazo la línea, con sus ya identificados sol y estrellas mayores: Fuenmayor-García Herreros-Cepeda Samudio-García Márquez-Rojas Herazo-Zapata Olivella-Duque López-Marvel Moreno-Germán Espinosa-Illán Bacca-Fanny Buitrago-Medina Aramís- Stevenson–*– Burgos Cantor-Garcés-Molinares-Miranda-Díaz Granados-Jattín-Ramírez-Lara Ramos-Tatis-Brito-Badrán... Y dejo en remojo a las y los más recientes, en espera de que el tiempo dé razón de su oficio de escritores.
He marcado un asterisco, en el puesto de una estrella que resplandece por sí sola, pero lo haría más si se difunde entre lectores y público de los buenos, porque los merece y su obra los pide a gritos. De él llevo años diciendo que cuando se le descubra en nuestro país, donde no se lee y que, con las debidas excepciones, sigue siendo ditirámbico y desmemoriado, todos quedaremos lelos por la luz, la simplicidad y la ternura con que es capaz de contar el mundo, recreándolo. Y de irradiarlas sobre vainas tan complicadas como saber quiénes somos, de dónde venimos y para dónde vamos.
Nombre: Julio Olaciregui. Nacionalidad: afro-caribe, colombiana y, por derecho, francesa. Identidad: currambero, kogui, yoruba, mestizo y pijao por madre, vasco y mulato por defectos de conquista. Estado permanente: Alucinado, Enamorado y Delirante. Residencia actual: Barranquilla, Santa Marta, Sierra Nevada, Valle del Magdalena (y París, por ratos, para ver a Katy, a su nieta y a sus tres talentosas y bellas hijas). Señas particulares: cumbiambero, cabello afro, piel blanca, mochila arawac al hombro.
Julito-Yulien-Lulius, ManBacán, como lo reconocen sus amigos (porque no se le conoce enemigo alguno), es el pechiche de Barrio Abajo, Rebolo, Prado Alto y lugares aledaños, como Sabanilla, Salgar, Luraco, Puerto y Taganga. De muchacho, revoltoso, estudia bachillerato en Curramba y, en Medellín, a mala pena tres semestres entre ingeniería, teatro y sociología, pero se hace a amigos como Juan José Hoyos y Elkin Restrepo. Menos muchacho hace sus primeros pinitos bajo la tutela de don Alfonso Fuenmayor en El Heraldo, para aparecer joven redactor en El Espectador por obra de don Gabriel García Márquez. Y, por la amistad y la insistencia de este último, más un flechazo del enigmático Cupido, resulta viviendo treinta y cinco largos años en París.
Entre los racionalistas y alumbrados, además de estudiar literatura en La Sorbona con Barthes, Lévinas y Gabriel Saad (el único colombiano oriundo de Paso de los Toros), y de redactar su obra narrativa y teatral, se desempeña, hasta hace poco, como autor de cables, para inflar, emitidos en el ciberespacio por France Press, agencia para la cual se desempeña de reportero y crítico de cine. Es guionista de Maqroll (y no sólo), experimentador infatigable, amador, y de los mejores, dicen por ahí. Y bailaor, empedernido y talentoso como pocos, de danzas africanas, más melómano de tiempo completo de aires y sones pancaribes.
(Dejo para otro día su periodo entre la cachaKería capitalina, donde se hizo compinche del poeta Santiago Mutis, del memorioso Roberto Burgos Cantor y de muchos cafres del mismo tenor, con quienes deambulaba como Diógenes, pero sin linterna, por cuchitriles, metederos, cafés y bailaderos, desde El Molino y El Cisne hasta El Gambrinus y El Búho).
Julio Olaciregui, me consta, es sobrio y mesurado pero delira, con juicio, cuando se larga a pensar, a hablar y, sobre todo, a escribir sobre libros, filosofía, física y cibernética; lee hasta el directorio telefónico de las ciudades que visita; no sabe hacer bien las cuentas; estudia latines, escarba archivos, devora bibliotecas, quiere a sus amigos, chupa vino, habla esperanto y cuchichea en varios idiomas. Si anteayer conversaba con Saramago, Córtázar o Walcott, y ayer lo hacía con Soynka, Achebe o Bertolucci, hoy dialoga con Susan Sontag, Iñaturri o Philip Roth, (y de paso, como buen y culto periodista, los entrevista a todos). Es, desde pechiche (niño en iku), incansable viajero, hincha de Joe Arroyo, Totó la Momposina, Juancho Polo Valencia y los juglares y acordeoneros del desenfadado norte de nuestro pueblo grande. Para no hablar de cuánto se deleite rodando documentales, dramatizando El Cocodrilo de Felisberto Hernández en un aula magna medieval, actuando de sabio renacentista para la película de una de sus hijas. O de como dibuje y maneje tintas y acuarelas, intentando raparme mi oficio, por el que nos conocimos. Fue allá, en los estribos del Pont Neuf, cuando en una vieja Remington él tecleaba, protegido por el daimon Jacques Gilard, esa saga sin igual, que nos dejara como herencia una de las estrellas de que hablaba al comienzo: la entrañable Marvel, la barranquillera de las míticas brisas decembrinas.
Y, como si fuera poco, Julito Olaciregui es el novelista, cuentista, guionista, dramaturgo y ensayista que goza del reconocimiento entre los adeptos y especialistas de estas disciplinas y en bastantes ateneos, universidades y academias del Viejo y del Nuevo continente. Sigue siendo el mismo de siempre, pero cada día mejor, y el poeta que pelea a diario con las palabras y las metáforas. Y se agarra a puño limpio con los diccionarios y las enciclopedias. Es también el mismo que hoy enseña gratis danzas africanas en los parques barranquilleros y pone en escena dramas o comedias en cualquier esquina de Santa Marta o Riohacha. El que por estos días anda leyendo sus ficciones por pueblos, caseríos y veredas del Magdalena, la Guajira, Sucre y La Mojana. El que pergeña sueños e invenciones, con un alborozo y una disciplina nunca vistas entre los artistas y escritores conocidos míos que andan regados por el mundo. Y lo hace con un talento y unas ganas que exuda por todos los poros, desde el alba hasta el ocaso de los trescientos sesenta y cinco días con sus noche de cada año. Sufriendo insomnios y gozando pequeños triunfos, padeciendo pobrezas, viviendo encuentros y desencuentros. Sin que los capos ni los alfiles de Random, Penguin, Planeta y Co. a quienes, bajo el régimen de la vulgaridad y la violencia de hoy día, les interesa sólo lo fácil y vendible, se hayan percatado del monumento que en silencio, con modestia y certidumbre sigue erigiendo Julio.
Antes de desempolvar algunos de sus títulos, casi todos inconseguibles por la falta del ojo avizor y de buenos lectores que no tienen editores, curadores y publicistas, los cuales cuentan más que los mismos artistas y escritores, valga una premisa: En los textos de Julio Olaciregui, como sucedía ya antes de la invención de la dialéctica, como no lo han enseñado nunca en facultades y tampoco enseñan hoy en el mercado de los inservibles talleres de las vanidades –perdón, de Escrituras creativas– se reconcilian, como unidades inescindibles, la realidad con la ficción, el sueño con la vigilia, los paraísos con los infiernos, los tiempos con los espacios. Y los cuerpos rijosos con las almas ansiosas, protagonistas de cronologías originales en geografías inauditas. En el pausado afán que él tiene de enseñarnos que los Mitos existen porque los seres humanos sencillos vivimos la vida y la trabajamos de tiempo completo. Con el sudor de la frente y con dolor, por no ser los elegidos. Que las leyendas como los mitos son historia, pero no toda historia es mito (Levi-Satruss dixit). Que con ellos no se ha redactado todavía la historia, impar por cierto, de los sencillos y vencidos, contra la best-seller historia de los arrogantes y vencedores. Con la consciencia de que todo pensamiento y toda reflexión, como toda novela u obra humana son fragmentos, trozos de experiencias que se recuerdan a saltos, pero con el hilo de Ariadna, tal cual lo gobierna él, bien sujeto entre los dedos. Así como se sueña, se produce y se vive a diario: dando saltos entre la cama, la oficina, el inodoro, la mesa, los abrazos, los coitos, el consumismo, los diálogos interrumpidos, las cuentas por pagar, y el mundo del revés que nos ha tocado en suerte. Este mundo que sigue patas arriba entre guerras y guerritas, odios raciales y persecuciones religiosas. En este Occidente sometido a la dictadura de la vulgaridad, el dinero mal habido, los tres monoteísmos y los personajillos de opereta mala que sabemos. Esos fantoches que bombardean pavoneándose como gallos finos, desplegando el diktat destructor entre las armadas y los palacios, las drogas y las bolsas de valores.
Los títulos, seguidos de dos breves anotaciones: Vestido de bestia (cuento, 1980), Los domingos de Charito (novela, 1986), Trapos al Sol (novela, 1991), Vísperas de amor (miscelánea, 1996), Las novias de Barranca, Talía y el Garabato, El callejón de los besos (teatro, inéditos), En el cabaret místico (teatro, 1999), El tango congo se acerca a La Habana (teatro, 2000), –*–, El callejón de los besos (teatro, 2009), Días de tambor (cuento, 2012), La segunda vida del negro Adán (cuento, 2014), Vida cotidiana en tiempo de García Márquez (ensayo, 2015). Libros todos que invito a leer si los colombianos queremos divertirnos y, de paso, saber de nuestros orígenes, de los mitos fundacionales que preceden al mestizaje y a la transculturación que, como en pocas otras latitudes, se materializan en Colombia.
Por favor, préstenle atención a Dionea, su magnífica e inconseguible mito-novela, impresa en Bogotá en 2006 por una pareja de generosos amigos suyos en 250 ejemplares, en espera de una verdadera edición. Dionea, (Διωνη, ‘reina divina’), diosa preHelénica y Mediterránea e incestuosa generadora de Dionisio es, al tiempo, la humilde y campechana muchacha barranquillera que huye de las vejaciones masculinas y de la violencia y, tras un peregrinaje ejemplar, con naturalidad deviene diosa preColombina y Caribe. Y también a Pechiche naturae su meta-novela de 2016 que se desovilla entre Colombia y Alemania, con Erasmus, Adalis, Palmerín, Reichel-Dolmatof y Juancho Polo Cervantes peregrinando entre filosofía, teología, etnología, arqueología, música. Y en el reino de la imaginación, de la cultura y del dislate.
Libros risueños, plagados de fábulas, historias, leyendas, relatos y anécdotas curiosas que se diluyen en la noche del tiempo. Fragmentos de los mitos fundacionales y de nuestra embrollada realidad histórica porque, dice con insistencia uno de sus narradores: “Lo fragmentario, el fragmento, alude a lo inconcluso en el mundo, una experiencia que no ha terminado de ser vivida. He querido recoger rastros, ecos de un mundo que se resiste a la desaparición y que, al mismo tiempo, está desapareciendo…”. A demostración que la ética y la estética, la erótica y la lúdica, son dos entre las unidades inescindibles que Julio Olaciregui, sabio, recompone con sinceridad y sencillez. Y en la FilBo 2018 por los tipos de Collage, se acaba de lanzar Las palmeras suplicantes, el último libro que es el don de un testigo y avisado protagonista de nuestra(s) Literatura(s) Colombiana(s).
Desde cuando entre las universidades de Bérgamo y la Sorbona-París iv inauguramos con el catedrático mexicano Eduardo Ramos –en su seminario “Escrituras Plurales”– el proyecto Literatura(s) Colombiana(s), que coordino, no sólo propongo el estudio de las varias y bien diferenciadas que existen en el país, sino que sostengo que es ejemplar y única entre nosotros la línea de continuidad existente, sin grietas ni vacíos como se da en otras, en la literatura de la que siempre se ha llamado Costa y ahora, por moda, se dice Caribe (y, no Kaníbal, como reza el mito).
Porque allí, es una de mis tesis, hay un sistema solar autónomo y único en Colombia, todavía casi inexplorado. Dejo de lado la poesía, el ensayo y otros géneros y, limitándome a los novelistas y cuentistas, trazo la línea, con sus ya identificados sol y estrellas mayores: Fuenmayor-García Herreros-Cepeda Samudio-García Márquez-Rojas Herazo-Zapata Olivella-Duque López-Marvel Moreno-Germán Espinosa-Illán Bacca-Fanny Buitrago-Medina Aramís- Stevenson–*– Burgos Cantor-Garcés-Molinares-Miranda-Díaz Granados-Jattín-Ramírez-Lara Ramos-Tatis-Brito-Badrán... Y dejo en remojo a las y los más recientes, en espera de que el tiempo dé razón de su oficio de escritores.
He marcado un asterisco, en el puesto de una estrella que resplandece por sí sola, pero lo haría más si se difunde entre lectores y público de los buenos, porque los merece y su obra los pide a gritos. De él llevo años diciendo que cuando se le descubra en nuestro país, donde no se lee y que, con las debidas excepciones, sigue siendo ditirámbico y desmemoriado, todos quedaremos lelos por la luz, la simplicidad y la ternura con que es capaz de contar el mundo, recreándolo. Y de irradiarlas sobre vainas tan complicadas como saber quiénes somos, de dónde venimos y para dónde vamos.
Nombre: Julio Olaciregui. Nacionalidad: afro-caribe, colombiana y, por derecho, francesa. Identidad: currambero, kogui, yoruba, mestizo y pijao por madre, vasco y mulato por defectos de conquista. Estado permanente: Alucinado, Enamorado y Delirante. Residencia actual: Barranquilla, Santa Marta, Sierra Nevada, Valle del Magdalena (y París, por ratos, para ver a Katy, a su nieta y a sus tres talentosas y bellas hijas). Señas particulares: cumbiambero, cabello afro, piel blanca, mochila arawac al hombro.
Julito-Yulien-Lulius, ManBacán, como lo reconocen sus amigos (porque no se le conoce enemigo alguno), es el pechiche de Barrio Abajo, Rebolo, Prado Alto y lugares aledaños, como Sabanilla, Salgar, Luraco, Puerto y Taganga. De muchacho, revoltoso, estudia bachillerato en Curramba y, en Medellín, a mala pena tres semestres entre ingeniería, teatro y sociología, pero se hace a amigos como Juan José Hoyos y Elkin Restrepo. Menos muchacho hace sus primeros pinitos bajo la tutela de don Alfonso Fuenmayor en El Heraldo, para aparecer joven redactor en El Espectador por obra de don Gabriel García Márquez. Y, por la amistad y la insistencia de este último, más un flechazo del enigmático Cupido, resulta viviendo treinta y cinco largos años en París.
Entre los racionalistas y alumbrados, además de estudiar literatura en La Sorbona con Barthes, Lévinas y Gabriel Saad (el único colombiano oriundo de Paso de los Toros), y de redactar su obra narrativa y teatral, se desempeña, hasta hace poco, como autor de cables, para inflar, emitidos en el ciberespacio por France Press, agencia para la cual se desempeña de reportero y crítico de cine. Es guionista de Maqroll (y no sólo), experimentador infatigable, amador, y de los mejores, dicen por ahí. Y bailaor, empedernido y talentoso como pocos, de danzas africanas, más melómano de tiempo completo de aires y sones pancaribes.
(Dejo para otro día su periodo entre la cachaKería capitalina, donde se hizo compinche del poeta Santiago Mutis, del memorioso Roberto Burgos Cantor y de muchos cafres del mismo tenor, con quienes deambulaba como Diógenes, pero sin linterna, por cuchitriles, metederos, cafés y bailaderos, desde El Molino y El Cisne hasta El Gambrinus y El Búho).
Julio Olaciregui, me consta, es sobrio y mesurado pero delira, con juicio, cuando se larga a pensar, a hablar y, sobre todo, a escribir sobre libros, filosofía, física y cibernética; lee hasta el directorio telefónico de las ciudades que visita; no sabe hacer bien las cuentas; estudia latines, escarba archivos, devora bibliotecas, quiere a sus amigos, chupa vino, habla esperanto y cuchichea en varios idiomas. Si anteayer conversaba con Saramago, Córtázar o Walcott, y ayer lo hacía con Soynka, Achebe o Bertolucci, hoy dialoga con Susan Sontag, Iñaturri o Philip Roth, (y de paso, como buen y culto periodista, los entrevista a todos). Es, desde pechiche (niño en iku), incansable viajero, hincha de Joe Arroyo, Totó la Momposina, Juancho Polo Valencia y los juglares y acordeoneros del desenfadado norte de nuestro pueblo grande. Para no hablar de cuánto se deleite rodando documentales, dramatizando El Cocodrilo de Felisberto Hernández en un aula magna medieval, actuando de sabio renacentista para la película de una de sus hijas. O de como dibuje y maneje tintas y acuarelas, intentando raparme mi oficio, por el que nos conocimos. Fue allá, en los estribos del Pont Neuf, cuando en una vieja Remington él tecleaba, protegido por el daimon Jacques Gilard, esa saga sin igual, que nos dejara como herencia una de las estrellas de que hablaba al comienzo: la entrañable Marvel, la barranquillera de las míticas brisas decembrinas.
Y, como si fuera poco, Julito Olaciregui es el novelista, cuentista, guionista, dramaturgo y ensayista que goza del reconocimiento entre los adeptos y especialistas de estas disciplinas y en bastantes ateneos, universidades y academias del Viejo y del Nuevo continente. Sigue siendo el mismo de siempre, pero cada día mejor, y el poeta que pelea a diario con las palabras y las metáforas. Y se agarra a puño limpio con los diccionarios y las enciclopedias. Es también el mismo que hoy enseña gratis danzas africanas en los parques barranquilleros y pone en escena dramas o comedias en cualquier esquina de Santa Marta o Riohacha. El que por estos días anda leyendo sus ficciones por pueblos, caseríos y veredas del Magdalena, la Guajira, Sucre y La Mojana. El que pergeña sueños e invenciones, con un alborozo y una disciplina nunca vistas entre los artistas y escritores conocidos míos que andan regados por el mundo. Y lo hace con un talento y unas ganas que exuda por todos los poros, desde el alba hasta el ocaso de los trescientos sesenta y cinco días con sus noche de cada año. Sufriendo insomnios y gozando pequeños triunfos, padeciendo pobrezas, viviendo encuentros y desencuentros. Sin que los capos ni los alfiles de Random, Penguin, Planeta y Co. a quienes, bajo el régimen de la vulgaridad y la violencia de hoy día, les interesa sólo lo fácil y vendible, se hayan percatado del monumento que en silencio, con modestia y certidumbre sigue erigiendo Julio.
Antes de desempolvar algunos de sus títulos, casi todos inconseguibles por la falta del ojo avizor y de buenos lectores que no tienen editores, curadores y publicistas, los cuales cuentan más que los mismos artistas y escritores, valga una premisa: En los textos de Julio Olaciregui, como sucedía ya antes de la invención de la dialéctica, como no lo han enseñado nunca en facultades y tampoco enseñan hoy en el mercado de los inservibles talleres de las vanidades –perdón, de Escrituras creativas– se reconcilian, como unidades inescindibles, la realidad con la ficción, el sueño con la vigilia, los paraísos con los infiernos, los tiempos con los espacios. Y los cuerpos rijosos con las almas ansiosas, protagonistas de cronologías originales en geografías inauditas. En el pausado afán que él tiene de enseñarnos que los Mitos existen porque los seres humanos sencillos vivimos la vida y la trabajamos de tiempo completo. Con el sudor de la frente y con dolor, por no ser los elegidos. Que las leyendas como los mitos son historia, pero no toda historia es mito (Levi-Satruss dixit). Que con ellos no se ha redactado todavía la historia, impar por cierto, de los sencillos y vencidos, contra la best-seller historia de los arrogantes y vencedores. Con la consciencia de que todo pensamiento y toda reflexión, como toda novela u obra humana son fragmentos, trozos de experiencias que se recuerdan a saltos, pero con el hilo de Ariadna, tal cual lo gobierna él, bien sujeto entre los dedos. Así como se sueña, se produce y se vive a diario: dando saltos entre la cama, la oficina, el inodoro, la mesa, los abrazos, los coitos, el consumismo, los diálogos interrumpidos, las cuentas por pagar, y el mundo del revés que nos ha tocado en suerte. Este mundo que sigue patas arriba entre guerras y guerritas, odios raciales y persecuciones religiosas. En este Occidente sometido a la dictadura de la vulgaridad, el dinero mal habido, los tres monoteísmos y los personajillos de opereta mala que sabemos. Esos fantoches que bombardean pavoneándose como gallos finos, desplegando el diktat destructor entre las armadas y los palacios, las drogas y las bolsas de valores.
Los títulos, seguidos de dos breves anotaciones: Vestido de bestia (cuento, 1980), Los domingos de Charito (novela, 1986), Trapos al Sol (novela, 1991), Vísperas de amor (miscelánea, 1996), Las novias de Barranca, Talía y el Garabato, El callejón de los besos (teatro, inéditos), En el cabaret místico (teatro, 1999), El tango congo se acerca a La Habana (teatro, 2000), –*–, El callejón de los besos (teatro, 2009), Días de tambor (cuento, 2012), La segunda vida del negro Adán (cuento, 2014), Vida cotidiana en tiempo de García Márquez (ensayo, 2015). Libros todos que invito a leer si los colombianos queremos divertirnos y, de paso, saber de nuestros orígenes, de los mitos fundacionales que preceden al mestizaje y a la transculturación que, como en pocas otras latitudes, se materializan en Colombia.
Por favor, préstenle atención a Dionea, su magnífica e inconseguible mito-novela, impresa en Bogotá en 2006 por una pareja de generosos amigos suyos en 250 ejemplares, en espera de una verdadera edición. Dionea, (Διωνη, ‘reina divina’), diosa preHelénica y Mediterránea e incestuosa generadora de Dionisio es, al tiempo, la humilde y campechana muchacha barranquillera que huye de las vejaciones masculinas y de la violencia y, tras un peregrinaje ejemplar, con naturalidad deviene diosa preColombina y Caribe. Y también a Pechiche naturae su meta-novela de 2016 que se desovilla entre Colombia y Alemania, con Erasmus, Adalis, Palmerín, Reichel-Dolmatof y Juancho Polo Cervantes peregrinando entre filosofía, teología, etnología, arqueología, música. Y en el reino de la imaginación, de la cultura y del dislate.
Libros risueños, plagados de fábulas, historias, leyendas, relatos y anécdotas curiosas que se diluyen en la noche del tiempo. Fragmentos de los mitos fundacionales y de nuestra embrollada realidad histórica porque, dice con insistencia uno de sus narradores: “Lo fragmentario, el fragmento, alude a lo inconcluso en el mundo, una experiencia que no ha terminado de ser vivida. He querido recoger rastros, ecos de un mundo que se resiste a la desaparición y que, al mismo tiempo, está desapareciendo…”. A demostración que la ética y la estética, la erótica y la lúdica, son dos entre las unidades inescindibles que Julio Olaciregui, sabio, recompone con sinceridad y sencillez. Y en la FilBo 2018 por los tipos de Collage, se acaba de lanzar Las palmeras suplicantes, el último libro que es el don de un testigo y avisado protagonista de nuestra(s) Literatura(s) Colombiana(s).