Kenzaburo Oé: Buscar la luz tras la explosión
El escritor japonés y Premio Nobel de Literatura 1994, Kenzaburo Oé, falleció durante la madrugada del día 3 de marzo por causas naturales. La familia, que ya ha celebrado un funeral en la intimidad, dio a conocer el hecho apenas ayer.
Daniela Cristancho
Para hacer un bosquejo de quién fue el segundo Nobel de Literatura japonés bastan dos elementos: su hijo Hikari, cuyo nombre significa “luz”, e Hiroshima, uno de los blancos de los bombardeos atómicos de 1945. Los dos, profundamente entrelazados, no solo por su coincidencia en un momento de la vida de Kenzaburo Oé (1935-2023), sino por las perspectivas del dolor y de la vida que le trajeron y que lo acompañaron de ahí en adelante.
“Este fue el punto de partida de mi carrera: escribir Notas sobre Hiroshima y Una cuestión personal. La gente dice que desde entonces escribo siempre sobre lo mismo: mi hijo Hikari e Hiroshima. Soy una persona aburrida. Leo mucha literatura, pienso en muchas cosas, pero en la base de todo están Hikari e Hiroshima”, le decía en entrevista para The Paris Review en 2007. Lo segundo fue consecuencia de lo primero.
El 13 de junio de 1963 nació Hikari. Los años previos al acontecimiento habían sido difíciles. Oé había perdido el sentido de identidad y estabilidad, incluso consideró el suicidio como una salida. La llegada al mundo de su primogénito no reparó nada. Con la nueva vida vino también la “personificación” de su propia “infelicidad”, como le confesó a The New Yorker en 1995. “Parecía un bebé con dos cabezas. Tenía un enorme bulto en la cabeza que le daba ese aspecto. Fue la crisis más dura de mi vida”. Él y su esposa, Yukari Itami, tenían que tomar una decisión. Operar al recién nacido y arriesgarse a la posibilidad de que viviera con enormes rezagos, o rechazar la cirugía y aceptar la muerte temprana del niño.
Sin tomar una decisión, Oé se encaminó hacia Hiroshima el 1° de agosto de ese año. “Yo escapaba de mi bebé. Para mí fueron días vergonzosos de recordar. Quería escapar a otro horizonte”. De muchas maneras y en infiniad de ocasiones, Oé volvió su vida, literatura. En Una cuestión personal”, de 1964, decía Birdy, el protagonista de la obra que “Solo tengo dos caminos: o lo estrangulo con mis propias manos o lo acepto y lo crío”. “Qué significaría para nosotros, mi esposa y yo, para el resto de nuestras vidas, prisioneros de un ser casi vegetal, de un bebé monstruoso?”, se pregunta en otro momento el personaje.
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Haciendo el reportaje sobre los sobrevivientes de la bomba nuclear, se encontró con el doctor Shigeto. “‘Si hay personas heridas, si sufren, debemos hacer algo por ellas, intentar curarlas, aunque parezca que no tenemos ningún método’. Me contó esta historia, y sentí una gran vergüenza por no estar haciendo nada por mi hijo, mi hijo, que estaba callado y no podía expresar su dolor ni hacer nada por sí mismo”.
Algo cambió en él. Volvió a Tokio determinado a apostarle a la riesgosa cirugía y, así, a una vida a pesar del dolor y los impedimentos. La casa de los Oé se llenó de música. Las melodías de Mozart y Chopin ayudaban al pequeño Hikari a dormir y, un día, cuando tenía seis años, durante un paseo con su padre, escuchó el canto de un pájaro y pronunció su primera oración. “Es un rascón”, dijo, reconociendo el ave. Hoy Hikari Oé es un reconocido compositor de música clásica en Japón. “Ya se han editado tres discos con sus obras, y debo decirle que se venden más que mis libros”, dijo su padre en entrevista con Carlos Alfieri. Hasta hace poco, pues Kenzaburo Oé falleció el pasado 3 de marzo a los 88 años, se sentaban juntos. Uno escribía y leía. El otro escuchaba y componía. “Quizás eso forma parte del aspecto bueno de esa infancia eterna a que lo somete su dolencia: la frescura y el deseo continuo de aprender”, anotó el primero.
De las experiencias de esos primeros años de los sesenta nacieron Una cuestión personal y Notas sobre Hiroshima (1965). Los dos, claves en su legado literario, explorando desde lo universal y lo personal cómo el dolor se presta como un estímulo para continuar construyendo la vida. Defendió a las víctimas y, en 2011, tras el accidente nuclear de Fukushima, aseguró que el hecho era una “falta de respeto por la vida humana” y “la peor traición posible a la memoria de las víctimas de Hiroshima”.
Pero el ataque atómico de Estados Unidos a Japón no fue, en definitiva, el primer acercamiento que tuvo Oé con la guerra y la violencia. “Cuando era joven la violencia era un tema muy importante para mí. Incluso debo confesar que en algún momento me sentí poderosamente atraído por la imagen de la violencia (...), pero pronto me distancié. Ahora de alguna manera sigo trabajando literariamente la violencia, porque me parece un tema central, pero siempre desde la oposición a ella”.
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A los seis años, la Guerra del Pacífico se llevó a su padre y a su abuela. Parte de su perspectiva de la guerra en la infancia, enmarcada en un entorno rural de la isla Shikoku en el archipiélago japonés, se traza en su primera novela, Arrancad las semillas, fusilad a los niños (1958). De hecho, fue ese mismo año que La captura, en el que narra el aprisionamiento de un piloto norteamericano en Japón, le hace merecedor del premio Akutagawa para jóvenes promesas.
Su literatura, al igual que su periodismo, la atravesaron el examen riguroso de la Segunda Guerra Mundial, el papel que Japón tuvo en la misma y los dos eventos que más recuerda de ese momento: la bomba de Hiroshima y los suicidios de Okinama. De hecho, debido a este último fue demandado por difamación. “Durante la batalla de Okinawa, los militares japoneses ordenaron a los habitantes de dos pequeñas islas cercanas a Okinawa que se suicidaran. Les dijeron que los estadounidenses eran tan crueles que violarían a las mujeres y matarían a los hombres. Les dijeron que era mejor suicidarse antes de que desembarcaran los estadounidenses. Cada familia recibió dos granadas. El día del desembarco, más de 500 personas se suicidaron”, le contó a The Paris Review.
Encontró un refugio en las letras francesas, habiéndolas estudiado en la Universidad de Tokio. Tras la guerra, el existencialismo suponía una doctrina atractiva, pues permitía la redefinición del hombre y, así, de un mundo donde este no elegía voluntariamente la guerra. Como asegura el español Benito García - Valero: “La posibilidad redentora de este movimiento radica en creer que no hay nada preestablecido ni determinado por la naturaleza: somos libres para configurarnos como queramos. Poco importa que hayamos atravesado el conflicto bélico más mortífero y criminal de la historia si nuestro deseo es definirnos como seres humanos capaces de vivir en sociedades pacíficas. Todas estas directrices alentaron los ánimos de varios literatos japoneses del momento, como Kobo Abe, Hiroshi Noma o Kenzaburo Oé, quienes vieron en la corriente francesa la posibilidad de reformular la realidad japonesa, gravemente mancillada por el resultado de la guerra y por el desenlace nuclear al que fue sometida”.
Después de recibir el Nobel de Literatura, Oé aseguró que no escribiría más. Y lo cumplió durante algunos años en los que se dedicó a enseñar. Pero regresó en 1999 con Salto mortal, una obra diferente a las que había escrito. Regresó con esperanza. “Quería escribir y ofrecer una nueva imagen del hombre, como ese hombre nuevo que aparece en la carta de San Pablo, como ese Cristo que resucita tras morir en la cruz. Creo que ese nuevo hombre solo puede nacer a través de la reconciliación de todos los seres humanos. La reconciliación es el camino hacia la esperanza y hacia ese hombre nuevo; estas dos nociones están íntimamente unidas”. Quizá, como Hikari, la obra de Oé sea un gran símbolo de que lo que en un momento fue sinónimo de infelicidad, también puede significar luz.
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Para hacer un bosquejo de quién fue el segundo Nobel de Literatura japonés bastan dos elementos: su hijo Hikari, cuyo nombre significa “luz”, e Hiroshima, uno de los blancos de los bombardeos atómicos de 1945. Los dos, profundamente entrelazados, no solo por su coincidencia en un momento de la vida de Kenzaburo Oé (1935-2023), sino por las perspectivas del dolor y de la vida que le trajeron y que lo acompañaron de ahí en adelante.
“Este fue el punto de partida de mi carrera: escribir Notas sobre Hiroshima y Una cuestión personal. La gente dice que desde entonces escribo siempre sobre lo mismo: mi hijo Hikari e Hiroshima. Soy una persona aburrida. Leo mucha literatura, pienso en muchas cosas, pero en la base de todo están Hikari e Hiroshima”, le decía en entrevista para The Paris Review en 2007. Lo segundo fue consecuencia de lo primero.
El 13 de junio de 1963 nació Hikari. Los años previos al acontecimiento habían sido difíciles. Oé había perdido el sentido de identidad y estabilidad, incluso consideró el suicidio como una salida. La llegada al mundo de su primogénito no reparó nada. Con la nueva vida vino también la “personificación” de su propia “infelicidad”, como le confesó a The New Yorker en 1995. “Parecía un bebé con dos cabezas. Tenía un enorme bulto en la cabeza que le daba ese aspecto. Fue la crisis más dura de mi vida”. Él y su esposa, Yukari Itami, tenían que tomar una decisión. Operar al recién nacido y arriesgarse a la posibilidad de que viviera con enormes rezagos, o rechazar la cirugía y aceptar la muerte temprana del niño.
Sin tomar una decisión, Oé se encaminó hacia Hiroshima el 1° de agosto de ese año. “Yo escapaba de mi bebé. Para mí fueron días vergonzosos de recordar. Quería escapar a otro horizonte”. De muchas maneras y en infiniad de ocasiones, Oé volvió su vida, literatura. En Una cuestión personal”, de 1964, decía Birdy, el protagonista de la obra que “Solo tengo dos caminos: o lo estrangulo con mis propias manos o lo acepto y lo crío”. “Qué significaría para nosotros, mi esposa y yo, para el resto de nuestras vidas, prisioneros de un ser casi vegetal, de un bebé monstruoso?”, se pregunta en otro momento el personaje.
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Haciendo el reportaje sobre los sobrevivientes de la bomba nuclear, se encontró con el doctor Shigeto. “‘Si hay personas heridas, si sufren, debemos hacer algo por ellas, intentar curarlas, aunque parezca que no tenemos ningún método’. Me contó esta historia, y sentí una gran vergüenza por no estar haciendo nada por mi hijo, mi hijo, que estaba callado y no podía expresar su dolor ni hacer nada por sí mismo”.
Algo cambió en él. Volvió a Tokio determinado a apostarle a la riesgosa cirugía y, así, a una vida a pesar del dolor y los impedimentos. La casa de los Oé se llenó de música. Las melodías de Mozart y Chopin ayudaban al pequeño Hikari a dormir y, un día, cuando tenía seis años, durante un paseo con su padre, escuchó el canto de un pájaro y pronunció su primera oración. “Es un rascón”, dijo, reconociendo el ave. Hoy Hikari Oé es un reconocido compositor de música clásica en Japón. “Ya se han editado tres discos con sus obras, y debo decirle que se venden más que mis libros”, dijo su padre en entrevista con Carlos Alfieri. Hasta hace poco, pues Kenzaburo Oé falleció el pasado 3 de marzo a los 88 años, se sentaban juntos. Uno escribía y leía. El otro escuchaba y componía. “Quizás eso forma parte del aspecto bueno de esa infancia eterna a que lo somete su dolencia: la frescura y el deseo continuo de aprender”, anotó el primero.
De las experiencias de esos primeros años de los sesenta nacieron Una cuestión personal y Notas sobre Hiroshima (1965). Los dos, claves en su legado literario, explorando desde lo universal y lo personal cómo el dolor se presta como un estímulo para continuar construyendo la vida. Defendió a las víctimas y, en 2011, tras el accidente nuclear de Fukushima, aseguró que el hecho era una “falta de respeto por la vida humana” y “la peor traición posible a la memoria de las víctimas de Hiroshima”.
Pero el ataque atómico de Estados Unidos a Japón no fue, en definitiva, el primer acercamiento que tuvo Oé con la guerra y la violencia. “Cuando era joven la violencia era un tema muy importante para mí. Incluso debo confesar que en algún momento me sentí poderosamente atraído por la imagen de la violencia (...), pero pronto me distancié. Ahora de alguna manera sigo trabajando literariamente la violencia, porque me parece un tema central, pero siempre desde la oposición a ella”.
Le sugerimos: Falleció a los 88 años Kenzaburo Oé: el dolor, esa resignificación de la vida
A los seis años, la Guerra del Pacífico se llevó a su padre y a su abuela. Parte de su perspectiva de la guerra en la infancia, enmarcada en un entorno rural de la isla Shikoku en el archipiélago japonés, se traza en su primera novela, Arrancad las semillas, fusilad a los niños (1958). De hecho, fue ese mismo año que La captura, en el que narra el aprisionamiento de un piloto norteamericano en Japón, le hace merecedor del premio Akutagawa para jóvenes promesas.
Su literatura, al igual que su periodismo, la atravesaron el examen riguroso de la Segunda Guerra Mundial, el papel que Japón tuvo en la misma y los dos eventos que más recuerda de ese momento: la bomba de Hiroshima y los suicidios de Okinama. De hecho, debido a este último fue demandado por difamación. “Durante la batalla de Okinawa, los militares japoneses ordenaron a los habitantes de dos pequeñas islas cercanas a Okinawa que se suicidaran. Les dijeron que los estadounidenses eran tan crueles que violarían a las mujeres y matarían a los hombres. Les dijeron que era mejor suicidarse antes de que desembarcaran los estadounidenses. Cada familia recibió dos granadas. El día del desembarco, más de 500 personas se suicidaron”, le contó a The Paris Review.
Encontró un refugio en las letras francesas, habiéndolas estudiado en la Universidad de Tokio. Tras la guerra, el existencialismo suponía una doctrina atractiva, pues permitía la redefinición del hombre y, así, de un mundo donde este no elegía voluntariamente la guerra. Como asegura el español Benito García - Valero: “La posibilidad redentora de este movimiento radica en creer que no hay nada preestablecido ni determinado por la naturaleza: somos libres para configurarnos como queramos. Poco importa que hayamos atravesado el conflicto bélico más mortífero y criminal de la historia si nuestro deseo es definirnos como seres humanos capaces de vivir en sociedades pacíficas. Todas estas directrices alentaron los ánimos de varios literatos japoneses del momento, como Kobo Abe, Hiroshi Noma o Kenzaburo Oé, quienes vieron en la corriente francesa la posibilidad de reformular la realidad japonesa, gravemente mancillada por el resultado de la guerra y por el desenlace nuclear al que fue sometida”.
Después de recibir el Nobel de Literatura, Oé aseguró que no escribiría más. Y lo cumplió durante algunos años en los que se dedicó a enseñar. Pero regresó en 1999 con Salto mortal, una obra diferente a las que había escrito. Regresó con esperanza. “Quería escribir y ofrecer una nueva imagen del hombre, como ese hombre nuevo que aparece en la carta de San Pablo, como ese Cristo que resucita tras morir en la cruz. Creo que ese nuevo hombre solo puede nacer a través de la reconciliación de todos los seres humanos. La reconciliación es el camino hacia la esperanza y hacia ese hombre nuevo; estas dos nociones están íntimamente unidas”. Quizá, como Hikari, la obra de Oé sea un gran símbolo de que lo que en un momento fue sinónimo de infelicidad, también puede significar luz.
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