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La historia de este libro comenzó el 5 de junio de 2020, cuando el noticiero del mediodía se convirtió en cifras que a diario nos recordaban la cantidad de familiares y amigos que perdíamos a causa del covid-19. Por este tiempo, el escritor Felipe Núñez Mestre aprovechó el confinamiento para leer la novela Broma infinita, de David Foster Wallace. Solía leer treinta páginas cada día, luego tenía por costumbre salir de su estudio e ir en busca de una copa de vino o una cerveza cuando percibía que la noche llegaba. En el fondo, buscaba algo que lo hiciera olvidar el silencio que tanto inundaba las calles de la ciudad. Rebuscaba algo que rompiera con la monotonía de esos días en donde solo se hablaba de asfixia, paranoia, muerte y mucha tos. Sin embargo, una tarde se dio cuenta de que realmente lo que más extrañaba eran aquellas conversaciones que sostenía con sus amigos. Se animó a organizar una videollamada por Zoom mientras anhelaba volver a ver las sonrisas de sus colegas, que tanto bien le hacían. Esa noche resultaron más de cuarenta personas conectadas en aquella reunión virtual. Acompañados de sus copas de licor compartieron sus miedos, paranoias y soledad que propiciaba el encierro.
Más tarde, Núñez les propuso a sus colegas y amigos escribir algo en conjunto. Así fue como el escritor Daniel Ángel manifestó su interés y apoyo al proyecto literario. A partir de allí, los dos sostuvieron largas llamadas telefónicas en donde reflexionaban sobre el insomnio, la inseguridad, la paranoia y tantos otros temas que se filtraron una vez llegó el encierro. Inicialmente habían pensado en hacer del libro una correspondencia de cartas, pero justo por esos días Ángel estaba leyendo la obra La vida: instrucciones de uso, del autor francés George Perec. Basándose en estas páginas, decidieron que aquellos personajes girarían en torno a un edificio lleno de grietas que aumentan, así como la presión y el malestar de sus habitantes. Así mismo, a lo largo de estos años, los dos escritores se han dedicado a ser docentes de escritura creativa, situación que los llevó a invitar no solo a sus amigos a participar en esta aventura colaborativa, sino también llamar a estudiantes y mujeres nuevas que se sumaran en la creación de estos personajes. Veintidós voces narrativas hacen parte de este libro de cuentos: Sonia Ramón, Alejandra Soriano, Jesús Ovallos, Luis Molina Lora, Paul Brito, Isabel Botero, Daniel Ángel, Óscar Pantoja, Alonso Sánchez Baute, Luz Delgado, Jerónimo García Riaño, Lizeth Rátiva, Claudia Lama, Yessica Chiquillo, Juan Camilo Rincón, Jenny Valencia Alzate, Erick C. Duncan, John William Archbold, Felipe Núñez Mestre, Diana López Zuleta, Óscar Godoy Barbosa y Lina Alonso.
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Abrir el libro La muerte tiene tos: cuentos de vecindario es sumirse en la contemplación de la soledad, cambiamos desde el instante aquel en que nuestros cuartos, paredes, y voces se convirtieron en un eco angustiante. Y es que el encierro logró privarnos de sentir el sol y el aire en nuestro rostro; el virus se llevó nuestra seguridad y el soplo de confianza que nos hacía caminar con tranquilidad por las calles. Evidentemente, la imposibilidad de abrazar y conversar con nuestros seres queridos sobre el descontrol que experimentaba la sociedad dejó una cicatriz tan larga y aguda que al mirarnos al espejo hace que nos acordemos todos los días de su existencia. Por eso, es necesario ahondar en estos veintidós apartamentos, donde encontraremos uno o más secretos que invaden la vida de sus inquilinos, tal como sucede con la vecina del apartamento 604, llamada Tatiana Rueda. Una mujer que desde que pisó la ciudad juró dejar su pasado atrás y prometió no volver a comer el caldo de menudencias que tanto le daba su mamá, pues alegaba que no alcanzaba para más. Desde que llegó a la ciudad se propuso trabajar como prepago y estudiar inglés. No obstante, se había contagiado de ese tal virus. Angustiada se acercó a su armario y buscó entre los bolsillos de los pantalones y las chaquetas algunas monedas, en total reunió $2.500. No quiere que los vecinos se enteren de que pronto morirá de hambre si su madre no se decide a contestar el celular.
“Lo sabías F, pensar en la ausencia de futuro es más fácil que antecederlo y es que te me vienes a la mente con tu “hasta para quitarse la vida es necesario ser entusiasta”, y ahora, bajo este olor a neón y criaturas de fuego, te doy toda la razón, cuánta vida y olor a suicida les siento a la parranda de seres en este edificio ahora que sus apartamentos se les van a volver su propia historieta, ahora que se les va acumular todo lo que fugaban en sus vidas miserables, en nuestras vidas miserables, o bueno la mía no tanto porque tengo mis discos de Ismael Rivera”. Eso piensa V, la vecina del 304. De pronto, se mira al espejo y decide aplicarse el labial azul para que contraste con sus uñas color rosa, piensa en salir y perderse en las calles y la oscuridad de la noche. Quiere olvidarse de la estrofa que no logra descifrar con su piano, desea por un segundo recordar que su abuela murió en abril, omitir que su amor imposible por D no hizo nada más que estragos en su relación con F. Unos días se culpa y otros en cambio se reconcilia con la vida. Unas horas desea tomar el control de sus dedos, busca partituras de Mongo Santamaría y algunos arreglos de Larry Harlow, con la esperanza de que algo pase con sus dedos y de repente ¡pum! Logren dar con la melodía.
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Por otro lado, el señor Garibaldi —del 701— aprovecha el distanciamiento social para darle rienda suelta a su novela. Piensa en el orden de sus personajes; se siente poderoso cuando escribe. Prefiere hacerlo a mano, aunque en los últimos días se da cuenta de que su esfero no va al ritmo que él quisiera, pues nunca ha contemplado escribir en computador. Se fija en que el ascensor del edificio no sirve. No sabe por qué, pero esto le causa ansiedad. Se percata de los olores fétidos que han invadido los pasillos. “Una pandemia es eso: ver el mundo al revés a través de la fiebre”. Adentrarse en este edificio es descubrir el lado oscuro que llevamos tatuado en el alma, es dejar de huir de las lágrimas, incertidumbres y odios que llevamos petrificados.
Por si fuera poco, Blas, el hombre obeso del apartamento 504, se exasperaba cuando el internet del edificio fallaba porque era lo único que necesitaba para poder jugar El Rey de las Huertas; odiaba eso y, aún más, odiaba cuando su madre Elsa lo mandaba a comprar un litro de leche o unos Doritos que se le habían olvidado. Odiaba a Elsa, pues en el fondo la culpaba por nunca antes haberle enseñado las señales pertinentes del amor, lo que hacía que no tuviera novia desde el colegio. En cambio, su vecino Juan —del 603— desearía tener a su esposa Gabriela y a su hija Paula con vida. Por eso se fue a vivir a ese edificio oscuro y maloliente, a ese lugar en donde el agua sale de un color grisáceo, prefería todo esto con tal de no seguir viviendo en el espacio donde había sido tan feliz. Desde la pandemia se había dedicado a recoger los cuerpos de las ratas, guardándolos en una caja que yacía debajo de la cama. Aquí, dentro de estas páginas, el encierro produce oleadas de odio, ausencia y temor que se incrustan en cada articulación del ser humano. Un virus es el detonante para que los protagonistas de este edificio puedan lidiar con su vida y sus propias sensaciones que diariamente se cuelan entre las paredes, la cocina, los cuartos y en cada rincón de su apartamento. Un edificio que es el más viejo y temeroso de toda la cuadra, pero aún con todas sus grietas comparte el lado bueno y malo de las personas, recordándonos que al final somos seres que transitan por un lugar incierto y mezquino.
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