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En 1853, el emperador Napoleón III había encomendado al barón Georges-Eugène Haussmann la transformación de la ciudad, con el anhelo de convertirla en el centro del mundo moderno. A través de un ambicioso proyecto (y a costa de la demolición de buena parte de la ciudad medieval y del traslado de los habitantes de clases bajas desde el centro hacia la periferia), el nuevo París estará poblado por amplios e iluminados bulevares y avenidas con edificaciones emblemáticas como la Ópera Garnier (inaugurada en 1875) y construcciones modernas con características armónicas y unificadas bajo fuertes parámetros estéticos para albergar a la burguesía. La ciudad se embelleció con jardines, parques y mobiliario urbano. Se mejoró la infraestructura de servicios con la instalación del alumbrado público, primero a gas (hacia 1820) y luego eléctrico a partir de 1873; una moderna red de alcantarillado de 600 km permitía a la población del centro de la ciudad contar con agua potable. También en el centro, se instauró un sistema de recolección de basuras. Gradualmente, estos servicios se extendieron hacia sectores de la ciudad más lejanos y menos favorecidos.
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El programa de mejoras de Haussmann se vio interrumpido esporádicamente con la caída del régimen de Napoleón III en 1870, como consecuencia de la guerra franco-prusiana. Las transformaciones continuaron una vez establecida la Tercera República: la capital francesa se había convertido en escenario de encuentro por mostrar en sí misma las bondades del progreso. Ciencia, tecnología e industria caminaban de la mano, generando un importante crecimiento económico y una sensación de bienestar para una burguesía que se sentía ahora más cerca de la aristocracia.
La población de la ciudad crece de manera vertiginosa: los avances citadinos, con la promesa de mejores condiciones y creación de puestos de trabajo, hacen que los pobladores rurales vean la migración como alternativa. Así, París pasa de tener alrededor de 1,8 millones de habitantes en 1866 a contar con 2,8 millones hacia 1906, atraídos por la prosperidad y la posibilidad de acceso a otros bienes materiales.
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Desde 1851, la Exposición Universal se había convertido en el espacio en donde las potencias económicas del mundo mostraban los grandes avances industriales y tecnológicos, símbolos del progreso y la modernidad. Se exhibían con orgullo maquinaria, productos manufacturados, materias primas y “todos los frutos de la creciente industria humana y de su ilimitada imaginación”, esto es, las últimas expresiones validadas por la Academia de Arte. Gran Bretaña y Francia, con sus correspondientes capitales, permanecían en una constante competencia por reflejar las bondades del progreso, convirtiéndose en lugares atractivos para el encuentro, el disfrute y por supuesto, implicando la llegada de un nuevo público ávido de novedad y entretenimiento: los turistas ingresaban así a la cadena de demanda de productos y servicios. No es fortuito que París haya sido la sede de la Exposición Universal de los años 1855, 1867, 1878 (que sirvió como marco para la presentación al público del reciente teléfono, inventado por Alexander Graham Bell), 1878 (memorable porque durante su realización se presentó la Torre Eiffel, concebida para engalanar la ciudad durante 20 años pero conservada de manera permanente y convertida en imagen emblemática, y porque en junio de 1879 se encendió el interruptor de la luz eléctrica instalada a lo largo de la avenida y la plaza de la Ópera, convirtiendo a París literalmente en la ciudad luz, calificativo por el que aún hoy es reconocida) y 1900 (para la que se construyeron el Grand Palais, el Petite Palais y la estación de Orsay, hoy museo, entre otros).
El París de la Belle époque pasaba por sus mejores momentos: la infraestructura de trasporte público, que para el siglo XIX contaba con tranvías y ómnibus halados por caballos, se ve mejorada por la inauguración del tranvía eléctrico en 1898, del metro en 1900 y por la introducción del servicio de taxis en 1907.
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La noche iluminada de París dio lugar a nuevos espacios para el ocio, la vida social y el entretenimiento: se abrieron locales para la ópera, los conciertos y el ballet, a la par que cafés, bares, restaurantes, cabarets musicales y literarios, que se convirtieron en refugio de la bohemia. Montmartre fue el centro de la vida artística e intelectual del París de comienzos del siglo XX: Picasso, Van Gogh, Renoir y por supuesto, Toulouse Lautrec (con sus imágenes de la ciudad nocturna pobladas por bailarinas de can-can, cantantes y prostitutas, mostradas sin prejuicio y con afecto genuino) se cuentan entre los vecinos del mítico barrio, en donde se fraguaron otras formas de pintar, de pensar y de representar el mundo, abriendo también desde su orilla las puertas a la modernidad.
Comprar se volvió un placer, dando lugar a lo que hoy son las tiendas por departamentos: las clases más modestas acudían a los Grandes almacenes Dufayel, abiertos en 1856 y especializados en la venta de muebles y equipamiento para el hogar, en tanto que los más adinerados visitaban las imponentes Galerías Lafayette del Bulevar Haussmann, inauguradas en 1893.
No obstante, no se debe dejar de lado una profunda realidad: el espíritu y bienestar de la Belle époque no tocó todos los ámbitos sociales. Ni la población rural migrante ni los ciudadanos de a pie gozaron de todos los avances y favores. Los trabajadores de las fábricas sufren la explotación y se perciben profundas desigualdades sociales. Los sentimientos de Nacionalismo, aunados al Colonialismo ejercido por las grandes potencias también hacen parte del tejido de la época que, poco a poco y sin darse cuenta, marcha hacia la Gran Guerra que romperá el fugaz hechizo de este momento de plenitud.
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