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Se puede haber leído a Candelario Obeso o a Manuel Zapata Olivella y haberse impregnado de su cosmovisión, pero para conocer el origen primario de la literatura afrocolombiana se debe navegar un río en compañía de un boga, descubrir el raudal de sus palabras, percibir la tradición oral que rige su espíritu. Lo comprobé hace ocho años a lo largo del río Atrato junto a Domingo Valencia, durante las nueve horas de viaje entre Quibdó y Bojayá. A bordo agobiaba el miedo, el silencio y la tristeza por la pérdida de 119 personas, entre hombres, mujeres y niños. Murieron destrozados cuando un cilindro cargado de explosivos fue lanzado contra la iglesia del caserío palafítico levantado por pescadores negros, raizales de la selva cercana a la frontera con Panamá.
Acompañaba de regreso a los sobrevivientes de la peor matanza de civiles ocurrida en medio siglo de guerra y de repente la sonora voz madura de Domingo improvisó un cántico dulce y lastimero: Cuando yo entré a la iglesia / Y vi a la gente destrozada / Se me apretó el corazón / Mientras mis ojos lloraban / Hoy me siento a recordar / con tristeza y con nostalgia / que la vida nos truncaron / con violencias y amenazas. / Al marchar en desbandada / miedo y angustia sentimos, / y también la indignación por los amigos perdidos. / Los disparos de mortero, los cilindros y granadas / fueron llenando de sangre / estas selvas chocoanas. / La sinrazón de las armas, / la ambición e indiferencia/ destruyeron nuestro nido.
Canción del 2 de mayo, se llama, y fue compuesta por este viejo que desde hace décadas transforma en versos la vida e historia de su comunidad. No sabe leer. No sabe escribir. Sabe navegar, sabe pescar, sabe escuchar, componer y transmitir en narrativa oral: Hace cuatro meses que estábamos separados / la maldita violencia nos tenía a todos desplazados / hoy volvemos juntos y esperanzados / gracias al padre Antún y que Dios le dé larga vida.
Antes de la masacre sus creaciones eran otras: El día pintó bonito / para los niños jugar. / Aplicados en sus mandatos / y a la hora de estudiar. / Hombres y mujeres trabajaron muy juiciosos. / Unos limpiaron el cinc / y otros salieron en bote. / La casa comunitaria bulle a la hora de la siesta. / Unos luchan por dormir mientras otros hacen la fiesta. / Por la tarde las mujeres se reúnen con Mercedes / a chismosear y a jugar parqués. / Los hombres al dominó juegan hasta que atardece. / Un aguacero bien suave vino a mermar el calor / y así todos disfrutamos de un sueño reparador. / Somos un pueblo feliz, / demos gracias al Redentor.
Ahora recita y canta: Es muy común en la vida / pasar de la risa al llanto. / Una vez más la violencia trajo / muerte y desplazados. / En Vigía y Bojayá hay desolación y espanto. / Hoy le pedimos a Dios / que convierta a los violentos / y que nosotros vivamos en paz / y todos contentos.
Es como Jerónimo, el analfabeto abuelo de José Saramago, a quien dedicó el discurso del Premio Nobel de Literatura, “el hombre más sabio que he conocido en toda mi vida”. La tradición oral que representa Domingo y los miles de bogas afrocolombianos que dominan los ríos de Colombia, así como la historia de las negritudes transformada en literatura, ya no quedarán perdidas en la marginalidad porque el Ministerio de Cultura terminó un proyecto que hace diez años parecía imposible: recorrer el país y armar la primera biblioteca de autores afrocolombianos, el testimonio impreso de una raza de narradores innatos.
Investigación monumental
“Fue toda una aventura”, me cuenta el escritor Roberto Burgos Cantor, editor general de la colección de 19 libros y autor de La ceiba de la memoria, la mejor novela sobre la esclavitud negra que he leído.
La ministra Paula Moreno destaca que este catálogo será distribuido a toda la Red Nacional de Bibliotecas Públicas y representa “el reconocimiento de la diversidad cultural de nuestro país”. Se trata de una investigación monumental que implicó la recopilación, selección y edición de los textos de escritores, poetas, narradores orales y ensayistas considerados más significativos por un comité asesor y un comité editorial integrado por una docena de expertos que entregan la gran obra para los eventos conmemorativos del Bicentenario de la Independencia y para formar parte del proyecto de la Unesco “La Ruta del Esclavo”.
En el caso de los narradores silvestres como Domingo, se les oyó y se revisaron documentos desde 1857 cuando el intelectual cartagenero Manuel María Madiedo dedicó la novela José de la Crú Rodrigue, boga de corazó a los “casi desnudos bogas del Magdalena”. Veinte de ellos —cuenteros de “los ríos de la fábula” parodiando a Zapata Olivella—, están incluidos en la colección.
La génesis de la poesía negra colombiana también fue revisada desde 1877 para reeditar los Cantos populares de mi tierra y la Canción del boga ausente de Candelario Obeso. Voces redescubiertas no por lo exóticas sino por la poética heredada de sus referentes culturales. También fueron rescatadas antologías de los mejores discípulos de Obeso, como Jorge Artel, Rómulo Bustos Aguirre, Alfredo Vanín, Hugo Salazar Valdés, Pedro Blas Julio Romero y Helcías Martán Góngora, a quien Neruda, el Nobel de Isla Negra, le reconoció “los más bellos versos del mar que jamás haya leído”.
Quien no conoce el Chocó puede acercarse a sus raíces a través de Las estrellas negras, de Arnoldo Palacios, novela escrita en 1948 que llevó a este autor a recibir una beca de La Sorbona y a vivir a Francia, donde publicó dos libros más en francés. A los 86 años está de vuelta a Colombia y al Chocó.
¿Cómo privarse de leer Changó, el gran putas, la gran epopeya de los negros de América escrita por Zapata Olivella en memoria de los africanos esclavizados que lo antecedieron en estas tierras. Su versión del “pánico de los renovados desastres, los espejismos que duplican la muerte”. “Realismo mítico”, llamó él a sus ficciones. Por primera vez es recogida en un tomo la mayor parte de la obra ensayística de este escritor —publicada en medios como El Espectador— fallecido en un hotel de Bogotá en 2004 sin el reconocimiento que merecía. Igual edición se logró con el pensamiento de Rogerio Velásquez.
Todo en una caja
En la caja mágica que me enviaron los editores también encontré una impactante compilación de relatos del chocoano Óscar Collazos, cuentistas olvidados como Carlos Arturo Truque, miembro de la tertulia del Café Automático en Bogotá, célebre por García Márquez.
Otro libro reúne a 50 narradores de historias cortas fantásticas del Pacífico, de poblaciones como Buenaventura, Guapi, Timbiquí, El Charco, dignas del volumen ilustrado con dibujos infantiles Cuentos para dormir a Isabella. ¿Sabía que muchas de ellas provienen de la civilización yoruba de la costa de Nigeria?
Aunque es representativo de todo el país, el trabajo de campo se concentró en los litorales Caribe y Pacífico y deja a disposición de negros y blancos historias de vida, como la de Lenito Robinson, un escritor de la isla de Providencia a quien no le bastó su herencia afro sino que viajó a París a estudiar literatura en La Sorbona. Fue el primer autor del archipiélago en ser publicado en 1988 con Sobre nupcias y ausencias.
Ahora vive en Canadá y acaba de terminar el libro de cuentos Las casas huidizas y otros cuentos sobre fugas. De su vecina de la isla de San Andrés, Hazel Robinson, se incluyó la novela No give up, Maan! No te rindas!, tanto en inglés como en español. Ella fue una de las plumas de El Espectador y de su Magazín Dominical hace 50 años.
Muy pocos recordaban La bruja de las minas, de Gregorio Sánchez Gómez, la primera novela publicada en Colombia por un autor afrocolombiano, en 1947, de un realismo vigente en socavones como el que se acaba de derrumbar en Amagá, Antioquia.
La inspiración de 56 poetas negras está reunida en una antología de 300 piezas escogidas con estrictos parámetros de musicalidad, métrica y temática. Un gratificante ejercicio de largo aliento para reencontrarse con la identidad refundida del 25% de la población colombiana.
Estos libros son un encuentro con una manera única de ver el mundo y de relacionarse con su naturaleza, con personajes multiculturales, folcloristas. Las cicatrices del mestizaje aparecen descritas a través de ritos, dioses, creencias, leyendas, tradiciones, onomatopeyas, alabanzas, adivinanzas, décimas, rondas. Entre sensualidad y espiritualidad africanas cobran vida canoas, tejidos, comidas, juegos. Se percibe el eco de tambores, flautas, maracas, marimbas.
“Memoria colectiva de la Nación”, piensa la ministra Moreno, quien delegará en su reemplazo en el Ministerio de Cultura la tarea de promover la lectura de la Biblioteca de Literatura Afrocolombiana en caseríos perdidos como Bojayá y en capitales hacia donde la migración negra es más grande cada día por cuenta de la violencia y el subdesarrollo al que ha sido sometida su cultura. “Es un valioso acercamiento de los colombianos al conocimiento de un mundo que es complejo por sus múltiples tejidos, relaciones y aportes singulares a la configuración de la Nación”.
La supervivencia del legado literario de estas comunidades, por fin rescatado y reconocido por el Gobierno, debe crédito en primer lugar al trabajo abnegado de miles de maestros que se han negado a que su cultura oral y escrita desaparezca. Ellos son quienes invitan a las cantadoras y a los bogas a escuelas y colegios para que su conocimiento sea punto de referencia formativa de niños y jóvenes.
Si necesita luces para este viaje, el libro 19 es una “guía de animación a la lectura”. Invito a disfrutar de la Biblioteca de Literatura Afrocolombiana con la avidez con que se lee a Derek Walcott o a Toni Morrison, no por nobeles ni por la pigmentación de su piel, sino por la trascendencia de su obra.