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En la Constitución Política de Colombia, que nuestra ubérrima dirigencia ha intentado volver trizas, se determina la libertad de pensamiento y de expresión como máximo derecho. Y en el ideario de hombres y mujeres que deciden caminar en contravía del establecimiento, se establece de manera tácita que elegir la acera del frente, la izquierda -mano del demonio- conlleva a no sentir miedo; a saber que la muerte tiene boleta VIP en la humanidad del revolucionario. Hasta aquí todo es diáfano. Pero, si se vive en Colombia donde fueron ejecutados casi siete mil militantes reconocidos en las estadísticas, de un movimiento político como la Unión Patriótica, luego de enarbolar la bandera blanca; aquí, donde han asesinado más de trescientos excombatientes de la guerrilla más vieja del mundo, firmada la paz y ya desmovilizados; sí, aquí en donde el último líder social fue asesinado antier o ayer, el pánico es cotidiana agonía.
Por eso entiendo su ausencia cuando, preciso, coincide con el apremio de narrar su vida. Porque ella vive en tantas partes y en ninguna a la hora del té y porque, igual que la foliatura de su existencia, ella misma es una paradoja que se desplaza airosa en un corto espacio que comprende la peatonal carrera 14 o Cielos Abiertos, nuestro tontódromo de Armenia. Lo irónico es que allí se encuentra todos los días, ¡con excepción de aquellos en que uno quiere encontrarla a ella!, la camarada María Libertad, la eterna militante de la izquierda de todos los matices que con setenta y siete años a cuestas es una prueba irrefutable de que se puede viajar en el barco de la ideología por la equidad social sin que sea necesario practicar el canibalismo sectario, esa verruga inextirpable que parece ser el sine qua non que, pedantes, llamamos la praxis, compañero.
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Confieso, eso sí, que al conocerla, tres décadas atrás, la percibí como sobreactuada actriz de película de Eisenstein por su atuendo. Pero ahora, treinta años después, la sobreactuación corresponde a un hondo sentimiento mío de respeto y admiración porque veo a la camarada María, con esa boina que parece gritar ¡Aquí estoy!, aun en la más abigarrada y multitudinaria manifestación, a la más bonita y revolucionaria de todas nuestras mujeres latinas: a Vilma Espin. Porque, treinta largos años después de conocerla en Armenia durante un solemne Primero de Mayo, me sobrecoge al unísono el temor por su vida y la irrevocable convicción de que todo cuanto era la suma de nuestras ilusiones revolucionarias, aún maltrechas y malheridas, siguen palpitando en esta, sin duda la travesía final de nuestras vidas de ilusos que nunca quisimos establecer fronteras sectarias entre dos concepciones políticas diversas, cuando terminamos bautizados con el genérico de Mamertos.
Confieso, eso sí, que al conocerla, tres décadas atrás, la percibí como sobreactuada actriz de película de Eisenstein por su atuendo. Pero ahora, treinta años después, la sobreactuación corresponde a un hondo sentimiento mío de respeto y admiración porque veo a la camarada María, con esa boina que parece gritar ¡Aquí estoy!, aun en la más abigarrada y multitudinaria manifestación, a la más bonita y revolucionaria de todas nuestras mujeres latinas: a Vilma Espin. Porque, treinta largos años después de conocerla en Armenia durante un solemne Primero de Mayo, me sobrecoge al unísono el temor por su vida y la irrevocable convicción de que todo cuanto era la suma de nuestras ilusiones revolucionarias, aún maltrechas y malheridas, siguen palpitando en esta, sin duda la travesía final de nuestras vidas de ilusos que nunca quisimos establecer fronteras sectarias entre dos concepciones políticas diversas, cuando terminamos bautizados con el genérico de Mamertos.
La voluminosa historia de la camarada comienza dentro de un contexto que parece prematuro a lo que habría de ser La Violencia en el viejo Caldas: nació el seis de octubre de 1945, cuando el período de lo que se llamó La revolución en marcha, comenzaba a agrietarse por la próxima renuncia de Alfonso López Pumarejo, quien decidió entregar el poder en diciembre de ese año cuarenta y cinco, de victoria de los aliados en la segunda guerra mundial. Nació en el corregimiento de Quebradanegra, cercano al municipio de Calarcá. Ese sitio poco tiempo después, posesionado el presidente Mariano Ospina Pérez, gestor de la instauración en Colombia de la Policía Chulavita y el fanático terror del conservatismo, registró tanta afluencia de hechos sangrientos como de actores del conflicto mismo. El recuento de su historia nos muestra que de allí provinieron los famosos hermanos Vásquez Castaño, fundadores del E.L.N. en 1964.
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La verdad procesal de su identidad señala que nuestro personaje responde al nombre de María Yaneth Acosta Patiño, con setenta y siete años por cumplir. Estaba previsto que se llamaría Margarita. Hoy se le conoce como María Libertad, aunque es sólo María, y aquello de Libertad, tiene tras de sí la categoría de quimera y una licencia poética. Un doloroso suceso se interpuso en su vida: La finca de sus padres en Quebradanegra comenzó a ser blanco de las incursiones de las bandas sectarias. El cruento asedio condujo a la muerte postparto de la madre de nuestra María Libertad. Su padre, entonces, tras sepultar a su esposa fue un desplazado más, con una niña de ocho días de nacida, que envuelta en una ruana fue obligado por las circunstancias a acudir al orfelinato de Armenia, en donde las Hermanas de los Pobres de San Pedro Claver regentaban una sala cuna.
No hubo cupo para la bebé en la sala cuna. Por eso la decisión tenía que ser urgente, irrevocable y dura para don Carlos Marulanda Vélez, oriundo de Calarcá, padre de la niña que no se llamó Margarita, que nació huérfana siendo hija de doña Edelmira Quintero Agudelo. Durante dos días su padre estuvo librando la batalla por conseguir a quién confiarle el pequeño ser llegado con La Violencia a engrosar el inventario de la infamia en un país que setenta y un años después habría de darle el portazo a la posibilidad de silenciar los fusiles. En el Parque Uribe existía un ropero para pobres, dirigido por una buena señora conocida como Emilia la trapera. Su casa era un solidario costurero al que acudían a refaccionar y coser señoras de la Armenia de entonces. Una de ellas era doña María Catalina Patiño, joven recién casada y procedente de Itagüí.
Imposible establecer qué fue más grande, si el corazón de María Catalina, la recién casada y nueva habitante de Armenia o el verbo filantrópico y convincente de doña Emilia, la trapera. En todo caso el asunto de la huerfanita tuvo una afortunada resolución y, como ha sido usual en la armonía conyugal y en la música, si la nota tónica la determina el marido, la mujer impone cuál será la tonalidad dominante: La niñita que se iba a llamar Margarita fue recibida en adopción, con todas las formalidades legales y entonces se llamó María Yaneth Acosta Patiño. Su padre adoptivo se llamaba Alfredo Acosta Pérez, para entonces gerente de la Flota El Faro, una tradicional empresa de taxis. También tenía una escuela de conductores. Su hogar estaba situado en la calle doce con carrera dieciséis, junto a la actual Clínica de la Sagrada Familia, un histórico sector de clase media.
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En concordancia con su condición de hija única y de residente en un sector aledaño al Parque Sucre, fue matriculada en el Colegio de Las Capuchinas, un establecimiento privado, regentado por monjas católicas, en donde cursó kínder, la primaria y el primero de bachillerato. Su padre adoptivo era de filiación conservadora pero conciliador, mientras que su mamá era liberal pero rígida en los asuntos de crianza. La infancia de María Yaneth tuvo el plácido discurrir de un niño que se sabe amado, en un hogar donde predominaba la abundancia y jamás la carencia, en una ciudad que se preciaba de ser próspera como quiera que era el epicentro de la caficultura exportadora y donde florecían también las nuevas corrientes del arte, la cultura y la política. Y de manera especial, como si la preadolescente obedeciera a un imperativo genético, sus pasos se encaminaron hacia la búsqueda de la equidad social.
En concordancia con su condición de hija única y de residente en un sector aledaño al Parque Sucre, fue matriculada en el Colegio de Las Capuchinas, un establecimiento privado, regentado por monjas católicas, en donde cursó kínder, la primaria y el primero de bachillerato. Su padre adoptivo era de filiación conservadora pero conciliador, mientras que su mamá era liberal pero rígida en los asuntos de crianza. La infancia de María Yaneth tuvo el plácido discurrir de un niño que se sabe amado, en un hogar donde predominaba la abundancia y jamás la carencia, en una ciudad que se preciaba de ser próspera como quiera que era el epicentro de la caficultura exportadora y donde florecían también las nuevas corrientes del arte, la cultura y la política. Y de manera especial, como si la preadolescente obedeciera a un imperativo genético, sus pasos se encaminaron hacia la búsqueda de la equidad social.
El final de los años cincuenta trajo para la historia el triunfo de la insurgencia guerrillera cubana contra el dictador Fulgencio Batista. Esa revolución triunfante que se negó a continuar la sumisión de república bananera, de inmediato desató una corriente Latinoamericana de simpatías juveniles, y es indudable que no sólo derivó en pensamientos y acciones sino que influyó como embrión del movimiento que habría de conocerse tras el concilio Vaticano II, de 1962: la Teología de la Liberación. En aquellos días que antecedieron al gran tropel de la década sesentera, la adolescente María Yaneth un día de mercado en la galería de Armenia fue pregonera de la revolución: estuvo vendiendo a cinco centavos “La Nueva Democracia”, (luego La Voz Proletaria) el periódico insignia del Partido Comunista Colombiano. Ese mismo día fue enfrentada al juicio implacable de su mamá y la severidad argumental de la correa, a la usanza de entonces.
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Pero María Yaneth no aceptó con resignación el castigo. Por el contrario y con una auténtica resolución subversiva sometió al rigor de un martillazo al marranito de barro que en aquellos tiempos fungía como C.D.T. doméstico. Roto el marrano, empacada una maleta a escondidas, se embarcó en un bus de Expreso Bolivariano, teniendo como destino a Bogotá. Al comienzo de la llamada década maravillosa, los buses entre Armenia y la capital debían cubrir más kilómetros que hoy, las carreteras eran estrechas y en algunos trayectos el paso de La Línea estaba sin pavimentar… ¡y tardaban menos horas! Claro, no existían las tractomulas y no existían trancones en Soacha. En un hotelito pegado a la transportadora, la fugitiva alquiló un cuarto como si nada. Recuerda que la agencia quedaba casi enfrente de la iglesia del Voto Nacional y contigua al Batallón Guardia Presidencial, en la Plaza de los Mártires de Bogotá.
En los días siguientes hizo lo propio de un provinciano llegado a la capital: caminar, asombrarse de la ciudad y aprender a ubicarse. Durante ese ejercicio, descubrió la manzana donde están establecidos los comerciantes turcos. De vitrina en vitrina se deslumbró con un abrigo que se dispuso a comprar y justo ahí reconoció a una señora turca que residió en Armenia. El abrigo era francés y su calidad fue ratificada luego, en un viernes que era el día en que había aprendido a bajar a la Plaza a España, donde existían buenos restaurantes. En ese lugar fue interpelada por una monja de bella estampa a quien le llamó la atención el abrigo que lucía. Resultó ser una de las hermanas que regentaban el colegio de Nuestra Señora de La Presentación San Façon y su internado. Fue presentada a otras religiosas que almorzaban allí. Entonces la fugitiva les contó su historia.
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La historia de vida de una niña tercermundista, con semejante intrepidez, en quien se intuía una vocación de luchadora, de sobra conmovió a las monjas que, igual que tantas religiosas europeas, sentían la necesidad de rezar menos y sustituir los arrebatos místicos en aras de la búsqueda de cambios sociales, bajo la tutela del ideario de la Teología de la Liberación. Terminado el almuerzo, la futura camarada María, sin muchas formalidades fue admitida en el Internado de San Façon. Se hizo novicia, y en la medida en que se acercaba a la obtención del diploma de bachiller crecía el sueño de entrar a la Universidad Nacional. Y el deseo fue realidad una mañana, cuando hacía un mandado: se tropezó en el campus con cierto cura de burguesa pinta, recién llegado de Lovaina: Sí, era el capellán de la U. y además decano de Sociología, nada menos que Camilo Torres Restrepo.
Me viene a la memoria un refrán de mi abuelo, viejo tiplero y fabricante de “tapetusa”: “Más entrador que nigua salamineña”. Pues bien, así fue y así es la camarada María. Por eso, en tres minutos ablandó a Camilo Torres y éste le prometió ayudarle a ingresar a Sociología, una vez se reuniera con las monjas del San Façon. En este episodio también los ánimos y esperanzas revolucionarias se impusieron sobre los frágiles sueños tercermundistas. Así, la novel lideresa comenzó a transitar por la sociología en la mejor universidad de Colombia, en la Belle Époc de la utopía socialista. Corría el año de apertura de la llamada década maravillosa, cuando la historia habría de registrar el nacimiento de la píldora anticonceptiva, la construcción de El Muro de Berlín, El Concilio Vaticano II, la proximidad de una tercera guerra mundial por la crisis de los misiles y el asesinato de Kennedy.
Para María Yaneth Calderón, tras dos años de estudios en la Nacional, igual que para Camilo Torres, el horizonte se ensombreció. Posesionado el segundo presidente del pacto de Frente Nacional, Guillermo Valencia, el acoso contra los partidos e idearios diferentes al establecimiento, tomó un segundo aire. El fundador de El Frente Unido, comenzó a ser hostigado, y luego de repensar su situación, como líder que ya tenía tras de sí un significativo número de seguidores, terminó por convencerse de la fragilidad del pensamiento libertario frente al poder decisorio de las armas al servicio del establecimiento. Al tiempo que el fervor popular hacia su liderazgo crecía, Camilo se aproximaba más a esa certeza, que habría de acuñar en una frase, lanzada desde las montañas en 1966: “El pueblo sabe que las vías legales están agotadas”. Esta consigna siempre habría de ser un comodín perfecto para la historia de nuestra insurgencia armada.
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La camarada María determinó privarle a la reflexión una segunda oportunidad y con la pasión revolucionaria de centenares de jóvenes universitarios en aquellos años donde comenzaba a gestarse ese gran desorden bajo los cielos, abrazó la causa del Frente Unido e igual que su líder y mentor, abandonó para siempre la Sociología y su amada universidad. Y entonces, bajo los rigores de este nuevo punto de giro perteneció a la red urbana del E.L.N., sin que el peligro la inhibiera del llamado de la naturaleza y por eso también fue mamá de una niña a quien llamó María Isabel, a quien le fue negada la vida cuando apenas tenía nueve meses por causa de una irremediable meningitis. El dolor de madre, muerta su bebé, la hizo prometerse no tener más hijos, pero un nuevo amor hizo añicos el propósito y tuvo a la segunda de sus cinco hijas: María de Los Ángeles.
Los infaltables conflictos conyugales y la acción política de nuevo primaron sobre los propósitos de beatitud doméstica; la camarada María emprendió un nuevo peregrinaje, mientras que la pequeña quedó bajo la tutela de sus abuelos, quienes al final se disputaron la permanencia de la nieta y tuvieron éxito, cuando la madre regresó y quiso recuperarla. María de Los Ángeles permaneció en ese hogar hasta un poco después de la muerte del abuelo. Tenía quince años cuando decidió marcharse de casa. La camarada María, por aquel entonces ya estaba militando en el M-19 que estaba ad portas de la dejación de armas. Corría el año de 1991. Nuestro personaje, que de nuevo estaba en Armenia, cuenta que en un almacén de granos de la plaza de mercado le informaron que María de los Ángeles había sido asesinada en Yopal Casanare, en hechos confusos, donde existía la posibilidad de una acción paramilitar.
Con la serenidad obtenida tras el sufrimiento constante a través de una vida recorrida de peligro en peligro, en aras de una ideología transitada con todo el rigor, la camarada refiere cómo su segunda hija se desplazó de Sogamoso a Armenia, y luego de reunir el papeleo pertinente, contrajo matrimonio para luego radicarse en la convulsionada Yopal, capital del Casanare, en donde la pareja instaló un casino en la Zona de tolerancia. Eran días de intensa actividad en todos los órdenes. Cuenta que traspuesto el filo de la medianoche, una vez cerraron el establecimiento, mientras transitaban por una calle adyacente un disparo le segó la vida a su segunda hija, María de los Ángeles. Durante el proceso de búsqueda ni la Defensoría del Pueblo pudo certificar su muerte establecer que por el caos del municipio y las acciones de los grupos armados la hija asesinada está en una fosa común.
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Su tercera hija, María Judith nació en Medellín, dos semanas después de que la camarada logró huir de Argentina, en plena dictadura de Videla. Vivió en Mendoza y luego en Buenos Aires, en el histórico sector de La Boca. El padre de la niña fue un líder sindical argentino, de Tucumán, llamado Ramón Timoteo Montenegro. Su permanencia durante tres años, al comienzo de la campaña del regreso de Perón, en una argentina convulsionada y por su trabajo político con curas seguidores de la Teología de la Liberación, en los barrios subnormales (las villas), la pusieron a centímetros de ser una desaparecida más. Cuando participaba en una manifestación fue subida a un camión de ejército en calidad de detenida. Por suerte, una monja Paulina italiana, llamada Piera logró rescatarla y evitar que la camarada hubiera sido sumada a la lista de víctimas de aquellos oprobiosos años de crímenes, torturas y desapariciones.
A su regreso a Colombia, estuvo en Medellín durante dos años; trabajó en la Librería Paulina, hasta que su alma de golondrina gardeliana la hizo volar hasta la vereda Cabildo del municipio de Miranda Cauca, en donde decidió vivir con la comunidad indígena de Los Guambianos, al tiempo que realizaba un trabajo de Antropología. Allí quedó en embarazo y quiso que su cuarta hija naciera y se criara en ese ambiente cultural. Sin embargo una anciana abuela de la tribu le advirtió el peligro de un parto en un clima tan frío, donde solo sobreviven los niños nativos. Entonces llegó hasta Tumaco, se hizo amiga de la presidente de la Cruz Roja, de quien recibió la solidaridad necesaria. Allí nació María Victoria Ospina Acosta, a quien registró en Armenia. Al crecer, la niña quiso estudiar para ser docente y tiempo después logró culminar una carrera tecnológica como auxiliar en Pedagogía.
La quinta y última de sus hijas nació el 26 de septiembre de 1979 en Santa Fe de Antioquia. Recibió el nombre de María del Mar Ospina Acosta. Alejada como sus hermanas de los peligros y amarguras que entrañan las luchas políticas, abrazó las letras. Se graduó en la Universidad del Quindío como Licenciada en Literatura y Español y ha ejercido la docencia en reconocidos colegios de Armenia. Es magíster de la Universidad Tecnológica de Pereira. Ha publicado dos libros de poesía y escribe ahora una novela. Aunque asegura que todas sus hijas han sido verdaderas guerreras en el batallar por una vida, cuando se refiere a su última hija la poeta, le otorga un grado más de valor y capacidad para luchar contra las adversidades de la pobreza, y cuenta cómo se desplazaba en bicicleta desde la Universidad del Quindío hasta el más lejano barrio del sur de Armenia.
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A estas alturas de la historia del singular personaje es inevitable inquirir sobre ese apellido, de Ospina, que gravita sobre su nombre. La camarada María, entonces, extrae de su abultado anecdotario el capítulo inherente a su matrimonio, igual que su vida, otro suceso de novela: aquel veintidós de mayo de 1963. Estaba en su casa de Armenia, tras abandonar la Universidad Nacional, decidida a realizar un paréntesis en su rol existencia de golondrina rebelde. Sostuvo una discusión con su madre adoptiva que derivó en el propósito de salir por la ciudad en busca de trabajo. “Vuelvo a esta casa con trabajo o casada” –sentenció-. Y en efecto, frente al imponente colegio de los Hermanos Maristas, se vio frente a un aviso que ofrecía trabajo para una secretaria. En aquella época, escribir a máquina era el pasabordo para ser oficinista y ella, como mecanógrafa, no tardó diez minutos en ser contratada.
El propietario de aquella compra de café, don Jesús María Ospina Vallejo, era un salamineño que tenía los apellidos justos de próspero comerciante y un exceso de años encima de los requeridos para que, semanas después, convirtiera a la camarada en su esposa. Por eso, cuando ella exhibió la partida de matrimonio a su padre adoptivo, don Alfredo Acosta Pérez, resultó inevitable la admonición paterna: “¡Te casaste con un anciano”! Y en efecto, un año más tarde nuestra golondrina, sin consentimiento, alzó el vuelo de un nido donde no hubo hijos, esta vez seducida por la ansiedad militante de trabajar por la revolución en Argentina y aupada por la guitarrista bonaerense María Mercedes Villalba, quien trabajaba con ella en el grupo de teatro La pájara pinta y falcada de la universidad del Quindío. Argentina vivía las tensiones políticas derivadas de la proscripción del peronismo y el posible retorno de Perón.
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Este siete de diciembre me vestí de valor para ponerle el necesario punto final a estas líneas. Tenía un vacío en esta historia que pude llenar cuando la ubiqué: Su extinto esposo con nobleza extrema le dio el apellido a las cinco hijas de la camarada. Y como lo expresé al principio, contactar a la camarada María no entraña dificultad, a menos que –cosas de la cotidianidad quindiana- uno la necesite con urgencia. Han transcurrido tantos días entre el inicio de esta crónica y el día de hoy que, incluso, Colombia despertó de la pesadilla uribista. Pienso, entonces, que su presencia tiene una poética dosis de maravilla macondiana y que, de ñapa, ha sido un don para la supervivencia que le ha concedido alguna de sus hadas madrinas celestiales a esta revolucionaria marxista pero católica que hoy recibió otro diploma en Derechos Humanos de la Universidad von Humboldt de Armenia.