La otra cara de Acandí
El municipio, ubicado a orillas del mar Caribe, queda a cuarenta y cinco minutos de Panamá en lancha rápida. Aunque ha sido blanco de noticias, en los últimos tiempos, por el Tapón del Darién o la crisis ambiental de basuras en el corregimiento de Capurganá, esta zona del Chocó tiene más historias para contar.
Danelys Vega Cardozo
La última “zorra”
Es casi medio día en Acandí, un municipio ubicado en el Chocó. Esto aquí no está bañado por el océano Pacífico, sino por el mar Caribe. Y esto es mar, pero a la vez es selva. El calor debería ser insoportable, pero los 31 °C grados no se sienten. “Ha llovido en estos días, por eso está así de fresco”, me dice doña Olivia, habitante del lugar. Afuera del Aeropuerto Alcides Fernández hay un mototaxi, el medio de transporte que se ha vuelto popular por esta zona. Ese que anda gracias a sus cuatro ruedas. Este vehículo, al igual que los que se suelen ver en ciertas partes del país, como por ejemplo en el departamento del Atlántico, está cubierto por un techo, pero aquí no caben solo dos personas, sino seis. Los asientos, que en realidad son dos bancas, se encuentran sostenidos por canastas de cerveza. El ingenio haciendo de las suyas. El mototaxi se convierte en mi medio de transporte, porque aquí no hay espacio para los coches amarillos, ni siquiera para los buses o busetas.
Antes ni siquiera el mototaxi era el último grito de la moda. Antes el boom eran las “zorras”. Ese vehículo que tal vez despertaría malestar en más de uno por ser halado por un animal: un caballo. Desde hace uno o dos años estos animales ya no son usados para transportar a las personas. La “modernidad” ha llegado a las calles de Acandí. La transición se da justo a tiempo para ponerse a tono con el país y las decisiones que se toman en el Congreso de la República. Como aquella propuesta por la senadora Ana María Castañeda en forma de proyecto de ley, que fue aprobado el año pasado, que prohibió los vehículos de tracción animal como los carruajes, carretas y zorras. Cinco años fue el plazo que quedó estipulado para realizar la transición y abolir por completo en todo el territorio nacional este medio de transporte. Este municipio chocoano se ha adelantado cuatro años. Algunos dirían que son unos “visionarios”.
Pero don Ernesto aún no se ha dejado contagiar por los demás. Él no abandona su transporte tradicional, el medio que le ha servido como sustento de vida. Don Ernesto sigue manejando su “zorra”, es la última que queda en Acandí. Quienes se suben a su carruaje van acompañados de música desde el inicio hasta el final del trayecto. Y el cantante no es otro más que el mismo conductor. Quizá don Ernesto sea consciente de que su dicha tiene los días contados. Quién sabe si seguirá cantando a bordo del mototaxi o si más bien decida jubilarse en compañía de su “zorra”.
El espanto
Los mototaxis son empleados más allá de la cabecera municipal y también están en corregimientos como Capurganá. Algunos jóvenes como Jorge se ganan la vida conduciéndolos, así sea que les toque enfrentarse con los “muertos”.
Son aproximadamente las nueve de la noche y las calles de Capurganá están oscuras. Las luces del mototaxi de Jorge iluminan el camino. Vamos cinco personas a bordo. De repente, el conductor le hace una pregunta a Alberto, uno de mis acompañantes, oriundo de ese corregimiento.
—¿A qué hora se piensan regresar? —inquiere Jorge
—No sé, yo te aviso.
—Pero mira que no sea muy tarde, antes de la una.
—Ajá, ¿y por qué? ¿Qué te pasó?
—Es que no me quiero regresar solo.
Alberto se ríe.
—¿A qué le tienes miedo?
—Mejor les cuento mañana… A estas horas no quiero hablar de eso.
Jorge se desvía y evita pasar por el cementerio. En ese momento todos nos reímos y Alberto afirma que “por acá son muy supersticiosos”.
Al día siguiente, Jorge nos cuenta la historia. Nos dice que hace poco falleció alguien en el pueblo, y que hacía unos dos o tres días le salió a un compañero suyo un perro con ojos “luminosos”. Y que también la otra vez, a otra persona, se le apareció una señora por el camino, así de la nada. Y eso que la noche anterior, dos personas se habían regresado conmigo al hospedaje caminando, guiados solo por la luz de la Luna. A nosotros, como a Jorge, ningún espanto nos asustó. Parece ser que anoche las almas en pena prefirieron descansar.
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Nado a profundidad
Vamos en un mototaxi camino hacia la cascada Batatilla. La brisa rodea nuestras caras y nos arrulla. El sueño no tarda en llegar. Los ojos se abren por un golpe, parece ser que el vehículo se ha tropezado con algo. No pasa nada, solo es un pequeño brinco en el camino. Seguimos el trayecto. El transporte para al frente del río Batatilla. Un señor vestido casi completamente de negro cruza el agua, montado a caballo, mientras va halando al mismo tiempo a otro de estos animales. Si queremos llegar a la cascada debemos pasar también al otro lado.
El agua no es profunda, llega hasta un poco más abajo de la rodilla. La superficie está llena de piedras, pero no presenta ningún impedimento para caminar. Cuando cruzamos, el río se ha mezclado con la selva. Caminamos unos veinte minutos hasta llegar a la cascada. El verde está presente en todo su esplendor. El color se mantiene en nuestro destino final.
Me siento en una roca y dejo que, al menos, mis pies se sumerjan en el agua. Karen, oriunda de Acandí, comenta que no se sabe a ciencia cierta de cuánto es la profundidad de la cascada. Me dice que ni ella se ha atrevido nunca a llegar hasta el fondo. Ella, que parece que hubiera nacido en el mar; ella, que nada como si fuera un pez.
Karen aprendió a nadar de una manera inusual, bueno, inusual para nosotros los citadinos. Aprendió lanzándose al agua. Estando en el agua sabía que o nadaba o se hundía. No había más opciones a elegir. La supervivencia, esa fue su verdadera maestra. “¿Y tu hijo cómo aprendió a nadar?”, le pregunto. “De la misma manera que yo, lanzándose al agua”.
Monumento a la basura
De las playas de Capurganá partimos, caminando, a la reserva natural La Coquerita. En el recorrido, que está rodeado de selva, nos encontramos con un monumento que está “erguido” de basura. Nos explica Alberto que es una invitación para que la gente cuide del “paraíso”, para que los turistas sean conscientes y no llenen de desechos las playas de su tierra. Una iniciativa que nació de los propios habitantes. “La mayoría de la gente no viene a destruir, la mayoría de la gente viene a cuidar”, me diría doña Olivia.
Lo cierto es que las playas de Capurganá no están cubiertas de basura. No es un común denominador en este corregimiento. No desconozco la denuncia que hizo, en enero, Emigdio Pertuz, representante legal del Consejo Comunitario Mayor del Norte (Cocomanorte), sobre el colapso de un muro de contención de basura, debido a la gran cantidad de desechos que tenía. A raíz de aquello se decretó la emergencia ambiental en el corregimiento. Sin embargo, no logré ver el relleno sanitario. No caminé por ese lugar. No sé si por allá, cerca de la Reserva Natural El Cielo, también tengan su propio monumento de basura, ese en donde el turismo sostenible no tiene cabida alguna. El mismo turismo que para doña Olivia tiene un valor adicional. “Es una forma de sanación, es como viajar a otros pueblos sin salir de aquí”.
Hay fiesta en el pueblo
Esa noche el miedo se ha disipado de Jorge. Los espantos parece que ya no le atormentan. El joven hasta está preparado para bailar y animar las penas. Ese día hay fiesta en el pueblo. Nos invita a ir, pero Alberto dice que la pachanga viene acompañada de pelea de gallos, y que, por lo general, esas fiestas de pueblo terminan en problemas, porque la gente se emborracha y busca pleitos. Entonces a Jorge le toca ir solo.
Las fiestas no son lo único que reúne a los habitantes de Capurganá en un mismo espacio. Los partidos de fútbol también lo hacen. Dos días antes, mientras iba camino al hospedaje, observo desde el mototaxi uno de esos partidos. De esos que se juegan en cancha de arena. De esos que van acompañados de música estruendosa, un par de cervezas y varios espectadores alrededor. No juega la selección Colombia, pero pareciera.
La noche de la pachanga, en un sitio ubicado en un segundo piso, suena desde merengue, salsa, reguetón y champeta hasta reggae. El espacio está repleto. Si acaso se puede caminar. Los rumberos están animados y azotan baldosa sin parar. El día anterior, a unos cuantos pasos de la playa, una señora baila descalza sobre el piso de madera, al ritmo de salsa, vallenato y champeta. En la playa, cerca de la bahía, un par de rancheras se han colado dentro de la playlist de los DJ, porque acá eso no es que se escuche de a mucho. En este corregimiento ni la salsa choke tiene espacio o, al menos, no en estos tres sitios. Aquí los jugadores de fútbol no celebran los goles bailando el ras tas tas.
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“Aquí sí se puede caminar”
Falta poco para que sea mediodía. Nos sentamos a descansar un rato en unas sillas de playas frente al mar. Nadie se acerca a alquilarnos una carpa o algo así por el estilo, como sucede en otras playas de Colombia. Nadie nos ofrece un masaje para quitar nuestros nudos. No hay gente pasando con manillas o algún recuerdo que se puedan llevar los turistas. Hay puestos de esos, pero están fijos, no se trasladan hasta donde los visitantes.
Una señora se acerca a preguntarnos qué vamos a tomar, nos indica que esas son las sillas que le corresponden a su puesto de comida y bebida. A nosotros, que habíamos pensado pedir en otro sitio, nos toca ordenar ahí. La señora lleva las bebidas hasta la silla de cada uno. Aquellas que fueron pagadas por anticipado, aunque bien podríamos haberlas pagado después de consumidas. Se va y vuelve con un cangrejo gigante. Nos indica que ese será el plato del almuerzo, lo dice como si nos lo estuviera ofreciendo, pero sin decirlo al mismo tiempo, o al menos no directamente. Ya tenemos pensando comer en otro sitio. La señora se va con su cangrejo.
Vamos camino hacia la bahía, entonces uno de mis acompañantes me dice: “Qué diferencia con otras playas de la costa, aquí sí se puede caminar”.
Chocó autosostenible
Me encuentro acostada en una hamaca. Doña Olivia charla con dos personas en el comedor. Cierro los ojos, pero no puedo dormir. Prefiero unirme a la conversación. Su casa es un estilo de cabaña de madera. Mientras charlamos un niño corre en medio de la calle, huye de su mamá, que intenta pegarle. Doña Olivia dice que eso pasa cuando no se está preparado para ser madre, porque entonces cualquier cosa que haga el niño atormenta. “Una mamá que ama a su hijo no hace eso”, nos dice. Explica que ella habla con su hija, le dice que tenga cuidado y no termine embarazada a sus catorces años como otras niñas del pueblo. Agrega que una muchacha a esa edad ni siquiera puede cuidarse a sí misma como para cuidar de alguien más.
Aparece su hija. Nos saluda y se monta en una moto. Cuatro personas están a bordo de aquel vehículo. “Mami, que te vaya bien”, le dice Olivia a su hija. El transporte arranca.
Le pregunto a doña Olivia si ella siente que en el Chocó son pobres, como se suele escuchar en las urbes —como indican también las cifras del DANE de 2020, que ubican al departamento como el segundo con mayor incidencia de pobreza monetaria con un 64,6 %—. Entonces ella mira a su alrededor, observa el verde que la rodea. “¿Usted cree que nosotros somos pobres?”, me pregunta. No me deja contestar, porque continúa hablando. “El Chocó lo tiene todo, falta es trabajar en territorio. El Chocó es autosostenible”, me comenta. Dice que ella se siente a gusto con lo que tiene en el momento. “Mire, nosotros a veces nos damos palo por lo que no tenemos. Nosotros somos inconformes con lo que tenemos. A veces uno quiere tantas cosas para luego sufrir”.
*Los nombres de las personas han sido cambiados para proteger su identidad.
La última “zorra”
Es casi medio día en Acandí, un municipio ubicado en el Chocó. Esto aquí no está bañado por el océano Pacífico, sino por el mar Caribe. Y esto es mar, pero a la vez es selva. El calor debería ser insoportable, pero los 31 °C grados no se sienten. “Ha llovido en estos días, por eso está así de fresco”, me dice doña Olivia, habitante del lugar. Afuera del Aeropuerto Alcides Fernández hay un mototaxi, el medio de transporte que se ha vuelto popular por esta zona. Ese que anda gracias a sus cuatro ruedas. Este vehículo, al igual que los que se suelen ver en ciertas partes del país, como por ejemplo en el departamento del Atlántico, está cubierto por un techo, pero aquí no caben solo dos personas, sino seis. Los asientos, que en realidad son dos bancas, se encuentran sostenidos por canastas de cerveza. El ingenio haciendo de las suyas. El mototaxi se convierte en mi medio de transporte, porque aquí no hay espacio para los coches amarillos, ni siquiera para los buses o busetas.
Antes ni siquiera el mototaxi era el último grito de la moda. Antes el boom eran las “zorras”. Ese vehículo que tal vez despertaría malestar en más de uno por ser halado por un animal: un caballo. Desde hace uno o dos años estos animales ya no son usados para transportar a las personas. La “modernidad” ha llegado a las calles de Acandí. La transición se da justo a tiempo para ponerse a tono con el país y las decisiones que se toman en el Congreso de la República. Como aquella propuesta por la senadora Ana María Castañeda en forma de proyecto de ley, que fue aprobado el año pasado, que prohibió los vehículos de tracción animal como los carruajes, carretas y zorras. Cinco años fue el plazo que quedó estipulado para realizar la transición y abolir por completo en todo el territorio nacional este medio de transporte. Este municipio chocoano se ha adelantado cuatro años. Algunos dirían que son unos “visionarios”.
Pero don Ernesto aún no se ha dejado contagiar por los demás. Él no abandona su transporte tradicional, el medio que le ha servido como sustento de vida. Don Ernesto sigue manejando su “zorra”, es la última que queda en Acandí. Quienes se suben a su carruaje van acompañados de música desde el inicio hasta el final del trayecto. Y el cantante no es otro más que el mismo conductor. Quizá don Ernesto sea consciente de que su dicha tiene los días contados. Quién sabe si seguirá cantando a bordo del mototaxi o si más bien decida jubilarse en compañía de su “zorra”.
El espanto
Los mototaxis son empleados más allá de la cabecera municipal y también están en corregimientos como Capurganá. Algunos jóvenes como Jorge se ganan la vida conduciéndolos, así sea que les toque enfrentarse con los “muertos”.
Son aproximadamente las nueve de la noche y las calles de Capurganá están oscuras. Las luces del mototaxi de Jorge iluminan el camino. Vamos cinco personas a bordo. De repente, el conductor le hace una pregunta a Alberto, uno de mis acompañantes, oriundo de ese corregimiento.
—¿A qué hora se piensan regresar? —inquiere Jorge
—No sé, yo te aviso.
—Pero mira que no sea muy tarde, antes de la una.
—Ajá, ¿y por qué? ¿Qué te pasó?
—Es que no me quiero regresar solo.
Alberto se ríe.
—¿A qué le tienes miedo?
—Mejor les cuento mañana… A estas horas no quiero hablar de eso.
Jorge se desvía y evita pasar por el cementerio. En ese momento todos nos reímos y Alberto afirma que “por acá son muy supersticiosos”.
Al día siguiente, Jorge nos cuenta la historia. Nos dice que hace poco falleció alguien en el pueblo, y que hacía unos dos o tres días le salió a un compañero suyo un perro con ojos “luminosos”. Y que también la otra vez, a otra persona, se le apareció una señora por el camino, así de la nada. Y eso que la noche anterior, dos personas se habían regresado conmigo al hospedaje caminando, guiados solo por la luz de la Luna. A nosotros, como a Jorge, ningún espanto nos asustó. Parece ser que anoche las almas en pena prefirieron descansar.
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Nado a profundidad
Vamos en un mototaxi camino hacia la cascada Batatilla. La brisa rodea nuestras caras y nos arrulla. El sueño no tarda en llegar. Los ojos se abren por un golpe, parece ser que el vehículo se ha tropezado con algo. No pasa nada, solo es un pequeño brinco en el camino. Seguimos el trayecto. El transporte para al frente del río Batatilla. Un señor vestido casi completamente de negro cruza el agua, montado a caballo, mientras va halando al mismo tiempo a otro de estos animales. Si queremos llegar a la cascada debemos pasar también al otro lado.
El agua no es profunda, llega hasta un poco más abajo de la rodilla. La superficie está llena de piedras, pero no presenta ningún impedimento para caminar. Cuando cruzamos, el río se ha mezclado con la selva. Caminamos unos veinte minutos hasta llegar a la cascada. El verde está presente en todo su esplendor. El color se mantiene en nuestro destino final.
Me siento en una roca y dejo que, al menos, mis pies se sumerjan en el agua. Karen, oriunda de Acandí, comenta que no se sabe a ciencia cierta de cuánto es la profundidad de la cascada. Me dice que ni ella se ha atrevido nunca a llegar hasta el fondo. Ella, que parece que hubiera nacido en el mar; ella, que nada como si fuera un pez.
Karen aprendió a nadar de una manera inusual, bueno, inusual para nosotros los citadinos. Aprendió lanzándose al agua. Estando en el agua sabía que o nadaba o se hundía. No había más opciones a elegir. La supervivencia, esa fue su verdadera maestra. “¿Y tu hijo cómo aprendió a nadar?”, le pregunto. “De la misma manera que yo, lanzándose al agua”.
Monumento a la basura
De las playas de Capurganá partimos, caminando, a la reserva natural La Coquerita. En el recorrido, que está rodeado de selva, nos encontramos con un monumento que está “erguido” de basura. Nos explica Alberto que es una invitación para que la gente cuide del “paraíso”, para que los turistas sean conscientes y no llenen de desechos las playas de su tierra. Una iniciativa que nació de los propios habitantes. “La mayoría de la gente no viene a destruir, la mayoría de la gente viene a cuidar”, me diría doña Olivia.
Lo cierto es que las playas de Capurganá no están cubiertas de basura. No es un común denominador en este corregimiento. No desconozco la denuncia que hizo, en enero, Emigdio Pertuz, representante legal del Consejo Comunitario Mayor del Norte (Cocomanorte), sobre el colapso de un muro de contención de basura, debido a la gran cantidad de desechos que tenía. A raíz de aquello se decretó la emergencia ambiental en el corregimiento. Sin embargo, no logré ver el relleno sanitario. No caminé por ese lugar. No sé si por allá, cerca de la Reserva Natural El Cielo, también tengan su propio monumento de basura, ese en donde el turismo sostenible no tiene cabida alguna. El mismo turismo que para doña Olivia tiene un valor adicional. “Es una forma de sanación, es como viajar a otros pueblos sin salir de aquí”.
Hay fiesta en el pueblo
Esa noche el miedo se ha disipado de Jorge. Los espantos parece que ya no le atormentan. El joven hasta está preparado para bailar y animar las penas. Ese día hay fiesta en el pueblo. Nos invita a ir, pero Alberto dice que la pachanga viene acompañada de pelea de gallos, y que, por lo general, esas fiestas de pueblo terminan en problemas, porque la gente se emborracha y busca pleitos. Entonces a Jorge le toca ir solo.
Las fiestas no son lo único que reúne a los habitantes de Capurganá en un mismo espacio. Los partidos de fútbol también lo hacen. Dos días antes, mientras iba camino al hospedaje, observo desde el mototaxi uno de esos partidos. De esos que se juegan en cancha de arena. De esos que van acompañados de música estruendosa, un par de cervezas y varios espectadores alrededor. No juega la selección Colombia, pero pareciera.
La noche de la pachanga, en un sitio ubicado en un segundo piso, suena desde merengue, salsa, reguetón y champeta hasta reggae. El espacio está repleto. Si acaso se puede caminar. Los rumberos están animados y azotan baldosa sin parar. El día anterior, a unos cuantos pasos de la playa, una señora baila descalza sobre el piso de madera, al ritmo de salsa, vallenato y champeta. En la playa, cerca de la bahía, un par de rancheras se han colado dentro de la playlist de los DJ, porque acá eso no es que se escuche de a mucho. En este corregimiento ni la salsa choke tiene espacio o, al menos, no en estos tres sitios. Aquí los jugadores de fútbol no celebran los goles bailando el ras tas tas.
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“Aquí sí se puede caminar”
Falta poco para que sea mediodía. Nos sentamos a descansar un rato en unas sillas de playas frente al mar. Nadie se acerca a alquilarnos una carpa o algo así por el estilo, como sucede en otras playas de Colombia. Nadie nos ofrece un masaje para quitar nuestros nudos. No hay gente pasando con manillas o algún recuerdo que se puedan llevar los turistas. Hay puestos de esos, pero están fijos, no se trasladan hasta donde los visitantes.
Una señora se acerca a preguntarnos qué vamos a tomar, nos indica que esas son las sillas que le corresponden a su puesto de comida y bebida. A nosotros, que habíamos pensado pedir en otro sitio, nos toca ordenar ahí. La señora lleva las bebidas hasta la silla de cada uno. Aquellas que fueron pagadas por anticipado, aunque bien podríamos haberlas pagado después de consumidas. Se va y vuelve con un cangrejo gigante. Nos indica que ese será el plato del almuerzo, lo dice como si nos lo estuviera ofreciendo, pero sin decirlo al mismo tiempo, o al menos no directamente. Ya tenemos pensando comer en otro sitio. La señora se va con su cangrejo.
Vamos camino hacia la bahía, entonces uno de mis acompañantes me dice: “Qué diferencia con otras playas de la costa, aquí sí se puede caminar”.
Chocó autosostenible
Me encuentro acostada en una hamaca. Doña Olivia charla con dos personas en el comedor. Cierro los ojos, pero no puedo dormir. Prefiero unirme a la conversación. Su casa es un estilo de cabaña de madera. Mientras charlamos un niño corre en medio de la calle, huye de su mamá, que intenta pegarle. Doña Olivia dice que eso pasa cuando no se está preparado para ser madre, porque entonces cualquier cosa que haga el niño atormenta. “Una mamá que ama a su hijo no hace eso”, nos dice. Explica que ella habla con su hija, le dice que tenga cuidado y no termine embarazada a sus catorces años como otras niñas del pueblo. Agrega que una muchacha a esa edad ni siquiera puede cuidarse a sí misma como para cuidar de alguien más.
Aparece su hija. Nos saluda y se monta en una moto. Cuatro personas están a bordo de aquel vehículo. “Mami, que te vaya bien”, le dice Olivia a su hija. El transporte arranca.
Le pregunto a doña Olivia si ella siente que en el Chocó son pobres, como se suele escuchar en las urbes —como indican también las cifras del DANE de 2020, que ubican al departamento como el segundo con mayor incidencia de pobreza monetaria con un 64,6 %—. Entonces ella mira a su alrededor, observa el verde que la rodea. “¿Usted cree que nosotros somos pobres?”, me pregunta. No me deja contestar, porque continúa hablando. “El Chocó lo tiene todo, falta es trabajar en territorio. El Chocó es autosostenible”, me comenta. Dice que ella se siente a gusto con lo que tiene en el momento. “Mire, nosotros a veces nos damos palo por lo que no tenemos. Nosotros somos inconformes con lo que tenemos. A veces uno quiere tantas cosas para luego sufrir”.
*Los nombres de las personas han sido cambiados para proteger su identidad.