La casa de la esquina del olvido
En 2022 se conmemoran treinta años de la partida de Alejandro Obregón, el artista fascinante del expresionismo mágico. Este es el relato sobre la antigua casa cartagenera donde concibió buena parte de su obra modernista.
Eccehomo Cetina
La casa se levanta frente al mar caribe con una atalaya casi derruida por el salitre, en donde cuarentaicuatro años atrás un pintor colombo catalán se sentaba a contemplar el confín, a escuchar el murmullo de las olas y a imaginar con una botella de ron en la mano sus barracudas impetuosas.
Alejandro Obregón Rosén tenía entonces algo más de cincuenta años y un prestigio bien ganado en la plástica nacional, después de haber deambulado por Europa en busca de su destino, intentarlo en Boston como estudiante de aviación, emplearse en el Catatumbo como camionero de los campos petroleros y ser expulsado de varias academias de arte, hasta encontrar su vocación con el estudio minucioso de Velázquez, Goya, Rembrandt y Picasso que mostraron el camino libre de una pintura que se inspiraría en América y no en Europa.
Pero fue en la casa, en el corazón del trópico, donde puso distancia entre lo aprendido y sus creaciones. En sus salas amplísimas de paredes cuajadas y en su patiecito de luz de agapantos y palmeras cuestionó el academicismo local hasta que descubrió a partir de un retrato de Bolívar en rojo, negro y amarillo el poder volcánico de los colores primitivos y de los contornos raudos que crearon para siempre una imagen universal.
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En aquella casaquinta probó la furia de sus trazos para concebir figuras de tierra, mar y aire; todo un país convertido en universo; un estallido de formas pensadas desde las inquietudes sociales que iluminaron el arte y que los críticos encandilados llamaron expresionismo mágico. Y gran parte de esta aventura ocurrió en la casa que Obregón compró en 1968 por cien mil pesos y que habitaría desde entonces hasta su muerte.
Los críticos también dijeron entonces que allí había pintado sus mejores obras. Y no hubo razón para no creerlo pues de la casa no volvió a salir nunca, como un Gauguin aislado en su Tahití, poseído por su trabajo de sordomudo ante el lienzo y encerrado en la mansarda que había convertido en estudio, donde colgaba los bastidores para que la luz del día iluminara sus pinceladas de acrílicos de colores violentos que dieron vida a una zoología que hasta entonces nadie había podido pintar.
Y cuando no eran bestias, entonces plasmaba a sus congéneres. Allí, concibió a su “Blas de Lezo el Teso”, militar español que defendió a Cartagena en 1741 del asedio de los ingleses comandados por Edward Vernon, hasta convertirlo en su obsesión porque creía que era un pariente suyo. Un pariente medio, se podría decir, porque el almirante había perdido la mitad de su cuerpo en sus cruentas batallas: el ojo izquierdo, una pierna y un brazo.
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De modo que en esta mansión, y de tanto pintarlo, Obregón se fue convirtiendo en el teniente general español, mientras que en la vida real Blas de Lezo fue incorporándose en Obregón, con melena y bigotes espeluznados y, muchos años después, con una ceguera causada por un fatal tumor cerebral, en tal transmutación de identidades que una noche de larga disputa entre dos amigas suyas por uno de los cuadros de Blas de Lezo, lo llevó a desenfundar su Smith and Wesson y pegarle dos tiros a su alter ego. La pintura premonitoria, con un disparo en el ojo derecho y la esquirla de un brillo viviente en el izquierdo, terminó como presente de Obregón a su amigo, Gabriel García Márquez.
Hoy la casa, cuya fachada de paredes blancas crepita bajo el sol bárbaro en el cruce de la calle de La Factoría con carrera segunda, luce como lo que es, un inmueble deshabitado y ocioso, sentenciado al único propósito de que por aquella esquina doble la soledad amparada por una placa de cuatro líneas de simpleza turística: “En esta casa vivió el pintor Alejandro Obregón desde 1968 hasta su muerte el 11 de abril de 1992″.
Pero la mañana del once de diciembre de 2019 en que tuve el privilegio de entrar a la casa por primera vez descubro que ese velo que la envuelve, que esa luminosa lejanía exterior que la entristece es lo más parecido al desamparo que arrastran las embarcaciones a la deriva. Su deterioro interno lo confirma. Es como una nave capitaneada por el olvido que ha destrozado las paredes y enrarecido su ámbito, como si debajo del polvo que la cubre estuviesen ocultando un homicidio. El de la memoria.
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La puerta de roble por donde en tiempos coloniales entraba el amo de la casona sin desmontar, y a través de la cual dos siglos después, los clientes proseguían para calmar su brama con las doncellas que dormitaban en las salas interiores, es hoy un portón insulso cubierto por una costra de pintura azul de metileno que intenta atenuar los treinta años de ausencia de su dueño.
El frío del aire estanco de la casona penetra en los huesos. La cal de las paredes ha caído en silencio y unas lágrimas de corrosión que se desprenden de los techos casi tocan las baldosas del piso. Huele a oscuro, a polvo de comején, a ausencia.
En el fondo se alcanza a ver el jardín interior donde Obregón montaba sus bastidores portátiles, y en la pared detrás de la fuente de agua aún es legible la palabra “despropósito”, escrita a pincel por él, con una fecha: “29 de nov”. Tal vez, es la forma como las paredes de la casa luchan contra el olvido, pues fueron ese otro lienzo donde Obregón trazó el presente y el futuro de sus ideas.
Escalera arriba, en la mansarda que fue su estudio principal, se despliegan en una de las paredes dos cóndores en pleno vuelo separados por un interruptor de luz y un sol broncíneo. Más allá hay nombres, garabatos, números y una palabra en francés: “A la tienne aqut” (a la tuya mucho). Tal vez sean pensamientos en prosa alta o pinturas de exclamación que el tiempo han vuelto herméticos y, por tanto, reverenciales.
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Bajo la mansarda está el cuarto de los hijos del pintor con unos camarotes de galeón en donde dormían Silvana, Rodrigo, Diego y Mateo, cuando coincidían en sus vacaciones. Hay en cambio una habitación clausurada donde dormía el maestro y que goza de leyenda propia ya que, según me contó el cuidador de la casona, las paredes están cubiertas con los nombres de mujeres, sus números telefónicos y direcciones. Es el boceto oculto de su fogosa vida.
A un lado, una sala de estar con una biblioteca corroída y protegida por vidrios guardan libros de lomos pálidos, vasijas rotas y un retablo fotográfico de Álvaro Cepeda, con una risa exultante y un whisky en la mano, de los tiempos en que cazaba caimanes junto a Obregón en las ciénagas de Barranquilla. La carcajada tiene tanta fuerza que parece escucharse en toda la casa, donde la bohemia impuso a lo largo de veinticuatro años vivir de noche, dormir de día y pintar siempre.
Varias personas entrevistadas para esta crónica y que no quisieron dar su nombre, aseguran que en algún rincón de aquellos pasillos permanecieron enterradas durante muchos años quince esculturas de barracudas en previsión de tiempos duros. Todo un banco con reservas en bronce que, según las fuentes, desaparecieron luego de la muerte de Obregón.
Otras cosas también se esfumaron. Los finos muebles y objetos que le dieron el toque de mansión caribe ya no existen. Los pasillos y las habitaciones están cercados por escombros: marcos podridos y amontonados, sillones sin paja y tela desgastada, potes de pintura y pinceles apelmazados. Todo un ámbito propicio para los fantasmas que el mismo Obregón dijo que lo molestaban mientras pintaba.
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En algún tiempo fueron enseres apreciados que cuidó con esmero la empleada doméstica. Una negra rotunda de San Basilio de Palenque llamada Gala porque Obregón decidió un día que si Dalí había tenido su Gala, él también se merecía tener una Gala que pusiera orden al mundo arrebatado y noctámbulo de su vida.
Tras su muerte y durante casi treinta años su hijo Rodrigo Obregón libró una lucha para defender el arte de su padre de falsificadores y preservar la casa del abandono para convertirla en un museo que fomentara la obra del artista. Pero Rodrigo murió dos meses antes de la mañana de mi visita furtiva a la casona, sin poder llevar a buen término su propósito contra el memoricidio que parece alzarse contra el legado de su padre.
No se puede entender que este lugar, declarado por el Estado hace veinte años bien nacional de interés cultural, esté cayéndose a pedazos, como si la memoria no tuviera nada que ver con los lugares que habitaron artistas transformadores de la talla de Obregón. Los espacios son memoria porque reflejan el tiempo y el clima psicológico de quien los habitó.
La ironía que asalta con mucho dolor a quien se encuentre de golpe la casa en esta esquina de soles de congoja es que la modernidad que el artista fraguó durante veinticuatro años de trabajo tras sus paredes, y que regaló al arte y a la vida de un país entero, parece haberse rendido bajo el peso del siempre vetusto y clásico olvido.
La casa se levanta frente al mar caribe con una atalaya casi derruida por el salitre, en donde cuarentaicuatro años atrás un pintor colombo catalán se sentaba a contemplar el confín, a escuchar el murmullo de las olas y a imaginar con una botella de ron en la mano sus barracudas impetuosas.
Alejandro Obregón Rosén tenía entonces algo más de cincuenta años y un prestigio bien ganado en la plástica nacional, después de haber deambulado por Europa en busca de su destino, intentarlo en Boston como estudiante de aviación, emplearse en el Catatumbo como camionero de los campos petroleros y ser expulsado de varias academias de arte, hasta encontrar su vocación con el estudio minucioso de Velázquez, Goya, Rembrandt y Picasso que mostraron el camino libre de una pintura que se inspiraría en América y no en Europa.
Pero fue en la casa, en el corazón del trópico, donde puso distancia entre lo aprendido y sus creaciones. En sus salas amplísimas de paredes cuajadas y en su patiecito de luz de agapantos y palmeras cuestionó el academicismo local hasta que descubrió a partir de un retrato de Bolívar en rojo, negro y amarillo el poder volcánico de los colores primitivos y de los contornos raudos que crearon para siempre una imagen universal.
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En aquella casaquinta probó la furia de sus trazos para concebir figuras de tierra, mar y aire; todo un país convertido en universo; un estallido de formas pensadas desde las inquietudes sociales que iluminaron el arte y que los críticos encandilados llamaron expresionismo mágico. Y gran parte de esta aventura ocurrió en la casa que Obregón compró en 1968 por cien mil pesos y que habitaría desde entonces hasta su muerte.
Los críticos también dijeron entonces que allí había pintado sus mejores obras. Y no hubo razón para no creerlo pues de la casa no volvió a salir nunca, como un Gauguin aislado en su Tahití, poseído por su trabajo de sordomudo ante el lienzo y encerrado en la mansarda que había convertido en estudio, donde colgaba los bastidores para que la luz del día iluminara sus pinceladas de acrílicos de colores violentos que dieron vida a una zoología que hasta entonces nadie había podido pintar.
Y cuando no eran bestias, entonces plasmaba a sus congéneres. Allí, concibió a su “Blas de Lezo el Teso”, militar español que defendió a Cartagena en 1741 del asedio de los ingleses comandados por Edward Vernon, hasta convertirlo en su obsesión porque creía que era un pariente suyo. Un pariente medio, se podría decir, porque el almirante había perdido la mitad de su cuerpo en sus cruentas batallas: el ojo izquierdo, una pierna y un brazo.
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De modo que en esta mansión, y de tanto pintarlo, Obregón se fue convirtiendo en el teniente general español, mientras que en la vida real Blas de Lezo fue incorporándose en Obregón, con melena y bigotes espeluznados y, muchos años después, con una ceguera causada por un fatal tumor cerebral, en tal transmutación de identidades que una noche de larga disputa entre dos amigas suyas por uno de los cuadros de Blas de Lezo, lo llevó a desenfundar su Smith and Wesson y pegarle dos tiros a su alter ego. La pintura premonitoria, con un disparo en el ojo derecho y la esquirla de un brillo viviente en el izquierdo, terminó como presente de Obregón a su amigo, Gabriel García Márquez.
Hoy la casa, cuya fachada de paredes blancas crepita bajo el sol bárbaro en el cruce de la calle de La Factoría con carrera segunda, luce como lo que es, un inmueble deshabitado y ocioso, sentenciado al único propósito de que por aquella esquina doble la soledad amparada por una placa de cuatro líneas de simpleza turística: “En esta casa vivió el pintor Alejandro Obregón desde 1968 hasta su muerte el 11 de abril de 1992″.
Pero la mañana del once de diciembre de 2019 en que tuve el privilegio de entrar a la casa por primera vez descubro que ese velo que la envuelve, que esa luminosa lejanía exterior que la entristece es lo más parecido al desamparo que arrastran las embarcaciones a la deriva. Su deterioro interno lo confirma. Es como una nave capitaneada por el olvido que ha destrozado las paredes y enrarecido su ámbito, como si debajo del polvo que la cubre estuviesen ocultando un homicidio. El de la memoria.
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La puerta de roble por donde en tiempos coloniales entraba el amo de la casona sin desmontar, y a través de la cual dos siglos después, los clientes proseguían para calmar su brama con las doncellas que dormitaban en las salas interiores, es hoy un portón insulso cubierto por una costra de pintura azul de metileno que intenta atenuar los treinta años de ausencia de su dueño.
El frío del aire estanco de la casona penetra en los huesos. La cal de las paredes ha caído en silencio y unas lágrimas de corrosión que se desprenden de los techos casi tocan las baldosas del piso. Huele a oscuro, a polvo de comején, a ausencia.
En el fondo se alcanza a ver el jardín interior donde Obregón montaba sus bastidores portátiles, y en la pared detrás de la fuente de agua aún es legible la palabra “despropósito”, escrita a pincel por él, con una fecha: “29 de nov”. Tal vez, es la forma como las paredes de la casa luchan contra el olvido, pues fueron ese otro lienzo donde Obregón trazó el presente y el futuro de sus ideas.
Escalera arriba, en la mansarda que fue su estudio principal, se despliegan en una de las paredes dos cóndores en pleno vuelo separados por un interruptor de luz y un sol broncíneo. Más allá hay nombres, garabatos, números y una palabra en francés: “A la tienne aqut” (a la tuya mucho). Tal vez sean pensamientos en prosa alta o pinturas de exclamación que el tiempo han vuelto herméticos y, por tanto, reverenciales.
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Bajo la mansarda está el cuarto de los hijos del pintor con unos camarotes de galeón en donde dormían Silvana, Rodrigo, Diego y Mateo, cuando coincidían en sus vacaciones. Hay en cambio una habitación clausurada donde dormía el maestro y que goza de leyenda propia ya que, según me contó el cuidador de la casona, las paredes están cubiertas con los nombres de mujeres, sus números telefónicos y direcciones. Es el boceto oculto de su fogosa vida.
A un lado, una sala de estar con una biblioteca corroída y protegida por vidrios guardan libros de lomos pálidos, vasijas rotas y un retablo fotográfico de Álvaro Cepeda, con una risa exultante y un whisky en la mano, de los tiempos en que cazaba caimanes junto a Obregón en las ciénagas de Barranquilla. La carcajada tiene tanta fuerza que parece escucharse en toda la casa, donde la bohemia impuso a lo largo de veinticuatro años vivir de noche, dormir de día y pintar siempre.
Varias personas entrevistadas para esta crónica y que no quisieron dar su nombre, aseguran que en algún rincón de aquellos pasillos permanecieron enterradas durante muchos años quince esculturas de barracudas en previsión de tiempos duros. Todo un banco con reservas en bronce que, según las fuentes, desaparecieron luego de la muerte de Obregón.
Otras cosas también se esfumaron. Los finos muebles y objetos que le dieron el toque de mansión caribe ya no existen. Los pasillos y las habitaciones están cercados por escombros: marcos podridos y amontonados, sillones sin paja y tela desgastada, potes de pintura y pinceles apelmazados. Todo un ámbito propicio para los fantasmas que el mismo Obregón dijo que lo molestaban mientras pintaba.
Puede ver: La historia del Río Magdalena, la historia de Colombia
En algún tiempo fueron enseres apreciados que cuidó con esmero la empleada doméstica. Una negra rotunda de San Basilio de Palenque llamada Gala porque Obregón decidió un día que si Dalí había tenido su Gala, él también se merecía tener una Gala que pusiera orden al mundo arrebatado y noctámbulo de su vida.
Tras su muerte y durante casi treinta años su hijo Rodrigo Obregón libró una lucha para defender el arte de su padre de falsificadores y preservar la casa del abandono para convertirla en un museo que fomentara la obra del artista. Pero Rodrigo murió dos meses antes de la mañana de mi visita furtiva a la casona, sin poder llevar a buen término su propósito contra el memoricidio que parece alzarse contra el legado de su padre.
No se puede entender que este lugar, declarado por el Estado hace veinte años bien nacional de interés cultural, esté cayéndose a pedazos, como si la memoria no tuviera nada que ver con los lugares que habitaron artistas transformadores de la talla de Obregón. Los espacios son memoria porque reflejan el tiempo y el clima psicológico de quien los habitó.
La ironía que asalta con mucho dolor a quien se encuentre de golpe la casa en esta esquina de soles de congoja es que la modernidad que el artista fraguó durante veinticuatro años de trabajo tras sus paredes, y que regaló al arte y a la vida de un país entero, parece haberse rendido bajo el peso del siempre vetusto y clásico olvido.