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Siglos atrás, antes de la instauración del calendario gregoriano, distintas civilizaciones humanas creaban sus propias maneras de llevar cuenta del tiempo. Seguían los ciclos naturales del sol o de la luna, buscando los momentos óptimos para que las cosechas tuvieran éxito.
En el año 2000 a. C. los antiguos mesopotámicos celebraban un festival de fin de año que duraba alrededor de doce días. El Akitu, como se llamaba a esta fiesta, empezaba luego de la primera luna nueva que seguía al equinoccio de primavera (alrededor del 20 de marzo), como una marca del renacimiento del mundo natural, la cosecha de la cebada y también —de acuerdo con la revista Time— para los habitantes de Babilonia estas festividades permitían la coronación de nuevos reyes o una renovación en los votos de lealtad hacia el monarca.
Esta civilización no era la única que marcaba el inicio del año con alguno de los movimientos de la Tierra alrededor del sol. Según la Enciclopedia Britannica, los asirios celebraban el año nuevo con la luna nueva más cercana al equinoccio de otoño (a mediados de septiembre); los fenicios lo celebraban en el día del segundo equinoccio del año (alrededor del 21 de septiembre); para los persas era en el equinoccio de primavera, y los antiguos griegos celebraban en el solsticio de invierno (21 de diciembre).
Durante el ascenso del Imperio Romano, el calendario instaurado por Rómulo marcaba que el año empezaba en Martius (que luego se convertiría en marzo), como una época en la que los cónsules tomaban el poder. Este calendario tenía un problema con relación al tiempo: apenas duraba 304 días, dejando un periodo de invierno sin marcar.
Fue hasta el siglo VII que empezaron las correcciones a las mediciones de tiempo. El emperador Numa Pompilio añadió cincuenta días para el invierno y dividió de manera arbitraria el calendario en 12 meses. Aquí fue que se añadió el mes Ianuarius —nombrado de esta manera para honrar al dios Jano— y se marcó como el inicio del año, donde los cónsules tomarían el poder.
Este calendario seguía teniendo problemas. Los desfases temporales eran tan grandes que forzaban que se introdujera —en ocasiones— un mes completo para volver a estar en línea. Uno de los cambios más fuertes al calendario vino bajo el mandato de Julio César, en el año 46 a. C., quien solicitó a astrónomos romanos a crear una nueva medición del tiempo alrededor del sol (en vez de la luna, como era antes), creando, un año después, el calendario juliano.
Este calendario se extendió de la mano del imperio, e introdujo los años bisiestos, aunque tuvo un problema: sobreestimaba la duración del año por 11 minutos. Durante el medioevo, las poblaciones cristianas celebraban el año nuevo el 25 de marzo, ignorando la marca romana en el calendario, como parte de la Fiesta de la Anunciación, que indicaba el día en que el arcángel Gabriel se presentó ante la Virgen María para darle la buena nueva que sería la madre de Cristo.
Los 11 minutos de más que tenía el calendario juliano tuvieron un efecto acumulativo. Para el siglo XV, tenía un desfase de diez días, un problema que el papa Gregorio XIII buscó solucionar. De esta manera se creó el calendario gregoriano: 12 meses con la presencia de años bisiestos. Se adoptó en el año 1582 y retornó el inicio del año al 1 de enero.
Este calendario se extendió a lo largo y ancho del mundo, convirtiéndose en la medida de tiempo que seguimos usando hasta nuestros días. Aunque el gregoriano tomó precedencia, hay varios países que no celebran el Año Nuevo el primero de enero. Por ejemplo, la cultura china marca el inicio del año entre enero y febrero, dependiendo de la fecha en que caiga la segunda luna llena después del solsticio de invierno; o Etiopía, celebran el Enkutatash, su año nuevo, el 11 de septiembre; o India, que celebra el Diwali (Festival de las luces) entre el 20 de octubre y el 19 de noviembre.