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Cuando se repite, la historia se convierte en farsa. Es una verdad incuestionable, tan palpable como la barba del señor que la formuló. Lo que pasa es que esta vez no transcurrieron décadas entre ambos sucesos, sino apenas tres años. La proeza de tomarle una foto a un agujero negro –lo cual, teóricamente, es imposible: una foto imposible–, alcanzada en 2019, que era hermosa e intensa, se ve hoy maltratada e injuriada, reducida a un molde en el que apenas destellan unas pálidas boronas, por culpa de la inteligencia artificial, que trató de “mejorarla”. Lo sospechoso es que la razia ha sido celebrada triunfalmente, unánimemente, con un léxico ditirámbico: “Científicos mejoran la imagen de un agujero negro”, titula la National Geographic; “Se ha vuelto más nítida”, vociferan diez diarios más. (Recomendamos otro artículo de Tomás Uprimny sobre la Unión Patriótica).
En realidad, la inteligencia artificial ha estropeado la foto de M87* , el inmenso agujero negro situado en el corazón de una galaxia a 55 millones de años luz de la nuestra. Aquella foto -que no es propiamente una foto, sino una representación construida a partir de un océano de datos- es borrosa, hecha con gruesas pinceladas: un óvalo rojo dibujado por un espíritu infantil, un poco desmañado, espasmódico, sobre un lienzo negro sin arrugas, cuyo violento y confuso contraste es de una brutalidad impactante, y cuyas nervaduras calcinadas arden en una laguna muda de hipnotizantes penumbras. La foto es, también, luciferina: capta para la eternidad el instante decisivo de la caída de Lucifer -el ángel portador de la luz según la Escritura-, justo antes de hundirse en un calabozo de tinieblas. En su ambigüedad laberíntica de luces y sombras, se percibe un hilo de terror: el que emana del cenotafio de la luz. Porque eso es precisamente lo que sucede en los agujeros negros y lo que aparece en la foto: la luz se muere, silenciosa y quieta, restallándose en un súbito y último resplandor antes de desaparecer por siempre jamás.
Gracias a las impresiones de Claude Monet supimos que el nacimiento de la luz –del Sol- es un espectáculo turbio en el que la luz, trémula y estática y soñolienta, se queda magníficamente estancada, y fue también gracias a él, a Monet, que aprendimos que, cuando ella juega consigo misma, enredándose en el brocal del estanque de Giverny en el que flotan las hojas planas y largas de sus plácidos nenúfares, la luz deja a su paso una estela vaga, imprecisa, ingrávida. La luz es imposible de fijar, se mueve en todas las direcciones. No hay razones de índole estética –hablo desde la sed del ojo– para creer que, a diferencia de su nacimiento y su madurez, la luz es diáfana en su agonía, en su muerte.
Y, sin embargo, he ahí que la inteligencia artificial nos regala un meticuloso grabado cuya anémica simetría aburre como una ostra y en el cual cada cosita está en su lugar. Véanlo ustedes: los escombros de la luz ya no provocan ese sentimiento de terror; ahora, por los bordes de la imagen, escurre una languidez mecánica, perezosa, casi tonta. Antes, en la foto primitiva, el chorro de fuego ganaba en grosor en la parte inferior del círculo, como si la luz, lúcida, se hubiera percatado de la inminencia de la muerte y tratara de huir en desbandada, desesperada. (“Entre dos oscuridades, un relámpago”, cantó Vicente Aleixandre). La nueva imagen, en cambio, retrata una lenta, parsimoniosa y anhelada procesión de la luz hacia el precipicio, a través de un círculo de una insinceridad irritante, trazado como con un compás. En la pieza de 2019, producto de la azarosa inteligencia humana –apoyada en gigantescos telescopios, claro está–, prevalece la desmesura; en la de 2023, cortesía de los algoritmos, se impone una contención avara y dócil, desprovista del mínimo grado de entusiasmo. Que para Louis Pasteur, el gran sabio de lo diminuto, era la palabra más bella de todas, entusiasmo, que en griego antiguo significa: un dios interior. Sin ese chispazo carnívoro que a uno le desbarata el pecho frente a un tríptico de Bacon o al escuchar una cantata de Bach, y que es la huella del entusiasmo, la inteligencia artificial está condenada a seguir cacareando en esa burda y átona cadencia, incapaz de diferenciar lo bello de lo feo.
Conviene salvar el pellejo y decir que, más allá de su cuestionable calidad artística, puede que esta imagen constituya un avance en la comprensión científica de aquellas parcelas inasequibles a la luz y, por tanto, a la vida. Puede que sí. Los astrónomos dicen que sí. Pero hay algo que no es menos cierto: la belleza estética ha desmejorado, la verdad del arte, tan importante como la de los números, ha sido profanada. En esa incontrolable tendencia del siglo XXI a mecanizar el pensamiento, se refleja un error por partida doble: ético y estético. Estético, porque reemplaza la pulcra ambigüedad de un cuadro artístico por la castidad sedentaria de un afiche didáctico; y ético, porque no todo lo que hace la inteligencia artificial merece un aguacero de aplausos faraónicos, pues no todo lo que hace es bueno.
Dentro de pocos años –o pocos meses, o pocas semanas–, los periódicos anunciarán en letras doradas, con una felicidad incontenible, con una ferocidad incendiaria, con un temblor erudito, que el pincel de la inteligencia artificial ha “mejorado”, haciéndolos más “nítidos”, los indecisos nenúfares de monsieur Monet.
* Abogado y periodista en La No Ficción (@lanoficcion).