La colombianidad, un concepto casi imposible de definir
La colombianidad aún no se define: no hay consenso sobre lo que eso significa. Es un concepto que aún no se determina debido a los rasgos que allí se incluyen. Aquí un texto sobre las discusiones sobre este tema, a propósito de la charla de El Magazín Cultural de El Espectador sobre periodismo y cultura colombiana.
“Los colombianos nos definimos mejor por lo que no somos colectivamente que por lo que somos excepcionalmente”, dice la frase de un texto publicado por la Revista Semana que se tituló “Qué es la colombianidad”. Esta pregunta atraviesa una serie de rótulos, percepciones, definiciones y encasillamientos que, generalmente, no se tienen en cuenta juntos: o se habla de un grupo de personas trabajadoras que, a pesar de sus contextos inseguros, sus circunstancias económicas y la corrupción de sus gobiernos, ha salido adelante, o de unas personas muy felices, pero también muy violentas. O de aquel grupo de latinos que nació con dotes para bailar, pero también para hacer trampa, buscar atajos y engañar.
Jorge Luis Borges escribió, a través de un profesor que creó como personaje para un cuento llamado “Ulrica” que está en el libro “El libro de arena”, que ser colombiano “era un acto de fe”. Al parecer, después de sus visitas quedó gratamente impresionado: que éramos personas muy civilizadas, muy cultas, y que Colombia era “uno de los países más agradables que había conocido, pues su gente culta le parecía realmente admirable. Yo pensé que podía ser fácilmente (si me admiten, claro está) amigo íntimo de muchos de ellos…”. Se lo dijo a Modesto Montecchia. Esta historia está más desarrollada en el libro “Ser colombiano es un acto de fe. Historia de Jorge Luis Borges y Colombia”, de Juan Camilo Rincon Bermudez.
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Y la frase comenzó a repetirse y a repetirse. Se ha repetido tanto, que muchos no saben que están citando a Borges. Y probablemente se popularizó tanto por la identificación que le produjo a muchos para los que nacer y vivir en este país, sigue siendo un desafío debido a que aún, en muchas zonas, lo básico no está garantizado. Y no contar con garantías para lo mínimo, ha conducido a lo que ya tantas veces nos han dicho para ofendernos y, en algunas ocasiones, para felicitarnos: gentes con “malicia indígena” que se activa en medio de la dificultad. Creatividad seductora y justificada debido a los robos y las trampas de los también creativos, pero mejor vestidos, políticos y gobernantes.
¿Qué es la colombianidad? ¿Qué nos hace colombianos? Ni el café ni el tamal ni las montañas ni los ríos ni los mares ni el vallenato ni la guerra ni la cumbia o la champeta. Nada en particular, sino todo junto, pero, sobre todo, lo que hemos incorporado a nuestras formas de pensar, actuar, responder y legar mientras hemos cocinado, bailado y creado todo lo anteriormente dicho y lo que faltó por mencionar. Para comenzar por la guerra, podríamos preguntarnos por su duración y nuestro papel en aquel conflicto, así no hayamos sido parte de grupos armados legales, ilegales o hayamos sido víctimas.
¿Por qué esta guerra ha durado tanto? Porque el conflicto y la cultura se han retroalimentado continuamente. Porque la desconfianza por el otro, por el diferente (sin importar mucho cuál sea la diferencia), no comenzó en la década del 50, sino en la Conquista, cuando se instaló la idea de que algunos habían nacido para servirles a los otros. La idea de que las personas eran inferiores por su raza o posición social y que por eso eran enemigos, sobre todo aquellos que se rebelaron, justificaba la violencia. La de que se les maltrataba, se les excluía o se les condenaba porque “algo estarían haciendo”, y que el racismo, el clasismo y el patriarcado se explicaban por la precaución y la sospecha. Y fue por esto que la tierra no se distribuyó equitativamente (resistencia a reformas agrarias), no se valoró la cultura campesina, ni se ha podido reconocer que aquí hay más de una cultura, lengua y religión.
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En el capítulo del informe de la Comisión de la Verdad titulado “Relación entre la cultura y el conflicto armado” se explica que, por ejemplo, somos una sociedad donde la relación con el Estado está mediada por la estratificación económica, lo que ha contribuido a que el clasismo se refuerce y “la guerra no se sienta como un daño común”. La creencia de que hay ciudadanos de primera y de segunda está casi que en cada una de las formas en las que nos comunicamos cotidianamente, en el orden de nuestra sociedad, nuestro modelo económico y nuestra institucionalidad, por más de que la Constitución diga lo contrario: somos iguales, pero no para todos hay acceso a recursos tan básicos como el agua, la seguridad y la justicia.
Se cuenta, además, que apropiarse por la fuerza de los territorios en nombre del progreso es un fenómeno viejo, heredado de la época de la Colonia, que se reprodujo en la de la Violencia y se reforzó durante el “conflicto armado interno”. Que la desigualdad es “el alimento de la guerra” y que en medio de esta se han roto tejidos familiares, se han perdido tradiciones y se han interrumpido proyectos de vida: tragedias y tragedias culturales.
“Sí hemos sido propensos a la violencia y somos un país que tiene una cultura jurídica santanderista, es decir, que tendemos a recurrir a la ley para fracturarla”, le dijo María Teresa Calderón a El Espectador cuando habló de su libro “Aquella república necesaria e imposible”, que explica cómo se desató una crisis a partir de los mismos mecanismos jurídicos que existían en la Constitución de aquella época (1821-1832). Dijo, además, que aun con la violencia, esta es una sociedad en la que permanentemente la política está presente, y esto, conectado a los hallazgos de la Comisión, ilumina un poco el espacio oscuro que resulta después de la pregunta por si somos “irremediablemente violentos”, como si fuese un asunto que ya no pudiésemos cambiar. Como si se hubiese incluido en nuestro ADN.
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Podría decirse, además, que hay otra guerra que sí se da en las calles, que se declaró en silencio y que, en ocasiones, parece casi que un acuerdo social. La paranoia propia del espacio público en el que estas expuesto a la estafa, es casi que un requisito: no de papaya, aconsejan muchos, cuando alguien camina con asomos de tranquilidad en alguna acera de las ciudades colombianas. No dar papaya es, entonces, no ignorar la realidad que no ha sido acordada, pero sí asumida por muchos: la calle es peligrosa.
“Me siento orgullosa de comer, saborear, cocinar y promocionar proyectos colombianos. Quizá porque en algún momento de mi vida pasé por ahí, y entiendo lo difícil que es hacer patria desde la cocina y el campo. Ser colombiano es ser creativo, ingenioso y muy trabajador. Sin embargo, la cultura del avivato es una vaina muy jodida, que obliga no solo a meterle cabeza al negocio, sino ojos y manos para que no lo tumben a uno”, dice Madame Papita, columnista de este periódico.
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Es por esto que pretender definir a un colombiano por sus rasgos más generales, es casi imposible: se estarían desconociendo las particularidades de su territorio, de su departamento, que no es un asunto menor hablando de este país. Los regionalismos y las diferencias entre las fronteras departamentales han sido determinantes a la hora de construir y reproducir culturas por un asunto ya mencionado en este texto: la presencia estatal ha sido tan desigual, que podríamos ser una reunión de estados tan disímiles que conforman un mismo país, pero no una misma cultura. “Somos hermanos lejanos que comparten rasgos, pero no climas ni circunstancias. Ni siquiera compartimos los mismos dolores de nación, porque no sabemos a ciencia cierta cuáles han sido. Nos acostumbramos a la tragedia. Eso sí lo compartimos”, dijo hace algunos meses un asistente a una charla de la Feria del Libro de Bogotá en medio de su intervención al preguntar por nuestra “indolencia” con respecto a la guerra.
“Lo que sucede es que los vicios de unos pocos acaban convirtiéndose, por lo escandalosos, en generalización y estigma que arropa a las mayorías. La colombianidad, el ser colombiano, siguen sin definirse. La primera es una colcha de retazos, de singularidades separadas geográfica y administrativamente. Para definir la colombianidad habría que sumar afinidades y diferencias regionales. Lo mejor del ser colombiano es su complejidad, la manera como se resiste a ser definido. Solo la elementalidad emocional del patriotismo puede conseguirlo, pero ello no evita que quienes alardean de ‘patriotas’ exporten sus capitales a zonas más seguras, saqueen las arcas del Estado o tengan las soluciones ‘patrióticas’ en la punta de un fusil, concluyó el autor del texto ya aquí citado de la Revista Semana.
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La colombianidad, entonces, aún no se define: no hay consenso sobre lo que eso significa. Es un concepto que aún no se determina debido a los disensos con respecto a lo que allí se incluye y a lo más obvio, y es que casi ningún colombiano está totalmente de acuerdo, ni siquiera, con la definición más amable que se refiere a la felicidad. Es por esto que este tema será analizado este 14 de septiembre en la charla “El periodismo y su influencia en la cultura colombiana”, con la participación del escritor Ricardo Silva y el periodista Daniel Coronell. Se analizará cómo es que el cubrimiento de los medios de comunicación a los hechos más determinantes del país, ha contribuido a la construcción de nuestra cultura, de nuestra forma de ser colombianos.
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“Los colombianos nos definimos mejor por lo que no somos colectivamente que por lo que somos excepcionalmente”, dice la frase de un texto publicado por la Revista Semana que se tituló “Qué es la colombianidad”. Esta pregunta atraviesa una serie de rótulos, percepciones, definiciones y encasillamientos que, generalmente, no se tienen en cuenta juntos: o se habla de un grupo de personas trabajadoras que, a pesar de sus contextos inseguros, sus circunstancias económicas y la corrupción de sus gobiernos, ha salido adelante, o de unas personas muy felices, pero también muy violentas. O de aquel grupo de latinos que nació con dotes para bailar, pero también para hacer trampa, buscar atajos y engañar.
Jorge Luis Borges escribió, a través de un profesor que creó como personaje para un cuento llamado “Ulrica” que está en el libro “El libro de arena”, que ser colombiano “era un acto de fe”. Al parecer, después de sus visitas quedó gratamente impresionado: que éramos personas muy civilizadas, muy cultas, y que Colombia era “uno de los países más agradables que había conocido, pues su gente culta le parecía realmente admirable. Yo pensé que podía ser fácilmente (si me admiten, claro está) amigo íntimo de muchos de ellos…”. Se lo dijo a Modesto Montecchia. Esta historia está más desarrollada en el libro “Ser colombiano es un acto de fe. Historia de Jorge Luis Borges y Colombia”, de Juan Camilo Rincon Bermudez.
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Y la frase comenzó a repetirse y a repetirse. Se ha repetido tanto, que muchos no saben que están citando a Borges. Y probablemente se popularizó tanto por la identificación que le produjo a muchos para los que nacer y vivir en este país, sigue siendo un desafío debido a que aún, en muchas zonas, lo básico no está garantizado. Y no contar con garantías para lo mínimo, ha conducido a lo que ya tantas veces nos han dicho para ofendernos y, en algunas ocasiones, para felicitarnos: gentes con “malicia indígena” que se activa en medio de la dificultad. Creatividad seductora y justificada debido a los robos y las trampas de los también creativos, pero mejor vestidos, políticos y gobernantes.
¿Qué es la colombianidad? ¿Qué nos hace colombianos? Ni el café ni el tamal ni las montañas ni los ríos ni los mares ni el vallenato ni la guerra ni la cumbia o la champeta. Nada en particular, sino todo junto, pero, sobre todo, lo que hemos incorporado a nuestras formas de pensar, actuar, responder y legar mientras hemos cocinado, bailado y creado todo lo anteriormente dicho y lo que faltó por mencionar. Para comenzar por la guerra, podríamos preguntarnos por su duración y nuestro papel en aquel conflicto, así no hayamos sido parte de grupos armados legales, ilegales o hayamos sido víctimas.
¿Por qué esta guerra ha durado tanto? Porque el conflicto y la cultura se han retroalimentado continuamente. Porque la desconfianza por el otro, por el diferente (sin importar mucho cuál sea la diferencia), no comenzó en la década del 50, sino en la Conquista, cuando se instaló la idea de que algunos habían nacido para servirles a los otros. La idea de que las personas eran inferiores por su raza o posición social y que por eso eran enemigos, sobre todo aquellos que se rebelaron, justificaba la violencia. La de que se les maltrataba, se les excluía o se les condenaba porque “algo estarían haciendo”, y que el racismo, el clasismo y el patriarcado se explicaban por la precaución y la sospecha. Y fue por esto que la tierra no se distribuyó equitativamente (resistencia a reformas agrarias), no se valoró la cultura campesina, ni se ha podido reconocer que aquí hay más de una cultura, lengua y religión.
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En el capítulo del informe de la Comisión de la Verdad titulado “Relación entre la cultura y el conflicto armado” se explica que, por ejemplo, somos una sociedad donde la relación con el Estado está mediada por la estratificación económica, lo que ha contribuido a que el clasismo se refuerce y “la guerra no se sienta como un daño común”. La creencia de que hay ciudadanos de primera y de segunda está casi que en cada una de las formas en las que nos comunicamos cotidianamente, en el orden de nuestra sociedad, nuestro modelo económico y nuestra institucionalidad, por más de que la Constitución diga lo contrario: somos iguales, pero no para todos hay acceso a recursos tan básicos como el agua, la seguridad y la justicia.
Se cuenta, además, que apropiarse por la fuerza de los territorios en nombre del progreso es un fenómeno viejo, heredado de la época de la Colonia, que se reprodujo en la de la Violencia y se reforzó durante el “conflicto armado interno”. Que la desigualdad es “el alimento de la guerra” y que en medio de esta se han roto tejidos familiares, se han perdido tradiciones y se han interrumpido proyectos de vida: tragedias y tragedias culturales.
“Sí hemos sido propensos a la violencia y somos un país que tiene una cultura jurídica santanderista, es decir, que tendemos a recurrir a la ley para fracturarla”, le dijo María Teresa Calderón a El Espectador cuando habló de su libro “Aquella república necesaria e imposible”, que explica cómo se desató una crisis a partir de los mismos mecanismos jurídicos que existían en la Constitución de aquella época (1821-1832). Dijo, además, que aun con la violencia, esta es una sociedad en la que permanentemente la política está presente, y esto, conectado a los hallazgos de la Comisión, ilumina un poco el espacio oscuro que resulta después de la pregunta por si somos “irremediablemente violentos”, como si fuese un asunto que ya no pudiésemos cambiar. Como si se hubiese incluido en nuestro ADN.
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Podría decirse, además, que hay otra guerra que sí se da en las calles, que se declaró en silencio y que, en ocasiones, parece casi que un acuerdo social. La paranoia propia del espacio público en el que estas expuesto a la estafa, es casi que un requisito: no de papaya, aconsejan muchos, cuando alguien camina con asomos de tranquilidad en alguna acera de las ciudades colombianas. No dar papaya es, entonces, no ignorar la realidad que no ha sido acordada, pero sí asumida por muchos: la calle es peligrosa.
“Me siento orgullosa de comer, saborear, cocinar y promocionar proyectos colombianos. Quizá porque en algún momento de mi vida pasé por ahí, y entiendo lo difícil que es hacer patria desde la cocina y el campo. Ser colombiano es ser creativo, ingenioso y muy trabajador. Sin embargo, la cultura del avivato es una vaina muy jodida, que obliga no solo a meterle cabeza al negocio, sino ojos y manos para que no lo tumben a uno”, dice Madame Papita, columnista de este periódico.
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“Lo que sucede es que los vicios de unos pocos acaban convirtiéndose, por lo escandalosos, en generalización y estigma que arropa a las mayorías. La colombianidad, el ser colombiano, siguen sin definirse. La primera es una colcha de retazos, de singularidades separadas geográfica y administrativamente. Para definir la colombianidad habría que sumar afinidades y diferencias regionales. Lo mejor del ser colombiano es su complejidad, la manera como se resiste a ser definido. Solo la elementalidad emocional del patriotismo puede conseguirlo, pero ello no evita que quienes alardean de ‘patriotas’ exporten sus capitales a zonas más seguras, saqueen las arcas del Estado o tengan las soluciones ‘patrióticas’ en la punta de un fusil, concluyó el autor del texto ya aquí citado de la Revista Semana.
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La colombianidad, entonces, aún no se define: no hay consenso sobre lo que eso significa. Es un concepto que aún no se determina debido a los disensos con respecto a lo que allí se incluye y a lo más obvio, y es que casi ningún colombiano está totalmente de acuerdo, ni siquiera, con la definición más amable que se refiere a la felicidad. Es por esto que este tema será analizado este 14 de septiembre en la charla “El periodismo y su influencia en la cultura colombiana”, con la participación del escritor Ricardo Silva y el periodista Daniel Coronell. Se analizará cómo es que el cubrimiento de los medios de comunicación a los hechos más determinantes del país, ha contribuido a la construcción de nuestra cultura, de nuestra forma de ser colombianos.
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