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"El mar, en el cielo de verano se
confunden las nubes blancas
con los ángeles puros.
El mar, pastor del azul infinito…"
Charles Trenet
Mis bisabuelos descubrieron las destrezas físicas de su hijo, y su singular obsesión por el agua, de forma más bien accidental. La historia solía contarla la única hermana de él, una matrona de caderas anchas y carácter de fuego que vivió la mitad de su vida ciega y que hoy está sepultada en el mismo pueblo del que nunca quiso moverse. Una tarde en que la familia corría por las calles arcillosas buscando refugiarse de un torrencial aguacero –el más fuerte de cuantos recordaban– el niño, con apenas dos años, se soltó de la mano del papá y se lanzó sin pensarlo a un arroyo monumental. Movía los bracitos como pequeñas aletas y chapaleaba entre los remolinos con la naturalidad de un tiburón manso. Su madre, que llevaba el paraguas agarrado con firmeza entre bolsas de mercado mientras su marido se encargaba de los niños, saltó al charco de forma instintiva y lo sacó ensopado y tiritando, aunque riendo feliz de lo que ella estaba lejos de considerar una travesura. Su hermana, de cuatro años, quedó tan impactada con la escena que con el tiempo convirtió aquella historia en una fábula maravillosa que contaba a cualquier forastero que quisiera oírla, y a la que le agregaba de tanto en tanto detalles mágicos como mantarrayas de colores, faros de puertos misteriosos, delfines dorados que recitaban versos de Cernuda y sirenas de tierra firme; eso sí, observando siempre el cuidado de no restarle importancia al hecho mismo.
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Desde entonces los padres advirtieron la extraña atracción que el agua ejercía sobre el pequeño y comprendieron el visible riesgo que era dejarlo solo cerca de cualquier fuente de agua, por lo menos hasta que no alcanzara la edad suficiente para valerse por sí mismo. En el pueblo, y sin ninguna instrucción anticipada, muy pronto comenzó a sorprender a todos con su facilidad para cruzar las riveras del río sin importar si el caudal corría acentuado por las lluvias de octubre o de abril. Incluso, por aquel tiempo, periodistas de las incipientes radios locales reseñaron las hazañas del muchacho y lo postularon como figura deportiva de esa región olvidada. Mucha agua ha corrido bajo los puentes desde entonces.
Mi abuelo acaba de cumplir ochenta y cuatro, vive con mi abuela en una casa grande cerca de la ciudad y ama el agua tanto como cuando era un niño. Ella, unos años menor, abre los grifos de la casa solo cuando está segura de que él no la observa. Mi papá, por su parte, tuvo que instalar en todas las llaves un mecanismo ingenioso para impedir que el abuelo, extraviado en sus desvaríos octogenarios, las abriera en un descuido de la abuela y claudicara al impulso irracional de jugar con el líquido, imaginándolo como el alma de grandes cascadas, y convirtiendo los pisos de la casa en verdaderos pantanos, algo que mi abuela, desde luego, nunca tolera. Pero a veces, cuando mi madre va de visita y el día no está frío, la abuela llena la tina del baño y le permite al viejo darse un chapuzón prolongado y jugar entre oleajes, braceadas y competiciones de mentiras.
–Ayúdame con tu padre –le dice mi abuela–. No le quites tu atención de encima…Sabes cómo se pone cuando el agua lo abraza de esa manera.
–Claro madre –responde ella, y ubica una butaca cerca de la puerta del baño desde donde escucha las carcajadas de granizo y los desvaríos eufóricos del papá, y se queda muy atenta.
Por muchos años le oí decir a mi mamá que su padre debió haber nacido pez. Esas palabras hicieron que lo imaginara como un ser humano raro y excepcional, un hombre con aletas y branquias, semejante a un personaje de historieta. Mis hermanos y yo siempre pensamos eso, y estábamos persuadidos de que, si Aquamán existía, sin duda era él, disfrazado de nuestro abuelo.
En la enorme casa de ellos, los espacios están repletos de fotografías y de almanaques. A lo largo de la pared del corredor las fotos cuelgan con fervor de culto, atendiendo a un orden tan riguroso que es fácil ver el progresivo ascenso de la carrera deportiva del abuelo, sus soberbios años de gloria y su declive gradual e inevitable. Hoy, mientras mamá charlaba con la abuela en la cocina, estudié las circunstancias de cada una de ellas. La fotografía más antigua es una en la que aparece con el pelo mojado y las manos en la cintura, quizá con unos nueve años, acabando de salir del río. En la siguiente está acurrucado al lado de tres muchachos algo mayores que él y por delante de otros más altos que están de pie; todos lucen camisetas blancas estampadas con un escudo extraño formado por un águila triste, dos cuernos rebosados de monedas y una insignia militar en el centro. Enseguida tres o cuatro retratos plasman sus primeros triunfos nacionales y después, en color, enmarcados con más esmero, los de sus resonados triunfos olímpicos. Al terminar la fila de las fotografías se extiende una hilera con portadas de periódicos pertenecientes a la misma época, también cuidadosamente encuadradas. Las hojas amarillentas registran, a lo largo de toda la página, las célebres actuaciones del abuelo desde que se convirtió en figura mundial del deporte. Los trofeos y medallas, en cambio, están dispersos, sin orden aparente, regados por todas partes, como si se hubiese agotado el espacio para ellos: hay varios en las repisas del vestíbulo, uno que otro en el mueble de la sala y otros tantos en los armarios; pero la mayoría están en el dormitorio de él. El otro día mi mamá halló una medalla de oro en lo profundo de un baúl olvidado de la abuela, entre cachivaches arcaicos y objetos de anticuario apilados en el desván. Secretamente la llevó a nuestra casa, la colgó en la pared más visible del recibidor, al lado de la imagen de su padre, y desde entonces aprovecha toda oportunidad para presumirla a las visitas.
Hoy veo al abuelo abstraído, atado a la mecedora, consumido como un gran buque encallado en la bajamar de algún astillero de desguace, y me repito sus palabras, las de ese domingo, aquellas en las que he pensado desde entonces. Sabía que el alzheimer comenzaba a hacer estragos en su cabeza, pero también que tenía momentos de increíble lucidez.
–Abuelo –le dije ese día con un tono suave mientras le pasaba sus guedejas grises por detrás de los lóbulos de las orejas– has tenido una vida esplendorosa, diríase, envidiable. ¿Acaso no temes abandonarla?
–La muerte –me contestó– es el escape posible, la compuerta de salida que ofrece la existencia. Sin ella estaríamos perdidos. Sabrás, hijo, que no es la muerte la que nos mata, es la vida la que lo hace poco a poco.
Y como citando a Borges puntualizó: “Solo nos pertenece lo que hemos perdido. Nuestros son los días que ya no están”.
Intentando entender, miré de nuevo las fotos que parecían proyectar sobre la pared su vida entera. Las recorrí con tanta lentitud y reparando en cada detalle, que casi pude sentirme parte de las escenas. Del niño sonriente que nadaba en el río, en la primera foto –ingenuo y distraído– no quedaba nada en la del anciano triste de la última; quizá solo la lejana expresión de su mirada. Entonces comprendí.
Me volví hacia él. Lo vi darse la vuelta, derrotado sobre el respaldo de la silla y quedarse dormido en la almohada que yo acababa de ponerle. Y me acordé de la fábula de su hermana y pensé que tal vez un pez dorado deseaba, en alguna parte, que alguien piadoso le abriese la compuerta de salida para encontrar la eternidad en la anchura de su océano.
Estoy orgulloso de mi abuelo. Es el mejor. Un nadador como no se ha visto ninguno. Tiene ochenta y cuatro y sigue amando el agua tanto como cuando era un niño. A veces parece querer volver a sus mejores años pues lo he visto, bastón en mano, quedarse tarde mirando sus fotografías con su cuerpo cansado, flaco y sin embargo erguido, y la convicción centenaria de que es el único dueño de sus triunfos. Los que nadie, ni la vida (astuta homicida) podrá quitarle. Durante horas se hunde en el tremedal de su memoria y parece encontrarse a sí mismo en esa historia atascada en la opacidad de los muros.
Hoy, lejos de los arroyos del invierno infantil, del indócil río de su pueblo, de las piscinas que lo llenaron de gloria, y del mar, el inmenso e imbatible mar que visitaba con regularidad y que veneraba como a la poesía misma, sé que mi abuelo sigue amando el agua como cuando era un niño, y que lo hará hasta que encuentre su compuerta. O quizá ella, abierta, ya esté aguardando por él. Sé que seguirá braceando feliz, sumergido en profundidades oscuras y misteriosas, como el pez que mamá quiso que fuera. Es algo que todos vemos en sus ojos. Sabemos que sigue nadando, aunque ahora solo lo haga en sus lagunas mentales.