La crucifixión de Stefan Zweig después de su muerte
Ahí estaban los dos, tomados de la mano. Y así pasaron a la historia, y así la historia los perpetuó. Unidos, con rostros de paz, y un poema de Camoes enfrente que decía: “¡Ay, si al menos un pliegue de la esfera terrestre fuera seguro para el hombre!”. Habían salido de Europa tantos años antes, y habían pasado por Nueva York, para terminar en Petrópolis, Brasil, en la calle Gonçalves Dias, número 34.
Fernando Araújo Vélez
Habían hablado del mundo, de Europa, de la paz, y él, como figura excluyente de la intelectualidad austríaca y mundial, de la literatura, había dictado distintas conferencias en Argentina y República Dominicana. Y habían huido. Sobre todo, habían huido. Tomados de la mano por momentos, como cuando murieron, o ligeramente distanciados, como cuando discutían sobre tal o cual personaje en tal o cual libro. Se amaban con un amor viejo, de dar la vida el uno por la otra, de sumar y seguir sumando. De aportar.
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Habían hablado del mundo, de Europa, de la paz, y él, como figura excluyente de la intelectualidad austríaca y mundial, de la literatura, había dictado distintas conferencias en Argentina y República Dominicana. Y habían huido. Sobre todo, habían huido. Tomados de la mano por momentos, como cuando murieron, o ligeramente distanciados, como cuando discutían sobre tal o cual personaje en tal o cual libro. Se amaban con un amor viejo, de dar la vida el uno por la otra, de sumar y seguir sumando. De aportar.
Stefan Zweig y Lotte Altmann. El escritor y su amanuense. El creador y su polo a tierra. El hombre que ideaba e inventaba, y la mujer que lo aterrizaba. Los dos fueron vida, y al final, los dos fueron muerte y se pusieron de acuerdo para morir, o eso dictaminó la historia, porque años más tarde, muchos años más tarde, alguien, un investigador, aseguró que ella había muerto varias horas después. Entonces todo fue sospecha, volver a construir una teoría y coleccionar unas pruebas que ya no existían. A comienzos del Siglo XX, él le había propuesto a su primera esposa, Frederike, que se suicidaran. O eso fue lo que ella dijo. Zweig, aseguraron luego varios de los personajes que lo conocieron, era una suicida. Un poco melancólico, un poco neurasténico, algo volátil, y otro algo esquizofrénico, escribía y escribía porque sólo ante las teclas de su Remington se encontraba.
Y cuando escribía, se atrevía a romper con varios de los dogmas y las instrucciones que acumulaban los académicos y críticos de su época. Retrató a Dostoievski, o a Tolstoi, por ejemplo, y comenzó a hacerlo por su físico. Al primero lo pintó con su ancha frente y sus ojos hundidos, casi perdidos, inescrutables, y lo comparó con Balzac y con Zola, pues mientras aquellos eran notarios de la realidad, “copistas del mundo, para quienes la realidad es una sustancia fría, ponderable, manifiesta”, “En el proceso de observación que sigue el ojo de Dostoievski hay siempre algo de diabólico. Y si para aquellos es ciencia, el de éste es magia. No es química experimental, sino alquimia de la realidad, astrología del alma y no astronomía. Dostojevski no es un frío investigador. Desciende a las galerías más profundas como un alucinado, sin sentir el espanto de las simas satánicas. Y con todo, su rápida visión es más perfecta”.
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A Tolstoi lo describió con “expresión dominadora”, y un hermetismo “que impide echar una mirada al interior”, con su barba larga y blanca y sus cejas pobladas. “Mi rostro era el de un campesino cualquiera”, decía Tolstoi. Zweig estaba de acuerdo. “Ya muy pronto el joven Tolstoi se da cuenta de su fisonomía. Cualquier alusión a su exterior ‘le desagrada’; y a veces desespera ‘que pueda haber felicidad terrenal para un hombre que tiene una nariz tan ancha, unos labios tan gruesos y unos ojitos grises y diminutos como los suyos’”, escribió. Tolstoi era ruso, como cualquier ruso, y se podía confundir con cualquier campesino o con su propio cochero. Era fuerte, como los rusos, y su fuerza, su fuerza en todos los sentidos, decía Zweig, lo hizo escribir Guerra y Paz y Anna Karenina, porque no le temía a las distancias, a andar los caminos, a caminar una y otra vez y a buscar y seguir. Así escribía. Página tras página. Libro tras libro.
Stefan Zweig indagó en la vida y la obra de Tolstoi y de Dostoievski, de Nietzsche, de Balzac, de Dickens y de Zola, porque quitándoles el velo de genialidad que les puso la sociedad, había unos simples seres humanos como él, que ante todo, y sobre todo, luchaban por contar su historia, igual que él. Zweig escribía su historia a través de las historias de los personajes que retrataba. Se entendía a sí mismo, se multiplicaba, salía a dar un paseo con sus textos y sus dudas, y regresaba a su Remington, a teclear a la brava, como se tecleaba a comienzos del Siglo XX. Tecleaba a la brava en lo físico y en lo mental, e incluso en lo pulsional. Era un hombre detrás de una máquina de escribir y de las miles de cuartillas que escribió, luego de romper en pedacitos otro montón de hojas. Un hombre que pensaba, que buscaba, que sentía, sufría, dudaba y temía. Un hombre que se había convencido de tanto escribir que sólo lo que escribía quedaba.
Cuando las agencias internacionales empezaron a bombardear al mundo con la noticia de su suicidio, desde el 22 de febrero de 1942, su vida fue expuesta al escarnio público. Hubo quienes lo condenaron, más allá de su muerte, y dijeron que durante muchos años había hecho parte de una especie de oficialismo llamado agencia de Grupo Literario del Archivo de Guerra de Viena, en 1914, desde donde adornó hechos y sucesos y personajes que luego desencadenarían en guerras. Más que nada, en la primera. “”Hay que cauterizar con el hierro al rojo lo que la suciedad ha hecho supurar”, escribió por aquellos tiempos en su diario, según El Confidencial. Muy lejos de Europa, y con la barbarie nazi multiplicándose, Laureano Gómez dijo: “Las precisas circunstancias de su muerte plantean un interrogante muy nítido: Quien así procedió, ¿era un grande espíritu? ¿Tenía las condiciones intelectuales y morales para acercarse al tribunal de la historia y sentarse a juzgar a los grandes que fueron, con mente limpia y conciencia pura? O su desastrado fin ¿ha puesto de presente lo que ya era notorio para muchos: que sus obras son sistemáticas y perversas falsificaciones, destinadas a torcer el criterio de la multitud desprevenida para abrirle campo a un concepto irreligioso y, sobre todo, contrario al cristianismo, propósito secular e incansable de las inteligencias judaicas?”.
Otros lo ensalzaron y fueron más allá de su muerte y de su tragedia. En una suerte de expiación, André Maurois, por ejemplo, escribió que “Muchos hombres de bien, en toda la tierra, deberían meditar sobre la triste noticia de este doble suicidio, además de preguntarse por la responsabilidad y la vergüenza individual y colectiva de una sociedad capaz de alumbrar una civilización donde alguien como Stefan Zweig no ha podido vivir”. El pasado, la muerte, no se habían quedado donde los había dejado Zweig. Seguían viviendo, de investigación en investigación, de comentario en comentario. Zweig llegó a ser el escritor más leído de su tiempo, y de algún modo, un referente para la sociedad. Se había opuesto siempre a la violencia y clamaba por una Europa unida, pero jamás, dijeron con los años, pronunció una sola palabra sobre Hitler. “Nunca hablaría contra Alemania”, dijo durante una rueda de prensa en la sede de la editorial Viking, según El Mundo de España.
Esa Alemania, aquella Alemania, desde el Nazismo, quemó algunos de sus libros en el 33, y obligó a Zweig a exiliarse y deambular por Suiza, Inglaterra, Estados Unidos y Brasil. “El artista que cree en la justicia nunca puede fascinar a las masas ni darles eslóganes. El intelectual debe permanecer cerca de sus libros. Ningún intelectual ha estado preparado para lo que requiere el liderazgo popular”, había dicho en aquella mítica presentación en las instalaciones de la editorial Viking. De algún modo, él estuvo cerca de sus libros, muy cerca de ellos y de las cartas originales y los documentos que llegó a coleccionar, como una partitura de Mozart, otra de Beethoven y una carta de Goethe. Vivió cerca de sus personajes, de su pasión por el ajedrez, de sus poemas y de los poemas que lo seducían, pero todas aquellas cercanías no alcanzaron a que su nombre y su figura, sus posturas, fueran reescritos años más tarde, y que la posteridad lo condenara por algunos de sus silencios.