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La curvatura del océano (Cuentos de sábado en la tarde)

Visitar Sudamérica era el plan deseado para vacaciones de Jonas Lynch. Quien lo hubiese conocido de cerca en su natal Alabama, se hubiese percatado de que era el típico adolescente de películas ochenteras y un eterno aspirante a mariscal de campo enamorado de la porrista más popular del equipo de su escuela.

Gabriel Mendoza
17 de abril de 2021 - 07:00 p. m.
En su primera estación Jonas Lynch llegó al imponente Darién, al norte del Chocó colombiano. Sintió hundirse en un calor húmedo y los primeros pobladores del municipio de Acandí, que alistaron su chinchorro, lo hicieron pensar en el África ardiente.
En su primera estación Jonas Lynch llegó al imponente Darién, al norte del Chocó colombiano. Sintió hundirse en un calor húmedo y los primeros pobladores del municipio de Acandí, que alistaron su chinchorro, lo hicieron pensar en el África ardiente.
Foto: Mauricio Alvarado
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En el salón solía ser el joven que se asomaba distraído por la ventana mientras un Abraham Lincoln colgado en la pared lo miraba impasible. La señorita Krabappel, un poco molesta, lo llamaba de vuelta a la realidad mientras ella proseguía con la declamación de Song of Myself de Walt Whitman. Pues bien, pasaron más de veinte años para que el típico Jonas Lynch hiciera realidad el deseo de viajar a Sudamérica, a pesar de ser el simple contador de una mediana empresa en Montgomery, capital de su estado madre, alcanzó a ahorrar un presupuesto suficiente, pues ser soltero le confería algunas ventajas. La razón de su deseo era más que simple: tenía esa idea caricaturizada del turista, a lo Indiana Jones, que vislumbra a Sudamérica como una gran aldea frondosa llena de guacamayas multicolores, mestizas desbordadas, campesinos con sombreros enormes de paja y gallinas asustadas corriendo en cualquier calle; además, el dólar es un dios verde en países con monedas siempre devaluadas.

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En su primera estación llegó al imponente Darién, al norte del Chocó colombiano. Sintió hundirse en un calor húmedo y los primeros pobladores del municipio de Acandí, que alistaron su chinchorro, lo hicieron pensar en el África ardiente. Extasiado por el logro de comenzar su periplo, visitó el Parque Nacional, se pasó algunas tardes en las playas de Capurganá viendo desovar a las tortugas Carey y observaba con sus grandes ojos azules de primer mundo el despliegue generoso de caderas y nalgas de las negras que atendían en las chozas. Al quinto día de su visita, quiso escalar la elevación más prominente de la serranía para presumir con su pecho peludo y la espalda coloreada por el sol el orgullo de su apellido, con gafas negras y una pose de victoria al mejor estilo de Johnny Cage de Mortal Kombat. Sería el primero de los Lynch en llegar tan lejos, de manera que a la mañana siguiente se iría en el primer tour. De todos los turistas él llevó la delantera en el ascenso, casi desoyendo las advertencias del guía a cargo. Con unos pulmones que demostraron su buena condición física, estaba a punto de coronar la piedra saliente que fungía como cima de aquella masa de tierra de medio kilómetro de altura cuando sucedió lo impensable.

Jonas Lynch fue arrastrado al vacío por una fuerza ciclónica. No tuvo tiempo de pensar en nada hasta que se dio cuenta de que estaba pensando. Simplemente era una estupidez caer así, de manera lenta y pusilánime y no en sentido vertical como se desbocaría un cuerpo apenas toca el vacío. Pasaron unos largos segundos y se dio cuenta por el dolor insoportable en sus hombros que no caería: fue atrapado por una gran ave que buscaba estabilizar el vuelo con el peso de su cuerpo y lo había asido de manera tan brutal que todo el tejido muscular de los hombros eran un solo alarido ciego y sangrante que le hizo vomitar la sopa de aleta de tiburón con la que esperaba batir un récord sexual en la noche de ese mismo día con alguna negra receptiva a sus encantos de gringo exótico. Mientras el ave alzaba vuelo, alcanzó a escuchar al guía horrorizado decir que era un águila arpía, lo cual era un absurdo completo puesto que un águila, por más grande que sea su especie, no podría cargar a un mamífero que excediera por mucho su peso y Jonas Lynch, con ochenta kilos a cuestas, era una presa más que improbable para cualquier ave cazadora.

Era absurdo, ilógico. Debía estar soñando, pero tampoco en ningún sueño había sentido un dolor tan real con sus hombros atravesados por esas filosas garras. ¿Era un águila anormal que tuvo un crecimiento más allá de lo admisible? ¿Un experimento? ¿Un maldito dinosaurio sobreviviente a la extinción? Cada pregunta se desgajaba en silencio, cada una pensada en un inglés sureño y tembloroso. Con dificultad pudo mover el cuello para comprobar que no había dudas, era un águila del tamaño de una avioneta personal. Irá a Panamá, pensó o creyó pensar. Le había escuchado al guía, antes del ascenso, que esa especie de águila era oriunda de esa zona y solían poner sus huevos en el país vecino, en árboles como la ceiba, uno de los más altos en la selva. En ese caso, se zafaría como fuera y llegaría a una clínica para ser atendido.

Deseaba rezar, acordarse de los domingos en misa con el predicador Costner, dando su tradicional sermón, pero no pudo porque divisó el mar y cada vez iba más rápido, con el viento golpeándole los ojos. El mapa era claro, al norte estaba Panamá, por la zona selvática se llegaba directo, pero el mar, el maldito mar no debía estar ahí. Desfalleció. Volvió a recobrar el sentido y veía el vasto océano Pacífico norte con diferentes azules, pequeñas islas rocosas y más inmensidad. Deseó ser soltado en la mitad de la nada oceánica, pues ser mierda de pez se le antojaba más poético que ser mierda de pájaro. Sonrío al creer que era gracioso y genial una idea así en medio de la agonía. Divisó algunas islas humeantes, pero no sabía si era Hawái, debía serlo, el archipiélago volcánico visto desde arriba tenía la misma forma que la cicatriz de la cesárea de su madre y solo entonces imaginó ver la curvatura azul del océano como quien ve la curvatura de un vientre.

No había salvación posible. Nueve horas y cuarenta minutos después del ataque, el ave llegó al Himalaya, dejó el cuerpo casi muerto por la falta de oxígeno de Jonas Lynch en una cueva a 5.530 metros en el Lhotse, vecino del Everest. Jonas Lynch moriría esa misma noche, no a causa de sus heridas ni de la asfixia por volar tan alto, sino con el picotazo en el cuello de la cría hambrienta. Fue devorado por completo en los dos días posteriores. Antes de perder la conciencia totalmente, Jonas Lynch se escuchó así mismo recitando un fragmento del poema en su clase de infancia, el único que alcanzó a memorizar por estar distraído, sin saber que se convertiría en presagio anunciado: “Tengo treinta y siete años. Mi salud es perfecta. Y con mi aliento puro comienzo a cantar hoy y no terminaré mi canto hasta que me muera. Que se callen ahora las escuelas y los credos. Atrás. A su sitio. Sé cuál es mi misión y no lo olvidaré”.

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La historia no podía ser cierta, era algo más que obvio, si bien un águila arpía era capaz de levantar presas tres veces más pesadas que sí misma, no podía sostenerlas por grandes distancias y menos pasar de un punto tan distante de clima húmedo tropical a un punto frío y montañoso del otro lado del océano. Sin embargo, en ese instante, en ese recodo hostil del globo terráqueo, plagado de heliconias y orquídeas, con los riñones casi afuera y la dentadura hecha trizas, Candy, prefería así la historia, tal cual. Le hubiese gustado agregar que treinta años en el futuro y por el calentamiento permanente de la tierra, el cráneo de Jonas Lynch fuese encontrado por exploradores a plena luz del día, llevado a un museo y mostrado como el hallazgo de un hombre de otra era. Pero ya no tendría tiempo de seguir armando un final más digno, se desangraba en la tierra, como un elemento miserable y diminuto, apenas visible para esa gran ave rapaz de su relato.

Candy, como se le conocía en la zona, llegó a mediados de 2007, proveniente de Bogotá, pero no parecía rola para el resto de pobladores del sitio. Vino junto a Jair, “Jimbo” Rosso, su novio. Se asentaron en Acandí, aunque bajaban a Unguía, incluso más abajo y regresaban con la mercancía que entregaban a Jonas Lynch, un típico gringo, portador de una avioneta Beechcraft Bonanza 33 que hacía viajes a Panamá y Centroamérica una vez por mes. Acerca de la mercancía no se podían hacer mayores preguntas y eso lo sabían los pobladores. Siempre era igual mes por mes: Jimbo y Candy entregaban el encargo en unos maletines, Jonas Lynch embarcaba y volvía una semana después con los mismos maletines y estos eran vaciados en bolsas negras que se almacenaban en los baúles de unas camionetas de alta gama que se parqueaban en las afueras del hotelito. Dos tipos fuertemente escoltados tomaban su costoso whiskey y departían con Jimbo, Candy y el gringo cerca a los chinchorros del balcón. No demoraban más de una hora y se iban dejando generosas propinas a los niños que cuidaban las camionetas.

Candy siempre se sentía nerviosa cuando llegaban esos tipos. Solo esperaba que se terminaran esa botella y se fueran. Celebraban con el gringo hasta altas horas de la noche con cervezas. Ella le había dicho a Jimbo que era muy riesgoso todo ese asunto, que mejor era irse y con todo ese dinero ahorrado volver a Bogotá y montar un negocio sano. Jimbo le decía que sí, que tenía razón, pero nunca se decidía. Sus temores aumentaron con el primer muerto. Al siguiente mes, catorce en total desde su llegada, de la visita de los patrones y mientras se bebían su tradicional botella, uno de los guardaespaldas vio al negrito, Kike, el chico que limpiaba las camionetas, tomándose fotos con una cámara digital para presumir en una red social que comenzaba a popularizarse en el mundo entero. Pues bien, uno de los patrones fue informado y acto seguido llamó a ese mismo hombre y se dirigió al muchacho. Candy observaba la escena como queriendo no ver. Kike entregó la cámara amablemente y parecía disculparse de manera muy efusiva. El patrón lanzó la cámara al aire, como tirando una pelota de beisbol y la volvió a tomar, cogió impulso y la lanzó con odio al rostro del muchacho. Tirado en el piso y sobándose la frente, el chico, que no tenía más de quince años, se retorcía llorando bajo una palmera. El patrón dio varios pasos atrás, sacó el arma, apuntó y le coronó un disparo en toda la frente, volándole parte de la mano. Se acercó al cuerpo inerte y le descargó toda la munición. Le pidió el arma a su guardaespaldas y siguió disparando a ese amasijo sanguinolento de sesos y cráneo. El otro patrón hablaba como si nada hubiese pasado con ellos tres que bajaban la cabeza disimuladamente. Candy conocía a la madre de Kike en Unguía, ese grito de la señora cuando se enteró la encontraría en sus peores sueños.

Aquel suceso haría que Candy insistiera con más ahínco en irse, pero Jimbo ya no solo esquivaba la petición, sino que repelía con agresividad cada querella, pues en sus nuevos planes, quedarse era ascender poco a poco en el negocio según le entendió a uno de los patrones, lo que encendió la ira de Candy, esos no eran los planes iniciales al salir de Bogotá, máximo medio año, recaudaban el suficiente dinero y regresaban a montar un negocio que les permitiera vivir de una renta mientras terminaban sus carreras. Maldijo el día en que ese amigo de él lo recomendó para el puesto de mensajero, después de convencerlo de que el anterior a cargo había salido porque enfermó. Sabía ella de los riesgos, pero aguantando frío, comiendo una sola vez al día porque lo poco que se ganaba limpiando mierda en un ancianato de caridad no alcanzaba para pagar la pieza mientras Jair conseguía un trabajo, la hicieron cerrar los ojos e irse para Chocó.

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Ante la vehemente negativa de Jimbo, Candy no encontró razones para seguir acompañándolo más al sur, fue en ese entonces cuando surgió el cuento con el gringo. Ella había notado como la miraba con sus grandes ojos azules de primer mundo y se sonreía con cierta superioridad a pesar que hablaba un horrible español. Según sabía, Jonas Lynch entró en el negocio por casualidad: un drogadicto yanqui con una carrera en aviación comercial, sin ninguna clase de responsabilidad corporativa para asumir con suficiencia ética su profesión, vio en el transporte de drogas una oportunidad de ganar dinero sin tener que renunciar al vicio. Compró una avioneta con una herencia familiar que igual iba a ser dilapidada, pero decidió que mejor era emprender. Siguiendo la cadena de expendio llegó a los hermanos Hernández a quienes les pareció buen elemento para alternar con el transporte terrestre por diferentes rutas en Centroamérica. El mismo gringo le dijo a Candy la misma noche en la que Jimbo bajó al sur a buscar la mercancía, que era imposible irse de regreso a Bogotá y que no lo intentara porque al anterior mensajero lo despacharon con veinte tiros de gracia en su natal Medellín cuando había regresado por su cuenta. Entre la resignación y la ansiedad por irse y con el valor otorgado por las cervezas terminó debajo del gringo en el matorral oscuro detrás del hotelito. No era mayor el temor a las culebras en el monte a aquella que la invadía sin protocolos de romance.

Su plan era sencillo, ganar el favor del gringo para bajarse en Guatemala o más arriba, pero con el paso de los cuatro días que tardó Jimbo en regresar del sur, Candy le había cogido un inusitado cariño a Jonas Lynch, ya no lo hallaba tan ordinario. Se extrañó de que estuviese sintiendo esas cosas, podía ser producto de hallarse sola y herida o de haber convertido esas enormes ganas de salir en un sentimiento hermoso proyectado en ese rubio de piel tostada por el sol pleno del mediodía. Fuese como fuese, no tendría otra opción, debía ser paciente y actuar, así que con mensajes velados a Jonas Lynch, Candy pretendía envolverlo en una espiral amatoria y aventurera que hallara síntesis en la idea de huir lejos y vivir con el dinero que cada quien había amasado. Lynch era condescendiente, pero también codicioso, más lo segundo que lo primero, pero Candy quería creer, eso era lo que al final ella decidía, creer.

Lo tenía previsto, en la próxima salida de Jonas Lynch a Panamá y Centroamérica, se iría con él, allá Jimbo y los patrones, allá los caracoles y las gallinas, por eso solo empacó en su morral los fajos de billetes que eran suyos, sus papeles, dos mudas viejas de ropa y lo único que conservó de sus años de estudiante: Hojas de hierba de Walt Whitman, que había releído más de lo que podía recordar. El día llegado aparentó ser normal, Jimbo regresaba con la mercancía y el gringo dijo a Candy que esperara la noche y se escondiera en el matorral que él pasaría por ella apenas tuviera las coordenadas que le enviarían los patrones para no despertar sospechas. Le pidió su morral para ir empacando. Pero, ya aguardando en la noche en el matorral, a los lejos, escuchó a uno de los niños gritando que venían los patrones.

Todo mal, los patrones solo llegaban al regreso de la avioneta, jamás se aparecían en un embarco. Venían a toda prisa y pasó lo que no quiso creer que pasó, el motor de la avioneta rugiendo y alzando el vuelo. Jimbo gritaba a viva voz que el gringo era un perro triple hijueputa, pero ya era tarde porque estaba, sin querer, dentro de ese acto de traición que los hermanos Hernández no iban a tolerar. Candy no pudo entender por dónde se había filtrado la cosa hasta que vio a uno de los niños señalar hacia el matorral. Jair, “Jimbo” Rosso fue ejecutado rápidamente con un machetazo certero que le abrió la cabeza casi en dos mitades exactas. El jefe de seguridad de Los Hernández tenía brazos macizos. Candy se volteó para no ver y reprimía el grito. El asesino de Kike, fue al matorral y como tenía fama de no fallar tiro, le conectó con una escopeta doble cañón calibre 12, un tiro en la parte baja de la espalda. Fue un disparo certero para tener poca iluminación. Se acercó al cuerpo, lo volteó boca arriba y le dio un culatazo pleno y seco en la boca. Ya a punto de expirar, Candy escucharía que el hijueputa gringo sería cazado en Nicaragua pues allá debía tanquear la nave, que, en ese instante se veía muy lejos, arriba, como una luz entre amarilla y roja, perdiéndose en la negrura. Se vio a sí misma en otra noche, en otro mar, en otra edad, recitando esa parte del libro que siempre le gustó:

“Abrázame, noche de senos desnudos, abrázame, noche magnética y fecunda, Noche de los vientos del sur, noche de las estrellas grandes y escasas, Noche serena que me llama, loca y desnuda…”.

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Una leona joven e inexperta camina con la quijada destrozada en el sur profundo del África subsahariana. Se aventuró sola a cazar llevada por el hambre. Su imprudencia le valió la cornada de un búfalo macho de casi ochocientos kilos que estaba muy cerca de su pequeña cría. Luego de su fracaso, busca alivio, moja la lengua, un embrollo informe y apelotonado de tejido color violeta, en el riachuelo golpeado por el sol ardiente y mira en su reflejo unos ojos que reposarán en las entrañas del cocodrilo que se acerca o extraídos por el pico del ave rapaz que dibuja su sombra desde el aire.

Martín despertó bañado en sudor porque se fue la luz muy temprano. Pensó por un momento que había soñado con la leona, cuando en realidad estaba recordando, medio dormido, un especial de Nat geo wild que vio hace algunos años sobre grandes felinos.

Se alistó para llevar la tesis empastada a la Universidad del Atlántico, se trataba de un proyecto sobre deforestación y preservación de la fauna silvestre en superficies selváticas. Pero al llegar encontró la coordinación del programa de Naturales cerrada hasta después de mediodía. Eran como cuatro horas de espera hasta que llegara quien debía darle el recibido de la tesis, así que decidió llegar a Puerto Colombia a tomarse una sopa de Jurel con arroz de coco. Hacía mucho que no iba, la última vez llegó a la pensión donde se quedaba Susana Gómez, una muchacha que venía de Tolú para estudiar humanidades en la universidad. La había conocido cuando la universidad todavía funcionaba en la sede 43, comiendo arroz de payaso, alimento de aquellos que no tenían mayores opciones, pues almorzar bien y sacar las fotocopias eran verdaderos privilegios. Después de coincidir en la escasez se hicieron buenos amigos.

En el segundo semestre se había ennoviado con un tipo que tenía como diez años sin graduarse de sociología, el típico tira piedra con camisa del Che y verborrea de esquizoide. Se quedaban en la misma pensión, supe después por boca de ella que había sufrido ya dos abortos en ese mismo semestre. Ella iba mal académicamente por su baja asistencia. Siempre se quejaba de no tener plata y de que Jair, su novio, no podía apoyarla sin un trabajo pues no conseguía graduarse y que en su casa en Tolú no querían saber nada de ella porque era una fornicadora. Se había puesto pálida y más delgada, comía mal y cada día se mataba el hambre con una chocolatina Jet, por eso guardó cada lámina para el álbum de Historia natural de Martín y que pegaron leyendo cada una y enterándose de cosas que no podían imaginarse sobre el planeta que habitaban.

Un día, frente al muelle, ambos maravillados, veían llover pececitos sobre las tablas viejas, eran mojarritas grises que saltaban por el fuerte oleaje y quedaban sobre la madera, lo que atraía a los pájaros. Ella decía que en Tolú había peces de colores que saltaban a la cima del agua para ser presa de las aves. Miraban el mar, como quien mira lejos, ese pedazo del gran océano Atlántico y les daba la impresión que al final del horizonte estaba la curvatura del mundo. Decía ella que podían llegar hasta allá, asomarse y encontrar una interminable cascada donde se podía divisar, abajo, a Jamaica y al Triángulo de las bermudas, porque los puntos cardinales eran un invento y no tenía nada de malo creer que los mapas también podían ser leídos al revés.

Fue ese mismo día que él le obsequió Hojas de hierba, lo había comprado en el Paseo Bolívar. Ella reconoció a Whitman porque en un capítulo de Los Simpson, Homero patea su tumba. Se vieron pocas veces después, antes de su viaje a Bogotá, ya que a su novio le salió un trabajo para hacer encuestas. No les iba tan bien según ella misma le contaba. Después de meses en Bogotá le dijo que se irían al Chocó para trabajar con una ONG y fue ahí donde le perdió el rastro.

Después del almuerzo, Martín pensaba en su sueño o en lo que pensaba mientras creía que dormía, la leona moribunda con su hocico destrozado, el África ardiente, el ave que esperaba para reclamar la carne que ya no es capaz de combatir. Más allá estaba el muelle, en otro día, en otro mar, con las mismas palabras que buscan huir pero que siempre se quedan. Reposó el almuerzo y llegó a la universidad buscando salir de ese peso de una vez por todas y esperar fecha de sustentación.

Por Gabriel Mendoza

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