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¿Quiénes eran los "buenos" y quiénes los "malos" dentro de los Lager? Es fácil la respuesta, los "malos" eran los nazis, los "buenos" los judíos, sencillo, punto. Es la respuesta simple y coherente que alguien que nunca estuvo en un campo de concentración y quien dista en el tiempo y espacio de lo ocurrido hace más de siete décadas en Europa puede decir, pero también la que muchos de los sobrevivientes y descendientes de prisioneros del Holocusto podrían aducir.
Simple, así nos gusta a los seres humanos reducir nuestras certezas, a axiomas contundentes que reafirmen lo que queremos escuchar y que nos deje sobretodo del lado de los “buenos”. Si no, mirando a la distancia una clara división entre el blanco y el negro, claros imperativos de “yo nunca seria”, “yo nunca lo haría” o un “yo hubiera hecho esto”.
Esta exigencia humana constante de separarnos a “nosotros” de “ellos” probablemente la hallamos heredado de un distante (o no tanto) pasado anterior al homo sapiens del que tanto nos ufanamos en haber “evolucionado”.
Una división que permea nuestra política, nuestra cultura y nuestra cotidianidad “si no eres mi amigo, estás contra mí”, nos enseñan los dogmatismos religiosos parecidos a los de corte político.
Primo Levi es una de las tantas voces que intentaron hablar sobre el horror inenarrable de los campos de concentración. Lea también: Un olor en la memoria
En el último de sus libros que completa la Trilogía de Auschwitz, Los hundidos y los salvados, el escritor ítalo-judío, se dedica a tratar de reflexionar sobre las condiciones que permitieron la degradación de la especie humana en esta industria de la muerte que fue el Tercer Reich.
Levi señala la existencia de una “zona gris” en los Lager, un espacio materialmente existente, gracias a un orden jerárquico dentro de los campos de concentración, que desafortunadamente incluyó a algunos prisioneros “privilegiados”.
El mundo en aquellos espacios era terrible, pero todos los que eran enviados allí esperaban un escenario descifrable “de acuerdo con el modelo simple que atávicamente llevamos dentro: “nosotros” adentro y el enemigo fuera, separados por un límite claro, geográfico”.
Sin embargo, el mismo autor, quien fue deportado a Auschwitz en 1944, cuenta que una vez allí el enemigo se encontraba por todas partes, el “nosotros” perdía esos límites tan contorneados con los que nos enseña a ver el mundo.
“No se distinguía una frontera sino muchas y confusas, tal vez innumerables, una entre cada uno y el otro”, escribe el también sobreviviente quien murió, aparentemente, suicidado en su natal Italia. Lea también: Auschwitz 73 años después
Todos los que ingresaban a estos campos de concentración, nos cuenta Levi, lo hacían creyendo que encontrarían solidaridad en sus compañeros de desventura, pero no era así, salvo en casos excepcionales, “se encontraba uno con incontables mónadas selladas, y entre ellas una lucha desesperada, oculta y continua”.
Concentrar al “enemigo” tiene como fin reducir su capacidad de resistencia, y eso lo entendieron bien los alemanes nazis. Y cualquier brote o germen de insurrección debe ser reprimido con la más severa de las violencias para atemorizar o suprimir las esperanzas de rebeldía en otros.
Las SS tenían una manera tan sistemática de proceder que sabían bien que debían dar la bienvenida con puñetazos, patadas y una orgía de órdenes en ese alemán que suena tan osco gritado intencionalmente con insultos, seguido del desnudamiento y el rapamiento de la cabeza.
El objetivo del derribamiento moral empezaba con los “nuevos”: “el “nuevo” era envidiado porque parecía tener todavía el olor de su casa”, y añade Levi: “era ridiculizado y expuesto a bromas crueles”. Sí, por los “antiguos” prisioneros, no solo por los alemanes.
Pero cuidado, que no se piense de manera otra vez simplista que el prisionero del campo de concentración es ahora el “malo”, aliado del nazi ¡jamás!
La situación es más compleja y el ambiente tan hostil y degradante que removía cualquier estructura moral y política con la que pensamos se comporta la vida.
Dentro del Lager existieron los prisioneros “comunes” y algunos “privilegiados” (aunque esto es solo una forma de llamarlo). De hecho, dentro de los sobrevivientes se cuentan muchos de estos “privilegiados”, he ahí la potencia de la maquinaria desmoralizante y deshumanizadora nazi.
Para evitar morir de hambre, golpes o frío algunos accedieron a algún “privilegio” que impidiera la muerte, un “privilegio” grande o pequeño “un modo conferido o conquistado, astuto o violento, lícito o ilícito, de elevarse por encima de la norma”.
El Lager presenta muy bien esos espacios humanos donde el poder se concentra en pocos, allí nace el privilegio, se desea y estimula.
Sobretodo acrecentado en los últimos años, cuando la Alemania Nazi necesitó preservar el orden que implantó en las zonas ocupadas requiriendo para ello mano de obra. Controlar todo esto requería personal suficiente, con el cual no contaban, por eso se vieron obligados a usar a algunos prisioneros como una especie de “funcionarios” en la jerarquía de sus fábricas de muerte.
Las tareas de estos prisioneros “privilegiados” eran múltiples y variadas, dependiendo del lugar de Europa o el campo de concentración. Lea también: Aharon Appelfeld y la búsqueda del yo herido
Estos “privilegios” también fueron usados como una manera fácil de minimizar su deseo de resistencia, la estrategia era “cargarlos de culpabilidad, ensangrentarlos, comprometerlos lo más posible; así habrán contraído con sus jefes el vínculo de la complicidad y no podrán volverse nunca atrás”, explica el mismo autor.
Cuanto más dura es la opresión, más dispuestos están los oprimidos a colaborar con el poder, usando diversas estrategias, por separado o combinadas, que maticen a esa difusa zona gris: “terror, seducción ideológica, imitación servil del vencedor, miope deseo de poder, vileza e, incluso, un cálculo lúcido dirigido a esquivar las órdenes y las reglas establecidas”.
Los oprimidos “privilegiados” hacían uso de cualquier oportunidad para preservar sus pocos “privilegios”, entre ellos, la vida.
Aquí se corre de nuevo el riesgo de señalar, como dioses, o jueces, la existencia de “la maldad” en estos prisioneros “privilegiados”. Pero es demasiado imprudente aventurarse a afirmar un juicio moral contundente sin conocer con exactitud las condiciones a las que fueron expuestos.
Es claro que la culpa máxima la tiene el Estado totalitario en Alemania que estructuró y dio vida a estas condiciones y a los verdugos.
¿Qué intenta decir Levi? Pues que estos verdugos son culpables también del mal que hicieron engendrar en los encerrados en los campos de concentración: “todos aquellos que cometen injusticias, son culpables no solo del mal que cometen sino también de la perversión que provocan en el ánimo de los ultrajados”, cita Levi a Manzoni.
Los “privilegios” (si es que se le puede llamar así) eran una manera de escapar de esa horripilante “solución final”. ¿Quiere esto decir que los judíos no preservaron su dignidad e integridad? En absoluto, todo lo contrario.
Para poder conservar algo de la dignidad humana que les estaba siendo aniquilada, fueron arrastrados a una situación de “pura supervivencia, de lucha cotidiana contra el hambre, el frío, el cansancio, los golpes, en la cual el espacio de elección (especialmente de elección moral) estaba reducido a la nada”. Pocos sobrevivieron a pruebas tan extremas, donde afortunadamente coincidieron con eventos fortuitos que les salvaron de la vileza a la que fueron arrastrados.
Este es quizá el mayor y primer crimen de los nazis, arrastrar a sus prisioneros a semejante cercenamiento de su poder de elección moral, a la degradación de sus condiciones de vida, que les permitieran elegir el bien siempre por encima del mal, elección de la que emana nuestra anhelada libertad.
¿Podemos juzgar a estos “prisioneros privilegiados” cuando no hemos estado expuestos a semejantes sufrimientos, con la muerte respirándonos en la nuca, sin poder siquiera soñar, porque en los Lager no se dormía, solo se cerraban los ojos unos instantes, como un acto mecánico, sin nada “humano” que le pervirtiera?
“¿Por qué no se rebelaron y simplemente aceptaron la muerte?” Fácil y de manera simplista podemos advertir desde el sillón desde donde leemos esto.
Poseemos muy pocos datos sobre algunas experiencias de lo que fue el Lager. Levi nos cuenta que efectivamente hubo uno de muchos grupos que intentaron huir en Corfú, en 1944. Otros de manera individual lo hicieron y fueron castigados de las maneras más atroces, algunos prefirieron el suicido.
Quién juzgará a estos prisioneros privilegiados es algo que no debemos apresurarnos a determinar.
Imagine que usted está en un gueto, encerrado, obligado a estar meses, años, sometido a un hambre crónica, cansado, humillado, y la muerte es algo que se ha vuelto común en las calles, a su alrededor. Sus amigos, vecinos y más cercanos seres queridos han fallecido de hambre o de un tiro solo por cruzarse en el camino de un soldado nazi. No puede ni saber que ocurre fuera de ese gueto ni decirle a nadie qué pasa allí.
De repente, le suben a un tren cargado de otros desdichados. Al llegar a una especie de cárcel en precarias condiciones, sin haberle proporcionado ni agua ni alimentos, le dan una tarea que significa la supervivencia, de hecho, no tiene opción de desobedecer o enfrentará la muerte.
La tarea implica enterrar cuerpos de otros prisioneros, llevarlos a hornos crematorios, aun cuando usted les dice que son “duchas”, quedarse fuera y escuchar los desesperados y escalofriantes gritos de auxilio, o insultarlos, molerlos a golpes o matarlos si no obedecen una orden o si descansan en horas laborales.
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A usted le dieron una orden, desobedecerla implica su muerte sin mediar palabra, obedecer se traduce en unos cuantos granos de comida más, un pedazo de tela que le ayude con el frio nocturno. Usted lo hace, mantiene aún la esperanza de salir en algún momento y volverse a encontrar con algún ser querido, o denunciar este horror.
“Nadie puede saber cuánto tiempo, ni a qué pruebas podrá resistir su alma antes de doblegarse, de romperse. Todo ser humano tiene una reserva de fuerzas cuya medida desconoce: puede ser grande, pequeña o inexistente, y solo en la extrema adversidad puede ser valorada”, reflexiona Primo Levi.
No tiene por ello sentido que digamos siempre a los otros el petulante consejo: “Yo en tu caso habría hecho esto o lo otro”, pues nunca se estará en lugar del otro.
“Cada individuo es un objeto tan complejo que es inútil prever su comportamiento, y mucho menos en situaciones límite; ni siquiera es posible prever el comportamiento propio”, apunta el mismo autor.
Los prisioneros que accedieron a ciertos “privilegios” que más eran una manera desesperada de alargar la insoportable supervivencia que se aferra a una pequeña chispa de salir con vida, lo hicieron arrastrados también por las condiciones que la fábrica totalitarista nazi les impuso.
Ser conscientes de que el bien o el mal de los otros también es responsabilidad del sistema y también mía, nos aleja un poco de ver en ese otro un objeto del cual se puede disponer, tomar, tirar a voluntad propia.
El bien es algo muy frágil, que siempre está en juego en nuestra relación con el otro. El bien está siempre en disputa en nuestra constante responsabilidad con los otros. Es por ello siempre un proceso, nunca termina.
De los campos de concentración, pese a su particularidad y singularidad, podemos aun extraer lecciones para toda la especie humana, una de ellas ésta: la fragilidad del bien.
Las zonas grises a las que son arrojadas las víctimas en condiciones donde su elección del bien queda reducida a la supervivencia o la muerte son consecuencia de un corrupto y deteriorado sistema político y social, que permea la relaciones “tú-yo”, cara a cara, que se tienen siempre con los otros.