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La vorágine (1924) tiene la mejor frase gancho de la narrativa colombiana: “Antes que me hubiera apasionado por mujer alguna, jugué mi corazón al azar y me lo ganó la Violencia”. Desde el inicio entramos a una obra maestra de las letras latinoamericanas. Ningún lector se resiste a esas palabras de arranque. Además, su denuncia sobre el genocidio contra los indígenas hace que los números oficiales, que históricamente siempre se cotizan a la baja, hablen de 6.000 indígenas masacrados para producir caucho.
En el relato de José Eustasio Rivera hay dos momentos que sintetizan el exterminio. El primero es con el personaje de Funes, que era básicamente un sistema de aniquilación para sacar caucho: “ese bandido debe más de seiscientas muertes. Puros racionales, porque a los indios no se les lleva número. Dígale a mi paisano que le cuente las matazones […] Y no pienses que al decir ‘Funes’ he nombrado a persona única. Funes es un sistema, un estado del alma, es la sed de oro, es la envidia sórdida. Muchos son Funes, aunque lleve uno solo el nombre fatídico”. Así se esclavizó y arrasó a un pueblo, claro, siempre con la venia del Estado.
La explotación del caucho en su forma más cruda tiene memoria viva en los capítulos de La vorágine. Y justo esa memoria, en este 2024, llegó de nuevo a los planes lectores de colegios y universidades y a las bibliotecas de lectores maduros y novicios. El boom de su primer siglo de vida hizo que muchos volvieran a sus páginas y otros las conocieran por vez primera. Lo cierto aquí es que no podemos desconocer el aporte que la literatura le hace a la historia sangrante de nuestra patria: “peones que entregan kilos de goma a cinco centavos y reciben franelas a veinte pesos; indios que trabajan hace seis años, y aparecen debiendo aún el mañoco del primer mes; niños que heredan deudas enormes, procedentes del padre que les mataron, de la madre que les forzaron, hasta de las hermanas que les violaron, y que no cubrirían en toda su vida, porque cuando conozcan la pubertad, los solos gastos de su niñez les darán medio siglo de esclavitud”. Cualquier parecido con los bancos actuales, incluido el Icetex, es mera coincidencia.
Siguiendo los pasos de Arturo Cova, muchos temas relevantes y más trascendentales se han estudiado a lo largo de cien años. Su descenso al infierno, este genocidio señalado, la geografía de los llanos y la vida en la selva. Pero lo que hoy nos ocupa es otra vaina. Es esa costumbre tan colombiana de otorgarle el título de “doctor” a ese que representa al Estado en las regiones. El mismo que llega con la única intención de hacer daño. Bien robando tierras, bien matando gente, bien violando hijas y esposas, bien contaminando ríos, o bien llevándose alimentos o riquezas, que al final son lo mismo.
“Doctoritis” made in Colombia
Primero fueron sus señorías, pero al pregonar que el rey de España ya no era soberano en estas tierras, el lastre colonial cambió de título. Los herederos del poder monárquico, entonces, se autoproclamaron “doctores”. Sus méritos radicaban en la cercanía a los criollos y se distinguieron por obrar en contra del pueblo. Así, “doctor” era (es) el tipo que representaba al Estado en las regiones, durante los siglos XIX y XX, para despojar, entregar tierras en las que solo crecía el hambre o apoderarse de recursos.
Ya en su relato, José Eustasio Rivera dejó huella de lo que significaba ser “doctor”. Al presentar al juez José Isabel Rincón Hernández, se lee “del tal yo sabía que de peoncejo de carretera ascendió a músico de banda municipal y luego a juez de Circuito de Casanare, donde sus abusos lo hacían célebre”. En los territorios, un representante del Estado se hace celebridad doctoral debido a sus abusos.
Sin embargo, en el mismo texto seminal se advierte la tradición de doctores que sí debe honrarse. La dedicatoria de La vorágine remarca: “Al eximio literato y poeta doctor don Antonio Gómez Restrepo”. Gómez Restrepo fue un comprometido con las letras colombianas y doctor honoris causa por la Universidad de Chile y por el Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. Carlos Martín, poeta piedracielista y quien fue rector de Gabriel García Márquez en el Liceo de Zipaquirá, lo describe como “humanista, pensador, crítico, ensayista, poeta” y afirma que “el estudio de sus varias manifestaciones de escritor es indispensable para el conocimiento del valor y del sentido de nuestra literatura”.
Martín expresa en sus palabras esa acepción doctoral que va ligada a quién dedica su vida al estudio para avanzar en conocimiento y aportar a su sociedad. Esos son los doctores reales, pero en Colombia, en general, no se les reconoce. Por ejemplo, hay doctores por religión, temperatura o sangre. Si usted es pastor de iglesia y se hace alcalde, como en Bucaramanga, le empiezan a decir doctor. Si usted usa gorra para menguar el sol de la Alcaldía de Barranquilla por tercera vez, usted es doctor. Y si usted es hijo de Luis Carlos Galán, usted es doctor. Cordial saludo para Bogotá. Los doctores, entonces, son nefastos. No son doctores por quemarse sus cabezas y cursar doctorados, son doctores porque seguimos en esa tradición colonial de arrodillarnos y ensalzar a quienes representan el Estado.
Esta situación la conocía muy bien el poeta campesino nacido el 26 de mayo de 1957 en La Junta. Fue apodado El Cacique y bautizado Diomedes Díaz Maestre. Diomedes escribió de puño y letra que “en la vida hay cosas del alma, que valen mucho más que el dinero”. Esa, esa es una enorme enseñanza que aquellos doctores no comprenden. El hijo de Mamá Vila y Rafael María Díaz le compuso en poesía vallenata, a su propio hijo, esta máxima: “Por eso Rafael Santo’ yo quiero, dejarte dicho en esta canción, que si te inspira ser zapatero, solo quiero que seas el mejor, porque de nada sirve el doctor, si es el ejemplo malo del pueblo”. La canción se tituló con la sencillez propia de la sabiduría popular: “Mi muchacho”. Fue grabada en el álbum El Mundo de 1984 con caja, guacharaca y el acordeón de filigrana de Nicolás Elías “Colacho” Mendoza.
La tradición de “doctores” funestos sigue, pero nadando a contracorriente de nuestra historia son muchos los profes que dan brazadas gigantescas para modificar esta marca negativa. Antes, los estudios doctorales se cursaban pensando en universidades urbanas como único futuro empleo, pero a mayor número de doctores, los puestos de empleo se cerraron en educación superior y se abrieron en los territorios para primaria y bachillerato.
Justo en la tierra de La vorágine, la doctora en historia Juliana Vasco enseña ciencias sociales en el colegio público José Eustasio Rivera de Saravena. Sus palabras alumbran el camino. La profe afirma: “cuando me doctoré, no pensé enseñar en secundaria, pero la experiencia ha sido maravillosa. El agradecimiento y el compromiso de los estudiantes, y sus familias, que antes no contaban con profes preparados, me exige cada día más. Y claro, al ser nombrada por el Magisterio, también tengo condiciones laborales dignas”. El también doctor Manuel Espinosa es profe en la Institución Educativa Alejandro Humboldt de Fortul, Arauca. El profe da clase: “si gente se forma con criterio y rigor, es supremamente beneficioso para los chicos, pues cuando usted se forma al más alto nivel, maneja conceptos y pedagogías novedosas. Uno trae ideas nuevas, integra y se hace transversal en la formación desde distintas áreas. No como antes, que cada materia hablaba una lengua distinta. Por ejemplo, estamos leyendo “La fórmula química de cupido”, el artículo de la profesora mexicana Gilda Flores, que es la explicación narrativa del comportamiento del cuerpo cuando entra en etapa de enamoramiento. Ahí, no solo hay lenguaje y narrativa, sino que también abordamos conceptos de biología, química y filosofía. Ese tipo de lectura nos da esperanza, pero es una lucha tremenda lograr que estos muchachos lean algo”.
El profe Manuel ejemplifica el esfuerzo de muchos, pero reconoce que su lucha en las clases es como nadar corriente arriba, después de un aguacero llanero, por el río Casanare. “Mire mano hay dos problemas ya crudos. Sin demeritar a nadie y sin decir que todos los profes que se doctoran por correspondencia son pésimos, sí nos estamos llenando de gente sin vocación, que se titula en universidades muy flojas de Venezuela y Panamá, que sus tesis son una cartelera y que no vienen a trabajar sino a ascender en el escalafón y cobrar mejor. Eso es grave. Y así como a los médicos no les valen diplomados para ser especialistas, a los profes deberían ponernos la lupa. Lo otro, es que uno a veces se siente impotente, y uno no sabe cómo enganchar a leer a los estudiantes. Es casi misión imposible. Yo les he traído de toda la literatura, ficción, terror, erotismo, lírica, dramática, fragmentos de todo. Y son contados con una mano los que se interesan. El 80% de los estudiantes no leen nada. Por lo menos aquí en el departamento yo veo ese problema. No podemos enganchar a los chicos con la lectura”.
En el cumpleaños cien de La vorágine, entonces, la “doctoritis” no solo no ha desaparecido, sino que tiene otras cepas mortales. Hoy pululan los doctores ligados al Estado y gobiernos de turno. Y ahora también, los doctores que cursan doctorados exprés y cuyas vocaciones van del lado del dinero, todo lo contrario a lo que señalan los versos del Cacique y más bien en sintonía con lo que describió José Eustasio Rivera en su novela inmortal. En fin, aquí entre doctores, ni leemos nuestra literatura ni escuchamos nuestra poesía vallenata. Estamos jodidos.
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