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La novela construye la historia de un hombre cuya vida se desmorona. Para resanar sus grietas, sin necesariamente sanarlas, este hombre se propone reconstruir los recuerdos de otro hombre que está a punto de perder definitivamente la memoria. Flores es, entonces, la narración de uno y varios hombres, así como la historia del lamento acumulado de la vida humana. Entretanto, Cruz lleva al lector por el trayecto simbólico de una lágrima, hasta dar con el manantial agrietado del que todas brotan: el corazón.
La fosa del padre fallecido es el augurio de las grietas que irán resquebrajando al protagonista: un matrimonio en crisis (que le sabe a la rutina de “quien tiende la cama”); una infidelidad frívola (que solo cava más hondo su vacío); y una paternidad rota (su hija Beatriz ni siquiera le dirige la palabra). Este hombre —que al no ser digno de un nombre es, a la vez, todos los hombres del mundo— padece los estragos de una tragedia moderna. Grieta a grieta, va consumiéndose en el tedio.
Pronto surge la posibilidad del remedio, una misión tan loable como absurda. Su vecino, el señor Ulme, ha perdido la memoria por un aneurisma, y él se empeñará en reconstruirle los recuerdos. El protagonista se convierte en otro autor que, como Cruz, bosquejará la identidad de un hombre recorriendo el trayecto de sus lágrimas.
Ulme es el reflejo inverso de su vecino. Es un hombre viejo. No recuerda haber visto jamás a una mujer desnuda. Por si fuera poco, logra forjar una cercanía cómplice y locuaz con Beatriz. Sin embargo, el muro que separa los apartamentos de ambos vecinos es, también, un espejo de aumento. Ulme es la posibilidad de aquello que el protagonista desearía ser. Su afán por recuperar la vida de Ulme —un deseo atravesado por el cariño, la envidia y la compasión— es a la vez el mejor bosquejo que el protagonista podrá hacer de sí mismo.
Este hombre comprende que la reconstrucción de una vida es uno entre infinitos mapas de la naturaleza humana. Al rastrear a los personajes que pueblan los recuerdos de Ulme, el protagonista descubre que el llanto de la humanidad converge en una misma desembocadura. “Todas las palabras nadan. Si observamos una frase nos daremos cuenta de que es un mar, una forma de ser feroz, de navegar, de viajar, de tener peces, de tener lágrimas”, le dice Margarita, el amor de infancia de Ulme.
Cruz nos introduce en un libro a medio camino entre novela, mito, comedia, fábula, tratado filosófico, cuento infantil y anécdota. Sin prejuicios, el autor invita a recorrer el lugar común —es decir, el mundo— compuesto, en efecto, por la fórmula repetida, la mies trillada y el melodrama. Cruz lo hace consciente de que, al recorrerlo, el lector comprenderá que la sal de las lágrimas es la misma sal del mar. Y por ello Flores es una efectiva ley de los opuestos. Nos advierte que para hallar lo extraordinario solo hace falta fijarse en lo común.
La mirada infantil ocupa un lugar elocuente en la obra de Afonso Cruz, que ha dedicado gran parte de su carrera también a la ilustración y la literatura infantil. En Flores, Cruz intensifica la candidez que caracteriza su estilo literario, lleno de signos invertidos, personajes improbables y filosofías ambiciosamente sencillas. Aquí propone un universo basado en la observación que, precisamente por ello, es una metáfora de la infancia.
El protagonista sabe que reconstruir la vida de Ulme es un recorrido que lo remontará al primer llanto de su nacimiento. Pero la infancia que Flores aspira a bosquejar no es aquella mediada por el recuerdo distorsionado del adulto. Sí es, en cambio, la infancia para siempre perdida del adulto desmemoriado. No es la infancia idealizada. Es la infancia cruel, pérfida y sexual. Tampoco es la infancia sin uso de razón. Es la infancia que, en las grietas de aquello que los adultos no comprenden, esconde las leyes de la sabiduría:
"Cuando llegué a la sala, el señor Ulme tenía una cinta métrica enrollada alrededor de la cabeza de Beatriz.
—Cincuenta y tres centímetros.
El señor Ulme estaba midiendo el diámetro del cráneo de mi hija.
(…)
—Ese es el tamaño del universo, decía. Cincuenta y tres centímetros. No se necesitan telescopios ni esos aceleradores de partículas ni números largos. Basta con esto —se refería a la cabeza de Beatriz—. Cincuenta y tres centímetros".
Flores es, en últimas, el espacio infinito comprendido en los cincuenta y tres centímetros de la cabeza de una niña.
No es gratuito que el autor de una novela sobre el llanto y la infinita naturaleza humana sea un escritor portugués. Cruz es heredero de una tradición pionera en navegar el llanto y en llorar el mar. Portugal fue la potencia marítima que hizo del mundo uno redondo. Es la nación que en el mar vio el espejo de la gloria otorgada por el cielo. Y también es el pueblo que, en ese mismo mar, sondó la profundidad mortal de los naufragios.
Allí donde la fadista Amália Rodrigues cantó “Si yo supiera que muriendo tú me habrías de llorar, por una lágrima tuya, con qué alegría, me dejaría matar”; y allí donde el poeta portugués Fernando Pessoa escribió “Oh, mar salado, ¿cuánta de tu sal son lágrimas de Portugal?”; Afonso Cruz se suma componiendo una elegía de la esperanza. Nos dice que toda lágrima es el mar de los naufragios, así como la lluvia posterior que vivifica. Y en esta imagen, Cruz condensa la promesa de este libro, la misma que Ulme le hace a Beatriz cuando imagina el día en que ella lo visite en su tumba: “En ese momento ya estaré completamente muerto, y le susurrarás a la tierra la respuesta. Y esa mañana, cuando oiga tu voz, derramaré una lágrima de rocío”.