“En todo hay belleza e inmundicia, porque en todo hay vida”
La escritora María Elena Morán, ganadora del Premio Café Gijón (España), habló para El Espectador sobre su novela “Volver a cuándo”, cuya historia narra la vida cotidiana y aborda las luchas para retornar a la raíz.
Juan Camilo Rincón
Un infierno que, aunque infierno, es propio. Esa es la vida de Nina, una venezolana que huyó a Brasil, como lo ha hecho todo “ese gentío atabardillado que llora en español por comida y cobijo”, proveniente de una nación y una vida destrozadas. Así nos lo narra Volver a cuándo (Siruela), nueva novela de la escritora y guionista María Elena Morán, nacida en Maracaibo y radicada en el país más grande de Suramérica.
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Un infierno que, aunque infierno, es propio. Esa es la vida de Nina, una venezolana que huyó a Brasil, como lo ha hecho todo “ese gentío atabardillado que llora en español por comida y cobijo”, proveniente de una nación y una vida destrozadas. Así nos lo narra Volver a cuándo (Siruela), nueva novela de la escritora y guionista María Elena Morán, nacida en Maracaibo y radicada en el país más grande de Suramérica.
Nina sobrevive caminando y caminando, tratando de restaurar lo que alguna vez fue un hogar y de continuar con su vida, que le pesa tanto y que hoy solo cabe en una mochila que es su equipaje-casa. En medio, a veces como fantasmas, aparecen su hija Elisa, su exmarido Camilo, su madre Graciela y su padre fallecido, Raúl.
¿Qué tanto de su ser migrante atravesó la escritura de “Volver a cuándo”?
Creo que todo. No sabría mensurar cuán diferente sería la escritura si mi historia actual no fuera esta. Debo aclarar que yo soy inmigrante, pero mi salida de Venezuela no fue en medio de la crisis. Yo salí para estudiar Cine en Cuba; allá conocí a quien hasta hoy es mi compañero, y por esa historia de amor vine a parar a Brasil, adonde llegué en 2012, antes de ver a mi gente ser tratada como una plaga en tantos lugares. Mi historia, por lo tanto, es profundamente diferente a la de quien dejó el país con la ropa del cuerpo y una mochila a cuestas.
Esa es Nina, una migrante sin privilegios.
Debo admitir que esa misma experiencia de la diferencia, la constatación de mi privilegio, tuvo un impacto muy grande en mí y en mi escritura. Comencé a pensar mucho en la idea de responsabilidad, por ejemplo. Me parecía haber dejado el barco a tiempo, un barco cuya falla mecánica yo ayudé a construir. Eso agregó una buena carga al ya terrible peso de ver mi país en pedazos. Por otro lado, el hecho de que mi historia fuera esa y no otra me permitió tener la distancia geográfica y temporal que, al final, posibilitó la mirada presente en la historia, las ideas que la conducen. Llevo ya una década fuera de Venezuela y debo decir que hay algo muy rico, estéticamente hablando, en la relación con el idioma y el uso del lenguaje, pues mi idioma materno siempre será el español, pero una vez perdida su condición de lengua de uso diario, de lengua de la calle, el español pasó a ocupar un lugar muy peculiar, de lengua de infancia, con gusto de casa y al mismo tiempo enrarecida.
En la novela hay una crítica a esos que explotan la miseria y buscan crear “olas de conmiseración”.
Creo que el gran problema es que hay muchos que quieren ser los salvadores y al final no salvan a nadie; es salir bien en la foto y anotarse puntos de caridad. Mi crítica es específicamente con ese tipo de gente que cree que “ayudar” es ofrecer cama y comida a cambio de trabajo, sin salario asignado o con un salario de hambre, y aun así convencerse de que están ganándose el cielo. Aquí en Brasil, por ejemplo, han sido desmanteladas vinícolas que tienen gente trabajando en condiciones análogas a la esclavitud y, claro, muchos de ellos son inmigrantes.
Y se defienden diciendo que están dando trabajo.
¡Lo dicen sin el menor asomo de vergüenza! También ha habido muchas denuncias de gente que quiere empleadas domésticas que hagan absolutamente todo el trabajo de la casa y de los hijos a cambio apenas de tener donde dormir y una comidita que, imagínate, puede incluso llegar a ser la misma que la de los señores de la casa. En una oportunidad una mujer me habló con enorme orgullo de un grupo de compatriotas que estaban trabajando en su casa, refiriéndose a ellos como “mis venezolanos”. Es rapiña de la más básica. Por otro lado, debo decirlo, hay cualquier cantidad de ONG e instituciones trabajando de forma respetuosa, articulada, sin las cuales el caos que significan seis millones de venezolanos emigrados sería aún más grave.
Usted trabaja el lenguaje de una manera muy rica, mezclando idiomas, incluyendo modismos. ¿Cómo alimentó ese ejercicio su narración?
Siempre quiero acercarme a la riqueza que veo en la vida, en los diversos tipos de discursos entre los que nos movemos, desde un texto clásico hasta un meme. Es eso: somos calle, universidad, familia, ciberespacio, millones de ambientes y relaciones, y en todo eso hay material literario; en todo hay belleza e inmundicia, porque en todo hay vida. Cuando escribo tengo toda esa mezcla porque creo que todo tiene el mismo valor; son recursos narrativos disponibles y yo tengo hambre de ellos. Nada me interesa más que un híbrido porque la pureza es, además de un mito, una fuente de horror.
¿De qué manera tejió los asuntos políticos y sociales de fondo con el tratamiento afectivo de la historia?
La idea era trabajar, en lo íntimo de las relaciones personales y familiares, las dinámicas de poder de lo nacional; investigar cómo los juegos de poder se entrecruzan, cómo el autoritarismo, la manipulación y el oportunismo que vemos en las altas esferas de la arena política encuentran camino en la forma en que nos relacionamos con el mundo y con el otro. Quise permitirme trabajar una historia que revisitara hechos históricos reales, contemporáneos, como la crisis migratoria o la muerte de Chávez, usando esos momentos como contexto para que ocurrieran acontecimientos igualmente importantes, ya no históricos en el sentido oficial, sino en el sentido más personal posible.