La esencia es conectar mediante la música: Santiago Cruz cuando se cierra el telón
El cantautor ibaguereño, a sus 45 años, presenta un testimonio honesto en el que revela pasajes de frustración y gloria a lo largo de su vida. En ‘Diciembre, Otra vez’ (Grijalbo, 2021) el lector escuchará lo que dice Santiago Cruz más allá de las canciones.
Camila Melo Parra
Hace casi un año conversé con Santiago Cruz sobre sus libros imprescindibles. Ahora me siento a escribir sobre el suyo que, sin duda, será uno de los míos, así como lo ha sido su música durante más de la mitad de mi vida.
Diciembre, otra vez. El mes en que, de lejos, para muchos es temporada de festividades y alegrías, para otros es un momento donde parece acelerarse el reloj para recordarnos la finitud, cuestionarnos frente a lo logrado, pero sobre todo hacer más evidente todo aquello que no. Para Santiago, diciembre ha puesto torpedos, abismos y fracturas en varios días y años distintos de su calendario. Varios de los momentos más determinantes de su existir coinciden en el último mes del año. Por eso el cantautor nos invita a entrar en su intimidad en esa versión que desconocemos y a la que no podríamos llegar quizás solo escuchando una de sus canciones. Aquí habla el hombre detrás del telón, de las canciones y de las fotos sonriendo en las portadas las revistas.
Este viaje que es la vida, su vida, se narra en presente. Santiago logra evocar el momento, la emoción, el vértigo, la redención, nos otorga una presencia fantasmal, pero cómplice en su relato. Aunque no lleva un curso lineal, nos sitúa en espacio y tiempo en algunos de sus momentos fundamentales. A través de once capítulos el músico expone su fragilidad y su dureza. Cada uno arranca con un título que condensa la esencia del texto como territorio y lleva consigo una ilustración que simula un enredo, la maraña de trazos inconexos de quien garabatea sobre la hoja en blanco mientras llega la palabra precisa para ser escrita.
En esa frase, en esa historia, en ese diario, el lector sentirá que Santiago Cruz está sentado echando el cuento de su vida. Como si sacara su álbum familiar y nos hablara de sus raíces, sus luchas, sus cantos y también de sus silencios. Este hombre de las canciones de amor y despecho, y de los hits musicales, en su primer libro parece encarnar una de las frases de su canción “Paracaídas”: “la luz está encendida y todo lo que ves es lo que existe en realidad…”.
No habla como la estrella de pop que encabeza listas de éxitos musicales, que aparece en la prensa o en la sección de farándula; habla el artista que dejó de lado un posible éxito en el mundo de las finanzas para vivir de y para sus canciones. Ese mismo que, mientras finalizaba la universidad, cantaba en las noches en los bares para ganar unos cuantos pesos y una botella de trago nacional. Ese que, sin tener siquiera para el almuerzo, decide emprender un viaje a Europa para seguir apostando al sueño lejano y romántico de hacer música en un país como Colombia.
En el prólogo Ricardo Silva Romero, en un par de páginas, introduce de manera lúcida esta lectura y señala algunos de los géneros que son transversales a la narrativa misma: novela picaresca, biografía, humor negro. Por su parte, Santiago también lo ve como un ejercicio terapéutico y es que sí, cualquier forma de creación o de arte termina siéndolo.
Acá todos los caminos van y vienen o conducen a diciembre. Como el 3 de diciembre en que violó las leyes del destino, como insinúa la canción, abriendo el concierto de su admirado Fito Páez. En ese entonces Cruz cantaba en los pasillos de su universidad, en el bar del que durante años fue socio, pero aun así decidió a quemarropa enfrentarse a un público que lo desconocía porque ni siquiera tenía un disco. Esa noche decidió dejar la vida de oficinista para vivir su pulsión de estar arriba de una tarima.
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O como ese otro 3 de diciembre que, tras un episodio de excesos de alcohol, lastima el afecto de una de las personas que más ama, su hermana. “Lo único que ella hizo fue pararse justo en el lugar exacto donde este avión fallando iba a estrellarse”, relata el cantautor. Aquí menciona sus adicciones, que en su vida iniciaron a los 12 años como un reto de niños para demostrar su valentía y que más adelante llegarían para ofrecer un placebo en sus momentos más oscuros. Entró en una “espiral imparable de autodestrucción”, señala que le hacía tener resaca no solo física sino moral y espiritual. Sin embargo, gracias al afecto de sus cercanos, a la terapia y la misma música logró salir al otro lado de la puerta.
El ibaguereño se detiene en diciembre de 2016, cuando un tuit infortunado a propósito de la muerte del Cacique de la Junta desató una oleada de odio. Además del sinsabor de recibir amenazas para él y su familia en la primera navidad de su hija mayor, Violeta, transita de nuevo por ese momento en que estaba ad portas de recibir un nuevo año en la Puerta del Sol de Madrid sin certezas acerca de su futuro, sin nada en los bolsillos, solo con penumbra dentro de sí mismo.
Aquí habla de lo que significó tener sellos musicales dirigidos por él. De casi tener que hacer un crowdfounding cuando no existían los crowdfunding para poder pagar la producción de uno de sus discos más sonados. De ver cientos de veces puertas que se cerraban en su rostro. De ser rechazado por varios ejecutivos musicales con poder de decisión que le proponían hacer versiones en diferentes ritmos para tener entrada en todas las radios. Cuenta el desafío y la LUCHA, en mayúscula, de haber logrado, luego de años, el respaldo de un sello musical, pero también del cansancio y de la fatiga que esto representó. Habla de regresar a lo orgánico, a la libertad y al reto de darle aliento a esa voz que con terquedad siempre le ha apostado a contar su cuento, a dejar que la canción llegue a donde tenga que llegar.
También nos acerca a su relación con su padre, marcada por la ausencia. Nos conmueve desde la voz y el dolor de un niño pequeño, con la desilusión intacta durante gran parte de su vida adulta, desatándole tantas grietas y preguntas: por qué no fue suficiente, por qué prefirió cumplir su sueño como piloto en vez de estar junto a él y su madre. Un 12 de diciembre vino la noticia de su muerte y con ella la imposibilidad de un cierre o ritual de despedida. Fue tan solo años después que vino el perdón en una tarde familiar con las tías Cruz, donde escudriñó hasta vislumbrar el perdón: “En ese mismo instante entendí todo y el perdón cayó sobre nuestra relación como un chorro del manantial más puro”.
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En las páginas de este libro también nos acerca a las mujeres más importantes de su vida: Fabiola, una madre aguerrida que crio a su hijo estando separada, sin dejarse doblegar del estereotipo de una sociedad machista como la tolimense; María Paula, una hermana amorosa a quien cuidó con amor paternal y quien tantas veces le alivió la caída; La Negra, su gran amiga y exmánager, que lo oyó por primera vez cantando versiones de otros en un bar y que le dijo que era su propia música la que debería oírse en el mundo entero (y casi que lo hicieron juntos); y María Paz su compañera de viaje, de vida, de sueños y de presente, la madre de sus hijos Salvador y Violeta, quienes completan la familia de seis junto con Samuel y David.
Hay una imagen implacable que no podría dejar de mencionar: un día, uno de esos donde el fuego interior se extingue y donde el ánimo y la fuerza no dan para más, Santiago tiene uno de esos deberes infaltables dentro de las agendas de promoción de artistas: asistir a un renombrado festival de música local. No puede eludir esa alfombra en la que sonríen celebridades y otras figuras de la industria, ese lugar donde muchos se miran, pero pocos se observan. Es un deber, es impajaritable, hay que hacer la tarea.
Asiste por unos minutos con la esperanza de estar “en el radar”. Santiago va y hace la tarea, pero huye rápidamente a casa, antes de querer mandarlo todo a la mierda. Se acuesta en su sofá, revisa redes sociales, abre su Facebook y ve el mensaje de una seguidora de su música. Ella le cuenta cómo una de sus canciones le ha salvado la vida y le ha devuelto la fe en vivirla. Esa seguidora soy yo. Así, tal vez sin pensarlo o proponérselo, la obra de Santiago por sí sola está cumpliendo la verdadera tarea: sin juicios de lo que pueda significar el arte, está devolviéndole la fe a alguien, a través de su música y de este, su testimonio.
Hoy, retomando su canción “Paracaídas”, parece que en Diciembre, otra vez Santiago Cruz hubiera sacudido ese polvo que lo cubrió durante décadas, años de excesos, de derrotas, de relaciones complejas y de verse permeado por las lógicas tantas veces nocivas de la industria musical y de la fama. Por eso, en esta obra Santiago, desde un relato íntimo y estremecedor, nos cuenta lo que ha sido nadar, sentirse ahogado, tener un flotador y luego sencillamente zambullirse a su propio ritmo en la escena musical y en la vida misma.
Hace casi un año conversé con Santiago Cruz sobre sus libros imprescindibles. Ahora me siento a escribir sobre el suyo que, sin duda, será uno de los míos, así como lo ha sido su música durante más de la mitad de mi vida.
Diciembre, otra vez. El mes en que, de lejos, para muchos es temporada de festividades y alegrías, para otros es un momento donde parece acelerarse el reloj para recordarnos la finitud, cuestionarnos frente a lo logrado, pero sobre todo hacer más evidente todo aquello que no. Para Santiago, diciembre ha puesto torpedos, abismos y fracturas en varios días y años distintos de su calendario. Varios de los momentos más determinantes de su existir coinciden en el último mes del año. Por eso el cantautor nos invita a entrar en su intimidad en esa versión que desconocemos y a la que no podríamos llegar quizás solo escuchando una de sus canciones. Aquí habla el hombre detrás del telón, de las canciones y de las fotos sonriendo en las portadas las revistas.
Este viaje que es la vida, su vida, se narra en presente. Santiago logra evocar el momento, la emoción, el vértigo, la redención, nos otorga una presencia fantasmal, pero cómplice en su relato. Aunque no lleva un curso lineal, nos sitúa en espacio y tiempo en algunos de sus momentos fundamentales. A través de once capítulos el músico expone su fragilidad y su dureza. Cada uno arranca con un título que condensa la esencia del texto como territorio y lleva consigo una ilustración que simula un enredo, la maraña de trazos inconexos de quien garabatea sobre la hoja en blanco mientras llega la palabra precisa para ser escrita.
En esa frase, en esa historia, en ese diario, el lector sentirá que Santiago Cruz está sentado echando el cuento de su vida. Como si sacara su álbum familiar y nos hablara de sus raíces, sus luchas, sus cantos y también de sus silencios. Este hombre de las canciones de amor y despecho, y de los hits musicales, en su primer libro parece encarnar una de las frases de su canción “Paracaídas”: “la luz está encendida y todo lo que ves es lo que existe en realidad…”.
No habla como la estrella de pop que encabeza listas de éxitos musicales, que aparece en la prensa o en la sección de farándula; habla el artista que dejó de lado un posible éxito en el mundo de las finanzas para vivir de y para sus canciones. Ese mismo que, mientras finalizaba la universidad, cantaba en las noches en los bares para ganar unos cuantos pesos y una botella de trago nacional. Ese que, sin tener siquiera para el almuerzo, decide emprender un viaje a Europa para seguir apostando al sueño lejano y romántico de hacer música en un país como Colombia.
En el prólogo Ricardo Silva Romero, en un par de páginas, introduce de manera lúcida esta lectura y señala algunos de los géneros que son transversales a la narrativa misma: novela picaresca, biografía, humor negro. Por su parte, Santiago también lo ve como un ejercicio terapéutico y es que sí, cualquier forma de creación o de arte termina siéndolo.
Acá todos los caminos van y vienen o conducen a diciembre. Como el 3 de diciembre en que violó las leyes del destino, como insinúa la canción, abriendo el concierto de su admirado Fito Páez. En ese entonces Cruz cantaba en los pasillos de su universidad, en el bar del que durante años fue socio, pero aun así decidió a quemarropa enfrentarse a un público que lo desconocía porque ni siquiera tenía un disco. Esa noche decidió dejar la vida de oficinista para vivir su pulsión de estar arriba de una tarima.
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O como ese otro 3 de diciembre que, tras un episodio de excesos de alcohol, lastima el afecto de una de las personas que más ama, su hermana. “Lo único que ella hizo fue pararse justo en el lugar exacto donde este avión fallando iba a estrellarse”, relata el cantautor. Aquí menciona sus adicciones, que en su vida iniciaron a los 12 años como un reto de niños para demostrar su valentía y que más adelante llegarían para ofrecer un placebo en sus momentos más oscuros. Entró en una “espiral imparable de autodestrucción”, señala que le hacía tener resaca no solo física sino moral y espiritual. Sin embargo, gracias al afecto de sus cercanos, a la terapia y la misma música logró salir al otro lado de la puerta.
El ibaguereño se detiene en diciembre de 2016, cuando un tuit infortunado a propósito de la muerte del Cacique de la Junta desató una oleada de odio. Además del sinsabor de recibir amenazas para él y su familia en la primera navidad de su hija mayor, Violeta, transita de nuevo por ese momento en que estaba ad portas de recibir un nuevo año en la Puerta del Sol de Madrid sin certezas acerca de su futuro, sin nada en los bolsillos, solo con penumbra dentro de sí mismo.
Aquí habla de lo que significó tener sellos musicales dirigidos por él. De casi tener que hacer un crowdfounding cuando no existían los crowdfunding para poder pagar la producción de uno de sus discos más sonados. De ver cientos de veces puertas que se cerraban en su rostro. De ser rechazado por varios ejecutivos musicales con poder de decisión que le proponían hacer versiones en diferentes ritmos para tener entrada en todas las radios. Cuenta el desafío y la LUCHA, en mayúscula, de haber logrado, luego de años, el respaldo de un sello musical, pero también del cansancio y de la fatiga que esto representó. Habla de regresar a lo orgánico, a la libertad y al reto de darle aliento a esa voz que con terquedad siempre le ha apostado a contar su cuento, a dejar que la canción llegue a donde tenga que llegar.
También nos acerca a su relación con su padre, marcada por la ausencia. Nos conmueve desde la voz y el dolor de un niño pequeño, con la desilusión intacta durante gran parte de su vida adulta, desatándole tantas grietas y preguntas: por qué no fue suficiente, por qué prefirió cumplir su sueño como piloto en vez de estar junto a él y su madre. Un 12 de diciembre vino la noticia de su muerte y con ella la imposibilidad de un cierre o ritual de despedida. Fue tan solo años después que vino el perdón en una tarde familiar con las tías Cruz, donde escudriñó hasta vislumbrar el perdón: “En ese mismo instante entendí todo y el perdón cayó sobre nuestra relación como un chorro del manantial más puro”.
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En las páginas de este libro también nos acerca a las mujeres más importantes de su vida: Fabiola, una madre aguerrida que crio a su hijo estando separada, sin dejarse doblegar del estereotipo de una sociedad machista como la tolimense; María Paula, una hermana amorosa a quien cuidó con amor paternal y quien tantas veces le alivió la caída; La Negra, su gran amiga y exmánager, que lo oyó por primera vez cantando versiones de otros en un bar y que le dijo que era su propia música la que debería oírse en el mundo entero (y casi que lo hicieron juntos); y María Paz su compañera de viaje, de vida, de sueños y de presente, la madre de sus hijos Salvador y Violeta, quienes completan la familia de seis junto con Samuel y David.
Hay una imagen implacable que no podría dejar de mencionar: un día, uno de esos donde el fuego interior se extingue y donde el ánimo y la fuerza no dan para más, Santiago tiene uno de esos deberes infaltables dentro de las agendas de promoción de artistas: asistir a un renombrado festival de música local. No puede eludir esa alfombra en la que sonríen celebridades y otras figuras de la industria, ese lugar donde muchos se miran, pero pocos se observan. Es un deber, es impajaritable, hay que hacer la tarea.
Asiste por unos minutos con la esperanza de estar “en el radar”. Santiago va y hace la tarea, pero huye rápidamente a casa, antes de querer mandarlo todo a la mierda. Se acuesta en su sofá, revisa redes sociales, abre su Facebook y ve el mensaje de una seguidora de su música. Ella le cuenta cómo una de sus canciones le ha salvado la vida y le ha devuelto la fe en vivirla. Esa seguidora soy yo. Así, tal vez sin pensarlo o proponérselo, la obra de Santiago por sí sola está cumpliendo la verdadera tarea: sin juicios de lo que pueda significar el arte, está devolviéndole la fe a alguien, a través de su música y de este, su testimonio.
Hoy, retomando su canción “Paracaídas”, parece que en Diciembre, otra vez Santiago Cruz hubiera sacudido ese polvo que lo cubrió durante décadas, años de excesos, de derrotas, de relaciones complejas y de verse permeado por las lógicas tantas veces nocivas de la industria musical y de la fama. Por eso, en esta obra Santiago, desde un relato íntimo y estremecedor, nos cuenta lo que ha sido nadar, sentirse ahogado, tener un flotador y luego sencillamente zambullirse a su propio ritmo en la escena musical y en la vida misma.