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Cuadro onírico
Miro un espejo destrozado, con mi cara color mantequilla y ojeras aguadas. No me reconozco ahora. Volteo y está mi tía colgando bebés en la cuerda para que sequen mejor, dice que se escurren bien si los tiendes por un pie y sus cabezas quedan al aire; no están muertos aún.
Todos lloran y son grises, como el cielo y las piedras debajo de mis pies o el sucio en mis uñas.
Entre más lloran más llueve, entre más llueve más cuelga bebés que ha lavado con detergente para volverlos agradables al olfato.
No le gustan los bebés. Pero yo solo siento retorcijones cada vez que escucho un llanto lastimero recordándome que yo también estuve colgada en las cuerdas de la tía; ahí, gris, con la cabeza abajo y mocos en el pelo. Una bebé que nunca se secó bajo la lluvia incesante y el olor a pozo que exhalaban las piedras grises.
No me reconozco en el espejo porque lo odio tanto como mi reflejo, así que con una roca bien negra lo termino de romper.
«¿Me dolió?» —pienso.
Bastante —me digo.
Y aquí estoy: siendo perseguida por mi tía para colgarme junto a ellos, que pronto morirán, como yo.
Julieth Polo
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Microsueño
Celedonio, nombre curioso para un guarda de seguridad, cerró los ojos después de haber luchado con la embestida del sueño. Las tres despuntaron en la madrugada y el hombre soñó que un loro devoraba sus tripas. De inmediato, despertó y lanzó alaridos acompañados de gesticulaciones que daban a entender que apartaba algo de su cuerpo. El edificio permanecía en silencio, su garita conservaba el calor, pero la puerta de entrada que recién había cerrado antes de pestañear, evidenciaba una ruptura en los cerrojos y el candado.
David Cabarcas
Finita Castro
Se miraba cada tres horas en el espejo y se decía: estoy muy gorda. El espejo devolvía una figura lánguida y sufrida, pero la mujer solo veía kilos de más y arreciaba la dieta de lechugas. De pronto, se iluminó su mente. Corrió a la notaría y pidió cambio de nombre. Quiero llamarme Finesst en lugar de Golda. Hecho dijo el notario. Esa noche Finita Castro durmió tranquila y plácida en el filo de su cama.
Guillermo Ramírez
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Despojos
El niño juega con una botella vacía haciendo ruidos plásticos para llamar la atención de su hermanito. La mamá, asentada en la calle, le gana fácilmente la partida cuando ofrece su pecho. Vencido, deja atrás a la rémora indiferente para que siga alimentándose de aquellos despojos maternos y se va a nadar entre las corrientes de vehículos revueltos para tratar de pescar alguna moneda.
Sortea hábilmente las peligrosas oleadas de metal al son de un tarareo sin ritmo de las canciones alegres que le enseñó su papá. Canciones de mar que cantaban juntos cuando lo acompañaba a las ya remotas faenas de pesca. Eso es todo lo que guarda en su memoria. La cara impasible de los cientos de conductores con los que se cruza al día le han hecho olvidar las facciones del padre muerto sin razón.
Aun así, de tanto en tanto, trata de aferrarse a esa última imagen que resguarda del olvido, la imagen de su papá como un cuerpo tirado en medio de la plaza rebosante el día de mercado. Pero es en vano, los rasgos se disipan y solo llega a su memoria los efluvios de las frutas maduras reunidas aquel día para la venta.
Carlos Mendoza