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Ernesto (*)
Blanco. Pero no hueso, perla o marfil. Nuboso tal vez, sin volúmenes ni sombras, con esa especie de iluminación interna que tienen las nubes del mediodía. Le digo a mis padres que no es normal que afuera se vea así. Mi madre lo atribuye al cambio climático y mi padre dice que seguramente es culpa del gobierno. Mi hermanita se ríe y se va a jugar a su cuarto, murmurando algo sobre un universo metatextual. Lo más extraño es que no recuerdo nada antes de comenzar a hablar sobre la blancura que nos rodea. Siento como si solo existiésemos en este espacio y alguien leyera mis pensamientos. Miro hacia arriba y leo las palabras leyera mis pensamientos. Será mejor que me tome unas pastillas —no sé cuáles, pero suena bien— y dormir. Ojalá descubra que todo esto es un sueño dentro del sueño de alguien más, en vez de un texto absurdo que termina con puntos suspensivos…
Alberto Sánchez Argüello (Managua, 1976)
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El enlace
Nadie sabe que desde el día de los Santos comparto habitación con mi abuela. Murmura algo en las noches mientras sujeta una madeja rota.
Nuestros ancestros mayas aseguraban que los barriletes* guiaban a los difuntos, por eso me asusté cuando el hilo se rompió. Sé que, en la cima de esa montaña que veo desde mi cama, la abuelita teje un camino de viento para regresar al inframundo.
*cometa, papalote, volantín.
Norma Yurié Ordóñez - Guatemala
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Las cosas pequeñas
¡Apunten!... fuego. La guerra se gana en el campo de batalla y cada sonido de la desierta página es la redención del caído, por eso, el soldado no deja de pelear en la soledad de su habitación. Borra un millón de veces la frase de inicio, mientras trata de callar los susurros de los personajes recién nacidos. Luego de varios días de la más genuina obsesión, termina un pequeño cuento, de solo cien palabras.
Se levanta de la silla y sonríe porque al fin hace parte de la revolución de las cosas pequeñas.
Angélica Villalba Cárdenas
El concierto de la tarde
Los años de gloria eran algo del pasado. Hoy en día, la soledad parecía carcomerlo, o quizá era la monotonía de una rutina maldita que daba vueltas en un círculo vicioso. Sin embargo, al ver la foto de su hijo todo cobraba sentido de nuevo y encontraba la razón para no seguir jugando una y otra vez a la ruleta rusa. Después de todo, él ya no era el mismo hombre de antes; ahora, debido a las últimas circunstancias de su vida, era un tipo fuerte, un zorro ya curtido con la experiencia que solo dan años de caer y levantarse, así la sangre en la cara muchas veces le impidiera ver el rumbo que su vida debía seguir. Por eso, todas las tardes, se ponía su traje y su sombrero de mariachi, tomaba su guitarra y salía a las calles a cantar por un pan ante una ciudad fantasma rodeada de muerte, encerrada en el agobio de su prisión domiciliaria. Bequint Pablo.
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Paciencia
El raudal de ira e impaciencia se llena gota a gota, se almacena justo ahí, en la boca del estómago en busca de un detonante, en ocasiones es algo o alguien.
—¡Hijueputa! —le grité al que se coló en la fila.
Lo mire y dije:
—No se lo tome personal, llevo meses sin trabajo, mi novia me dejo, he comido poco y persigo la muerte. Jorge Duarte.