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En medio de las manifestaciones de una buena parte de la sociedad colombiana en contra de la reforma tributaria y de la gestión de Iván Duque como presidente de la República, se han presentado varios hechos en los que desde comunidades indígenas hasta ciudadanos del común han derrumbado estatuas. En Cali, el pueblo Misak tumbó un monumento a Sebastián de Belalcázar, tal como sucedió el año pasado en Popayán; en Neiva tumbaron una estatua del expresidente Misael Pastrana Borrero; en Manizales en la jornada del Día del trabajo algunos manifestantes derrumbaron una estatua en memoria del abogado y político Gilberto Álzate Avendaño; y en Pasto tumbaron un monumento en memoria de Antonio Nariño.
Detrás del acto vandálico hay un llamado que no debe pasarse por alto en nuestra sociedad. Incluso el hecho invita a preguntarse varias cosas: ¿a quiénes rendimos memoria en Colombia? ¿Cómo se calcula o se decide quién y por qué merece un monumento? ¿Cuál es la versión de la historia que se cuenta por medio de las estatuas que están ubicadas a lo largo y ancho del territorio nacional?
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El debate es tan antiguo como la historia misma. Las estatuas, al ser objetos históricos, tienen todo un símbolo de memoria y de discurso del poder. Walter Benjamin, por ejemplo, afirmó en sus estudios sobre la filosofía de la historia, que “No hay ningún documento civilizatorio que no sea al mismo tiempo un documento de barbarie”, pues no es un secreto que la civilización y la conformación de los Estados-Nación están atravesados por relatos de guerras. Incluso, en el libro Descolonizar el poder, reinventar el poder, el sociólogo portugués, Boaventura de Sousa Santos dijo que: “Los monumentos tienen, en efecto, orígenes turbios”.
Más que construir una especie de estigma sobre los personajes conmemorados, es preguntarse el símbolo de su presencia y el símbolo de la ausencia de otros protagonistas de la historia. Es volver a preguntarse si la historia como la conocemos está relatada por los vencedores y no tiene en cuenta a los vencidos, si tal vez el relato del pasado no ha pasado por alto a otros héroes que representan la diversidad de un país como Colombia. Sobre esto, El Espectador consultó a Amada Carolina Pérez Benavides, historiadora y profesora asociada a la Universidad Javeriana, así como a Lucas Ospina, profesor de historia del arte de la Universidad de Los Andes.
Hablemos de la simbología de tumbar una estatua. ¿Qué hay detrás de esta acción por parte de quienes la derrumban y qué representaría que el Estado las vuelva a levantar?
Amada Pérez: Las estatuas configuran una manera de representar la memoria histórica que, en la mayoría de casos, ha sido construida en los tiempos de los Estados nacionales. Esto quiere decir que muchas de las estatuas representan una historia oficial que se constituyó de manera conmemorativa. Y en ese sentido, tumbar las estatuas implica un cuestionamiento a esa historia oficial, un cuestionamiento que puede surgir por parte de diferentes actores y que, generalmente, muestra una herida o hace visible una herida que está presente en una sociedad y en la manera cómo tramita su pasado. Es decir, no solamente en Colombia se están derribando estatuas, sino a lo largo de todo el mundo, especialmente en los últimos años a lo largo de toda América, desde Estados Unidos hasta Chile. Hay una simbología muy fuerte alrededor de estos actos que implican un cuestionamiento a esa historia oficial, apuntan a la resignificación del pasado que, en muchos casos, ha sido doloroso y que, de nuevo, ha deja heridas abiertas que siguen presentes en las sociedades contemporáneas. Por ejemplo, una de esas heridas es el colonialismo. Es un punto central para reflexionar. Estos actos invitan a un debate sobre el pasado, invitan a la necesidad de repensar la manera como, desde las instituciones oficiales, se ha constituido el pasado y señalan la necesidad de escuchar otras voces que interpelen esas fuentes. Escuchar otras voces que tienen otras memorias y que también resignifican el pasado de otra forma en el presente. Creo que una apuesta muy importante sería dialogar sobre ese pasado, discutir lo que ocurre en medio de estos actos de protesta que desarrollan diferentes comunidades y que interpelan a la versión oficial de la historia.
¿Al ser calificado como un acto vandálico se deslegitima el símbolo de repensar la historia y el poder?
A.P.: Esto va mucho más allá de la manera como algunos sectores sociales denominan estos actos. Hay que comprender el componente simbólico que esto tiene y las heridas abiertas que esto expresa de una sociedad. Es decir, lo importante aquí es centrar la atención en la simbología que se pone en juego. Las estatuas implican una simbología. Las estatuas han sido construidas a partir de unas políticas estatales particulares, muy asociadas a las políticas de conmemoración que se desplegaron especialmente durante los siglos XIX y XX. Entonces, habría que pensar si esa simbología configura o no una simbología excluyente, que dejó memorias subalternizadas, y, desde esa perspectiva, poder entrar en diálogo con los actos que se están planteando en la contemporaneidad. Es un error, en este sentido calificarlos de actos vandálicos sin poder comprender las dimensiones simbólicas que estos tienen. Además este tipo de símbolos han sido utilizados por la humanidad, por siglos, en relación con transiciones políticas. Esto que ha pasado últimamente no es algo distinto a lo que ocurre cada vez que hay cuestionamientos de regímenes políticos. Con esto retomo la idea de un líder Misak que señalaba que, si se tumbó el Muro de Berlín para cuestionar la simbología que este tenía y la necesidad de construir una sociedad nueva en Alemania, por qué no tumbar símbolos que implican heridas profundas en nuestra sociedad como el colonialismo o formas de gobernar por la vía de la violencia y la exclusión.
Teniendo en cuenta las estatuas que tenemos en Colombia, ¿cuál es su opinión frente a la versión de la historia que se cuenta a partir de ellas?
A.P.: Hay que entender algo muy importante y es el contexto en el que se construyeron esas estatuas. Cada uno de esos monumentos se alza en momentos específicos y es producto de una política oficial de conmemoración. Una política oficial de conmemoración generalmente da cuenta de una historia que glorifica a unos héroes, unas batallas, unos sucesos, o unos procesos políticos mientras que deja de lado otros. En eso es importante revisar, por ejemplo, la obra del artista cartagenero Nelson Fory, un artista que hace unos años hizo una intervención en Cartagena mostrando que en una ciudad como esa, que es una ciudad negra, mulata, todas las estatuas eran blancas. Lo que hizo fue ponerles pelucas afro a todas las estatuas señalando la ausencia de la gente negra, de la gente mestiza, del pueblo, en esa representación de la historia oficial que solamente conmemoraba a unos héroes blancos. Si nosotros entendemos el contexto de producción de las estatuas, que no es de un solo tiempo sino que se dio a lo largo de los siglos XIX y XX, podemos comprender lo que conmemoran y lo que acallan pues la memoria monumental está constituida a partir de unas políticas oficiales de configuración de una historia que ha excluido a una gran cantidad de actores, y son esos actores los que están reclamando un lugar en la historia.
¿Es el arte un medio para perpetuar las lógicas del poder estatal? ¿Esa podría ser una lectura de las estatuas que tenemos en Colombia? ¿Una estatua puede ser una apología a la violencia?
A.P.: La relación entre arte y Estado es política. En muchos casos los artistas han tendido una cercanía con las posiciones del Estado porque finalmente fueron los estados, los que constituyeron las escuelas de bellas artes en el siglo XIX y los principales mecenas de los artistas. A partir de allí, se configura una alianza entre ciertos espacios oficiales del arte y el Estado para la creación de las políticas de conmemoración; sin embargo, en algunos casos, también los artistas han cuestionado esas políticas. En el caso colombiano, muchos artistas de principios del siglo XX lo hacían, no solamente se preguntaban quiénes eran los que estaban representados, sino más allá de eso, cuestionaron que los monumentos, más que aportar al desarrollo del arte nacional, se mandaron a hacer a Europa, de manera que se configuró una visión eurocéntrica de la conmemoración. Artistas como Rómulo Rozo o todos los asociados al muralismo en los años 20 y 30 cuestionaron muy fuertemente que la memoria del país se constituyera por artistas europeos y con unas estatuas costosas que no eran expresión de lo nacional. Por otra parte, hay artistas que se han propuesto formas de intervenir esas estatuas para construir memorias alternativas, eso es interesante. Recientemente en La Paz se manifestaron colectivos que intervinieron la estatua de Isabel La Católica y lo que hicieron fue convertirla en una Chola, es decir, hay maneras de intervenir que son también, en sí mismas, expresiones artísticas. Ahí hay también un debate entre cuál es el lugar del Estado en la promoción del arte, y también sobre cuál es el lugar del arte en la configuración de sociedades más democráticas.
¿Cómo habría que medir, si se vale esa expresión, qué personas merecen una estatua? ¿Cómo se decide quién merece un lugar en la memoria colectiva? ¿Qué otras maneras de honrar su legado se podrían pensar en lugar de levantar un monumento?
A.P.: Hay que entender también cómo se han configurado las políticas de conmemoración. Estas políticas estuvieron durante mucho tiempo atadas a la conmemoración que se constituía desde el Estado o desde la alta sociedad de las diferentes ciudades que, generalmente, estaban conformadas por las élites. Ellos fueron los que decidieron en un momento específico qué se iba a conmemorar, a quienes se iba a recordar, y en la mayoría de los casos lo que hicieron fue contratar monumentos a artistas europeos que se trajeron al país y se instauraron en diversos lugares. En los siglos XIX y XX, muchas de las estatuas se construyeron para los centenarios de la independencia, o para conmemorar el nacimiento o lo que eran considerados los hechos heroicos de ciertos personajes. Habría que entender que allí no hubo una consulta para erigir esas estatuas sino que lo que se hizo fue que un sector de la sociedad, generalmente las élites gobernantes, o las élites sociales, decidieron quiénes estarían en lugares específicos de las ciudades. Esas políticas de conmemoración excluyentes ya no son válidas en este momento, pues responden a una forma de Estado nacional muy particular del siglo XIX, que no tenía en cuenta el lugar y la posibilidad de que varios grupos sociales debatieran sobre la historia y el pasado. En ese sentido, las políticas de conmemoración actuales deberían incluir procesos de concertación sobre qué se recuerda, sobre qué memorias conservamos o cuestionamos, no solamente qué personajes, sino qué momentos históricos y cómo a partir de ellos podemos lograr una democratización del pasado.
¿En qué consisten las políticas de conmemoración y desde cuándo están presentes?
A. P.: Desde la creación de los Estados nacionales, en el caso de América Latina durante el siglo XIX, se crean también inmediatamente políticas de conmemoración porque se necesita configurar un pasado común que permita legitimar el presente de esos Estados nacionales. Recordemos que estas entidades políticas no existían, tal como las conocemos, antes de la independencia, sino que se crean en el mismo proceso independentista caracterizado por el intento de constituir unas repúblicas. Entonces empiezan a configurarse políticas de conmemoración que son objeto de disputa continuamente. Por ejemplo, durante el siglo XIX los gobiernos liberales conmemoraban a la figura de Santander, mientras que los conservadores conmemoraban a Bolívar. Ahí ya hay una disputa sobre a quién se conmemora como héroe nacional por excelencia. Hay unos recursos estatales que se invierten para esas políticas de conmemoración y la idea es que tanto los ciudadanos mayores como los nuevos ciudadanos (jóvenes y niños) se empiecen a identificar con ciertos héroes, ciertos episodios de la historia dejando otros por fuera. Esas políticas tienen que ver con la forma como un Estado legítima su lugar en el presente. Hay una serie de estudios que muestran cómo cada uno de los gobiernos constituye políticas de conmemoración que son afines a su forma de gobernar o que apuntan a legitimar su forma de gobierno. Si el Estado nacional conmemora fechas como el 7 de agosto o el 20 de julio, las sociedades locales conmemoran, por ejemplo, los gritos de independencia de cada una de las ciudades. En Mompox se conmemora el 6 de agosto de 1810 porque es el momento en que ellos se declaran independientes. Las políticas de conmemoración indican cómo un Estado nacional o cómo un gobierno local celebra el pasado a través de la instauración de una memoria monumental o de una serie de fiestas, homenajes que van instituyendo a quién recordar y a quién no, pero eso no era algo concertado, por el contrario, legitimaba el lugar de enunciación de los mismos que instituyeron las políticas de conmemoración.
¿Desde el arte habría una connotación extra sobre lo que es una estatua? ¿Cómo se piensa la memoria histórica desde el arte?
Lucas Ospina: Hay muchos tipos de arte. Por ejemplo, las estatuas de bronce, o de mármol o modeladas en concreto armado, que vemos en la ciudad, montadas sobre una alta base con una placa celebratoria, responden a un arte oficial, un arte hecho por encargo de una autoridad. Pero mientras la cultura va, el arte ya ha ido y vuelto, y gracias a la ambigüedad del arte es posible comprender que esa figura que parece haber estado siempre ahí, no siempre lo estuvo y que la historia de su emplazamiento no es una verdad incuestionable sino que responde al interés de un grupo de poder que la quiso usar como símbolo público de su dominio sobre un territorio.
¿Qué lectura se puede hacer de las estatuas en Colombia desde el arte y cómo podría asociarse esto a la versión oficial del Estado sobre la historia?
L.O.: La mayoría de estas estatuas fueron puestas ahí para proyectar los valores de Dios y Patria que enaltecía el país político anterior a la Constitución de 1991. Son esculturas que fatigan el cliché en lo que dicen, en su pose idealizada, y en cómo lo dicen: un modelado verista con poco de interés en explorar la forma, son esculturas hechas en el siglo XX bajo valores del academicismo del siglo XIX. Una excepción a esta regla muestra lo ridículo y anticuado que luce todo ese arte oficial: la escultura Homenaje a Gandhi, de Feliza Bursztyn, en la calle 100 con carrera séptima, en Bogotá, es un contraejemplo a ese país patriarcal del arte oficial. A mitad de camino podría estar el Bolívar desnudo de Arenas Betancourt en Pereira. Otro ejemplo adicional es el busto de Jorge Eliécer Gaitán en el Barrio La Perseverancia, en Bogotá: un monumento vivo gracias a los colores vivos con que la gente del barrio lo cuida y lo pinta, y de paso repasa la historia de esta figura.
¿El arte es un medio para perpetuar las lógicas del poder estatal en Colombia? ¿Cuál podría ser el papel del arte cuando este es utilizado para fines políticos, es decir, cuando por ejemplo se piensa en función de dejar en la memoria colectiva el legado de un expresidente?
L.O.: El arte oficial está ahí para perpetuar la norma, pero hay otros tipos de arte, sin encargo o intermediación, que pueden usar el arte oficial como vehículo para peinar a contrapelo la historia. En estos años hemos visto cómo las estatuas son un maniquí para besarlas, maquillarlas, ponerles peluca, cambiar o complementar la placa que las acompaña con nuevas frases o elementos nuevos, efímeros, como rodear la estatua de Sebastián de Belalcázar con una espiral de calaveras, que muestren que el sentido de las cosas no es estable y puede variar acorde a la interpretación y análisis de hechos que fueron ignorados y siguen siendo ignorados por ese país anterior a la Constitución de 1991.
¿Cómo se piensa desde el arte el debate sobre la destrucción de estatuas en Colombia? ¿Todas las estatuas deberían protegerse o es válido el acto de intervenir o derrumbar alguna como un llamado para reconstruir los símbolos nacionales?
L.O.: Cada derrumbamiento de una estatua se ha convertido en una clase de historia. Lo que no nos enseñan en el colegio ni en la universidad, ahora lo aprendemos a la brava: tumban la estatua de Belalcázar en Popayán y nos enteramos de que esa escultura fue puesta ahí como un pisapapel justo encima de un cerro con un valor ceremonial para las personas de origen indígena de la zona. Tumban la estatua de Álzate Avendaño en Manizales y nos enteramos de que era un político que quiso instalar franquicias del falangismo y nazismo en Colombia. Tumban la estatua de Misael Pastrana y nos enteramos de que este político llegó a la presidencia gracias al robo de las elecciones de 1970. La plana de la historia que no ha querido enmendar el Estado como tarea de la Constitución de 1991, ahora la hacen grupos de personas donde se tumban estos monumentos que siguen casados con una versión vandálica de la memoria muy propia de unas élites y corruptela política de la edad del bronce.