La existencia desnuda de Efrén Martínez
Durante su adolescencia, el psicólogo Efrén Martínez fue adicto a las drogas. El hallazgo de la obra “El hombre en busca de sentido”, de Viktor Frankl, lo ayudó a superar sus adicciones. Sin embargo, hace siete años atravesó lo que denomina “la crisis existencial más grande de su vida”.
Danelys Vega Cardozo
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Efrén Martínez rememora el pasado. Ahora tiene 14 años. Luce cresta punkera y botas estilo militar. Ya ha leído a Mijaíl Bakunin y otros anarquistas. Se siente un tonto. Un incoherente. Habla de autogestión y libertad y al mismo tiempo vive en una prisión. Pero no le interesa derrumbar los barrotes ni encontrar una salida. Si así fuera, tendría que enfrentar todos sus miedos. Prefiere permanecer ahí: esclavo de su estúpida adicción: las drogas.
El alcohol fue lo primero que llegó a su vida. Tenía 12. A veces le sudaban las manos y se llenaba de terrores nocturnos: creía que alguien lo miraba en su cuarto todo el tiempo. Sentía miedo ante la posibilidad de que se burlaran de él o de ser rechazado: se le dificultaba hablarles a los desconocidos y a las niñas. Hasta que una noche probó el licor y eso cambió.
Se dio cuenta de que era capaz de bailar e interactuar con otras personas, así que empezó a beber cada ocho días. “Era normal porque crecimos en un mundo donde todos bebían demasiado”, recuerda. Más tarde comenzó a fumar marihuana. Aquella droga también la había consumido su padre, Francisco Martínez, durante su época universitaria, “pero muy poquito”. “Pensé que si llegaba a probarla pasaría lo mismo que conmigo. Nunca medí la trascendencia de un adicto”.
El consumo de marihuana de Efrén Martínez coincidió con un hallazgo. Por aquella época se dio cuenta de que “todo puede cambiar en cualquier momento. En cualquier momento uno se puede morir”. Se angustió. Pensó que no le alcanzaría la vida para hacer todo lo que tenía por hacer. Tomó una determinación: “Debía disfrutar la vida ahora”. Con los años, llegó a una nueva conclusión. “Ya no dudo de que para disfrutar haya que vivirlo todo. No tengo ninguna duda: no hay que vivirlo todo”.
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Antes, la muerte no era algo que le preocupara. Fue a los 13 años cuando comenzó a pensar en ella. A esa edad, empezó a sentir calor en la parte derecha de la espalda. Y, un día, mientras estaba agachado, su mamá notó algo extraño.
—¿Qué tiene usted ahí? —le preguntó.
—¿Qué tengo de qué?
—Es que tiene una montaña en el lado derecho.
Se miró al espejo. Tenía una giba. Una especie de hueso sobresalía por la espalda. A los tres días, lo llevaron al Instituto Roosevelt. Un especialista le dijo que la columna vertebral se le había desviado, que tenía escoliosis. Debían operarlo porque estaba en etapa de crecimiento y era probable que quedara totalmente gibado. Muy similar a Quasimodo, el jorobado de Nuestra Señora de París, la novela de Víctor Hugo, o la versión de Disney: el jorobado de Notre Dame.
En esa época Francisco Martínez vivía en Cúcuta, donde nació su hijo, pues allí lo habían contratado como director de la extinta Prosocial. Viajó hasta Bogotá para estar presente durante la intervención quirúrgica. “Eso fue muy complejo porque había alto riesgo de que Efrén quedara paralítico”. Gracias a aquella cirugía hallaron algo nuevo: su hijo tenía neurofibromatosis. De ahí la curvatura en su columna. Entonces, le pusieron un platino con unos cables, que aún conserva.
Cuando despertó, después de varias horas de operación, notó que estaba amarrado. Le advirtieron que no se moviera porque podría correr riesgos. Permaneció así durante nueve días: inmóvil y atado a una cama. Luego de aquellos días, lo enyesaron hasta la mitad de la cadera. Así estaría durante un año. Y solo después de ese tiempo, sabría si aquello había funcionado. Mientras tanto, por las noches, el yeso le impedía dormir. No se podía mover en la cama. Alguien tenía que ayudarlo a voltearse. Al baño tenían que acompañarlo: lo bañaban. Enyesado, siguió estudiando y asistiendo con normalidad al colegio.
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Cuando le retiraron el yeso fue como si le quitaran “un montón de kilos de encima”. Después de eso, vinieron los tiempos de las drogas, la fiesta y el alcohol. Francisco no evidenció ninguna transformación en su hijo tras la cirugía y el yeso, “pero no sé internamente qué tanto cambio le produjo. A lo mejor lo alteró bastante”.
Se llevó a su hijo de nuevo a vivir a Cúcuta. No pasó mucho tiempo para que Efrén Martínez dejara de escuchar punk. En esa época, a diferencia de Bogotá, en la capital de Norte de Santander no se escuchaba aquella música. Hubo un motivo adicional. Antes de cumplir los 15 años, él ya había probado la cocaína. El rector del colegio, un cura, le propuso comprarle todos sus casetes con tal de que se alejara del punk. “La plata me caía muy bien para la cocaína”. Cuando se quitó las botas y se soltó la cresta, hizo una promesa.
—Los voy a destruir desde adentro. Es decir, voy a dejar de hacer bulla. Voy a dejar de quejarme del sistema, la autoridad y el capitalismo desde afuera. Voy a estar desde adentro y, desde ahí, que las consciencias generen cambios.
A los 17 años, cuando llegó el momento de elegir su carrera universitaria, decidió presentarse a Ingeniería Química en la Universidad Nacional. Por un lado, porque quería crear una cocaína que lo dañara menos, que fuera menos adictiva. Por otro lado, deseaba transformar el mundo, “hacer que las cosas fueran mejores para las personas”. Era como si vivieran “un ángel y un demonio” en él. Pasó en la Nacional. Sus papás no tuvieron ningún problema con entregarle el apartamento que tenían en el norte de Bogotá para que estudiara. “Yo tenía mucha experiencia en varias cosas, entonces me creía superior y pensé que mi hijo era una imitación mía, que era una santa paloma”, recuerda Francisco Martínez.
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Durante la última etapa escolar de Efrén Martínez en Cúcuta, a su papá le habían advertido que si un joven empezaba a ser malgeniado, grosero y mal estudiante era porque andaba en malos pasos de drogadicción. Pero, en cambio, de su hijo no recibían gritos, compraba lo que le pidieran y obtenía buenas calificaciones en el colegio. “Los compañeros me decían que cómo andaba Efrén, que si estaba bien. Yo pensaba que era que le tenían envidia. Siempre fue un líder oculto”. Era de los que se metía en problemas sin que nadie pudiera asociarlo con ellos.
—Creo que todo el mundo en el colegio sabía de mi problema de drogas (profesores y compañeros), pero nunca me expulsaron o me pusieron matrícula condicional. Era muy hábil para mimetizar las cosas, para manipular. Soy muy bueno para discutir y debatir. Eso hace que pueda ejercer mucho poder de convencimiento.
En cuarto semestre, no lograba llegar al salón de clase de lo drogado que estaba. Vivía en aquel apartamento de sus padres con un tío, quien también era adicto. Allí le vendían droga a mucha gente. En ocasiones, le tocaba ir a rescatar a su tío al Bronx, donde eran comunes, entre otras cosas, el microtráfico y el consumo de drogas. A veces, gente de allá terminaba de fiesta en su casa. Si necesitaban dinero, vendían algunas cosas. Hubo robos y personas que recibieron malos tratos. Entonces, la culpa aparecía, “porque, en el fondo, nunca dejé de ser una persona consciente: yo sabía que me estaba equivocando, solo es que me ganaba”.
—Me hubiese gustado evitarme todas esas cosas. No sé si hubiera tenido el mismo aprendizaje, si hubiera sido quien soy en la actualidad. Probablemente no, pero a veces creo que hubiese bastado con la mitad de los errores para ser quien soy hoy, pero eso no lo voy a saber nunca.
Hasta que un día les pidió a sus padres que fueran a Bogotá. Tenía 19 años y había llegado el momento de quitarles el velo. Les contó que llevaba años consumiendo. Hubo muchas lágrimas. A Francisco le tocó llevar a su esposa al psiquiatra. Ambos se sentían culpables. Él todavía carga con ese peso. “Tanto, que no me gusta ni hablar del tema, porque eso nos hizo sufrir muchísimo”. A su hijo, la decepción de ellos no le dolía tanto como el hecho de haber perdido la libertad, de no poder parar de consumir, aunque quisiera hacerlo. “Y darme cuenta de que me había convertido en alguien muy distinto a quien era: indolente, egoísta, que no le importaba el bien de la gente”.
Sus padres se pusieron a aprender sobre adicciones. Tuvieron miedo de que no se recuperara, como les pasaba a otros jóvenes. Ellos regresaron a Cúcuta y lo dejaron viviendo en la casa de una tía. Recayó: volvió a consumir cocaína. “Los primos lo quisieron mucho, pero lo descubrieron”. Al enterarse, sus padres viajaron a Bogotá. Cuando llegaron, abrieron la puerta de la casa y le dijeron:
—No más. O se va con nosotros o se va para la calle.
Por 15 segundos solo hubo silencio. De repente, se escuchó un “sí, me voy con ustedes”. Su papá respiró. Lo internaron en un centro de rehabilitación. Allí permaneció nueve meses. Pero antes de eso, a Efrén Martínez le dieron un obsequio que cambió su vida.
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Un día antes de iniciar su tratamiento, le regalaron El hombre en busca de sentido, la obra cumbre de Viktor Frankl. Cuando leyó aquel libro, descubrió que el autor hablaba sobre todo lo que él pensaba y sentía. En sus páginas, encontró cosas relacionadas con el sentido de vida, la espiritualidad, el propósito, los valores y la libertad humana; “cómo no somos nuestros traumas, no somos ni siquiera los genes. Somos mucho más que eso. Entonces va en contra del victimismo, en contra de soy una víctima de lo social, de la biología, de la historia. Y creo que hoy eso hace un bien”.
Durante su estancia en el centro de rehabilitación, a veces, bailaba mientras todo el mundo lo veía. Hablaba en público y decía lo que pensaba. “Me ponía tareas que me forjaron un montón, pero si no me las ponía yo, nadie lo iba a hacer”. Buscaba enfrentar su timidez.
—La coraza me ayudó a sobrevivir durante mucho tiempo. La coraza eran las drogas: me hacían sentir invulnerable. Yo me quito las drogas y me sentía como una hueva absoluta, pero si no lo hacía no iba a poder vivir. Corazas he tenido varias, pero la vida me ha dado oportunidades para romperlas. Yo las he tomado, no las he dejado pasar. Las he enfrentado, aunque hayan significado sufrimiento.
Cuando salió de aquel lugar, se perdió durante tres días. Nunca les dijo a sus papás qué hizo durante ese tiempo, “pero llegó sano y no recayó”, recuerda Francisco Martínez. Su hijo dejó la Ingeniería Química y se cambió a Psicología. Como no tenía un lugar donde vivir, se trasladó a Cúcuta con ellos. Pero cuando iba para cuarto semestre, les informó que se iba a estudiar a Bogotá. Durante unas vacaciones, Efrén había estado dictando unos talleres de crecimiento personal para jóvenes, organizados por un grupo de amigos que se hacían llamar Colectivo Aquí y Ahora. Cuando finalizaron, le propusieron que trabajara con ellos y se quedara viviendo en la capital. Les dijo que lo haría para el siguiente semestre.
Sus papás no querían dejarlo ir. Él les dijo que les estaba comunicando, que ya era una decisión tomada. Le respondieron que no tenían cómo ayudarlo con su manutención.
—No se preocupen. Yo me hago cargo de mí.
Regresó a Bogotá con 20 años y con el dinero de un mes para vivir. “En mi cabeza nunca estuvo producir mucho dinero, ni siquiera estaba preocupado por si podía sobrevivir haciendo lo que hacía. Yo tenía una fe absoluta en que nunca me iba a faltar nada. Nunca me acosté sin comer”.
Luego de un tiempo, abrió un centro de rehabilitación con el Colectivo Aquí y Ahora, bajo ese mismo nombre. A los seis meses no aguantó más. Se dio cuenta, entre otras cosas, de que su socio les gritaba a los internos.
—Se va usted o me voy yo, le dijo un día Martínez.
—Si me da 15.000.000, me voy yo.
—Se los doy, pero se va desde hoy.
—Me los da, pero mañana, y me voy desde hoy.
—Listo.
Solo tenía 800.000 ahorrados. Le faltaban 14.200.000. Esa tarde, la mamá del primer paciente del centro de rehabilitación lo vio muy pensativo.
—¿Qué le pasa?
Él le contó lo que estaba sucediendo.
—Yo le doy 7.000.000.
—Es que no sé cuándo pueda pagarlos.
—No importa. Usted mirará cuándo puede.
Un rato después, una de las psicólogas le dijo: “Yo pongo el restante y somos los tres”. Esa noche entregó los 15.000.000 y se quedó con el Colectivo Aquí y Ahora.
***
Han pasado 25 años. Está unos minutos retrasados. Ese día, está ataviado con ropa deportiva negra. Su barba y su pelo ya tienen canas. Sube al tercer piso del edificio Lumina. Timbra. El sonido de la puerta le avisa que ya puede ingresar. Jadea como si acabara de correr una maratón. Saluda a las dos mujeres que están en la recepción. Le dice a una ellas, de pelo crespo, que lo espere cinco minutos. Tarda 10 en regresar. Le pregunta a la recepcionista cuál consultorio está desocupado. Es dueño de aquel lugar, pero no tiene oficina. Ella le dice que alguno del cuarto piso. Coge unas llaves y se dirige hacia al ascensor en compañía de la pelicrespa. Suben un piso. Cuando las puertas del aparato se abren, ella le pregunta por la maratón.
—Tengo muchos proyectos este año.
—¿Eso es bueno o malo?
—Ojalá todos los problemas fueran por exceso de trabajo.
Lo dice como si el estrés producto del trabajo no le hubiera pasado factura. Como si no hubiera tenido contracturas musculares, bruxismo, arritmias cardíacas y colón inflamado. Porque él “tenía serias dificultades para delegar, para dejar de supervisar, para soltar. Todo cuidando que la imagen o la reputación no se fueran afectar, que lo valioso no se pusiera en riesgo, pero de formas tan cositeras y obsesivas, que el tiempo se volvía algo que se agotaba, porque es imposible y absurdo estar pendiente de tantas variables”. Con suerte, se veía con un amigo una vez al año. Incluso, durante alguna época, su propósito, “que es la ayuda del otro”, se contaminó. Aceptaba proyectos porque eran muy buenos económicamente, así no lo conectaran tanto.
—Es como cuando tú dices: “Voy a ayudarle a esta población que la está pasando mal y vamos a construir estas casas”. Piensas: “Si yo ayudo a esta población, saco unas buenas fotos y publico esto, me van a comprar más”. El objetivo ahí ya no es la gente, sino que te compren más, y yo viví eso un tiempo.
Recordando aquel tiempo, cree que la fama y el ego hicieron sus estragos. Cuando tenía 30 años, ya la revista Semana publicaba artículos sobre estrellas de Hollywood que iban a verlo a una clínica para farándula internacional que tenía en una playa en Puerto Colombia. Incluso, un día, llegaron a afirmar que Mel Gibson se encontraba en aquel lugar tratando su problema de alcoholismo. Lo desmintió en aquella época y lo sigue haciendo. De sus pacientes, no da nombres. Se sabe que entre ellos se cuenta Melendi, porque así lo escribió el mismo artista para el libro Hazte dueño de ti, de Martínez. “Conocí a Efrén hace más de una década, tenía una sinceridad poco común. Con él traté mis adicciones y aprendí que no basta con el esfuerzo, también debes cambiar la imagen que tienes de ti para que la realidad cambie”. Después de aquel proceso, desarrollaron una amistad que se mantiene hasta la actualidad. “Es un hombre con una capacidad creativa, que nunca he visto, y un muy buen ser humano”.
A los 31 años, ya había escrito algunos libros. Para esa edad, hasta logró publicar en Hender, la misma editorial de Viktor Frankl, en la línea de logoterapia. Había terminado también su doctorado en Psicología y se había metido a trabajar con las élites tantos nacionales como internacionales.
—A usted como que le está yendo bien. Cuidado con que el éxito le dañe la personalidad, le dijo un día su padre.
— Nunca, padre.
“Pero siempre pega”, piensa Francisco Martínez. Mientras tanto, su hijo llega a una conclusión similar.
—Tanto aplauso, y tanta cosa, estando tan inmaduro, seguramente me afectó un poco: hizo que tomara cierta distancia de esos objetivos nobles. Igual lo seguía haciendo y la gente se benefició, pero mi intención ya era otra.
Hasta que hace siete años transitó por lo que denomina “la crisis existencial más grande de su vida”. Y después de eso tuvo una nueva transformación.
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Todo comenzó con extorsiones por redes sociales desde perfiles de periodistas falsos. Ellos les escribían a sus clientes y les decían que Efrén Martínez era miembro de las FARC o que era pedófilo. Debido a eso, durante dos años y medio tuvo que estar con seguridad. Pagó una millonada para que pararan el daño que le estaban haciendo. Gracias a un grupo de hackers que contrató, se dio cuenta de que aquel plan estaba siendo operado por una agencia ilegal en el Eje Cafetero, dedicada a dañarles la reputación a las personas. Había sido contratada por un excoronel de Cali, quien estaba siendo financiado por alguien cuyo nombre se ignora. “Hasta ahí llegamos”.
Simultáneamente, se divorció. Dejó de vivir con sus dos hijos. Tuvo que despedir al jardinero y a su conductor, a quien encontró robando los ahorros de su hija. Estaba muy desfasado con los gastos: “Estaba viviendo como rico sin ser rico, sino produciendo mucho dinero y gastando de la misma manera”. Encontró robos internos de socios cercanos en sus empresas. Tuvo que despedir familiares, entonces se molestaron con él.
—Yo creo que uno le hace mal a la gente cuando le impide que asuma las consecuencias de sus actos, sea amigo, familiar o conocido. En mí no cabe que porque alguien sea familiar, uno tenga que alcahuetearlo o ponerlo en un lugar para el cual no ha hecho ningún tipo de mérito, por encima de gente que lo ha hecho. Prefiero 1.000 veces donarle un dinero a un familiar que está pasando por una época difícil, que darle un trabajo para el que no está preparado, porque afecto a la empresa y su autoestima. Uno no es tonto y sabe que no tiene los recursos para ocupar cierto cargo.
De paso perdió la vesícula y, por primera vez, sufrió depresión. Empezó a sentir un dolor en el pecho. Se sentía sin fuerza. Algunos días, le costaba conciliar el sueño. El llanto se hizo frecuente. “Yo era capaz de pararme enfrente de un auditorio. De hecho, di una conferencia como para 10.000 personas en ese estado, a punta de fuerza”. “Él, de pronto, puede estar hasta el ‘cope’, pero no lo demuestra. Es un señor muy sereno”, opina Gladys Cabrera sobre Efrén Martínez, a quien conoce desde hace más de 25 años y para quien trabaja haciendo labores domésticas.
Le recetaron antidepresivos. Los tomó por tres días: comenzó a sentir náuseas. Se sentó en una silla y dijo: “Usted sabe de esta vaina, si no fuera usted, ¿qué es lo que tendría que hacer?”. Hizo un listado con actividades que podrían ayudarle. Al día siguiente se levantó. Corrió y dejó de comer ciertos alimentos, aunque no tuviera ganas de hacerlo. Volvió a meditar e incluso recurrió a conversar con otras personas. Pensó que si no funcionaba, buscaría ayuda. A las dos semanas, empezó a ver colores, pues antes no era capaz de verlos. “Era rarísimo. Todo era oscuro”. De repente, se levantó y se volvió a conectar.
—El sufrimiento de todo ese tiempo, la soledad, tanto juicio que yo tenía por todo el mundo, las traiciones, el divorcio y los errores, me hicieron muy humilde, me bajaron a la tierra, me aterrizaron totalmente.
***
Efrén Martínez se asoma por una ventana de su casa. Desde ahí, el cielo pareciera estar más cerca. Vive en una montaña. En la cocina está Gladys Cabrera. Hace muchos años, ella no tenía un trabajo fijo: laboraba por días en diferentes casas.
—Gladys, si yo consigo una finca, ¿usted se va a trabajar conmigo?, le dijo un día Martínez.
—Listo, yo lo dejo todo.
Eso hizo. Desde ese entonces, solo ha pasado una Navidad con sus hijos. “De resto todas las he pasado acá porque este es como mi hogar”.
En la sala de Martínez hay un cuadro con un Cristo. Lo llama “el cuadro de la reconciliación con Dios”. En la pintura está escrito el salmo del amor (1 Corintios 13:4-7). “El del amor todo lo puede, aunque sea mentira. El amor todo lo puede, excepto cuando no se puede”.
“Tener amor es ser bondadoso. Es no tener envidia, ni ser presumido, ni grosero, ni orgulloso, ni egoísta. Es no enojarse ni guardar rencor. Es no alegrarse de las injusticias, sino de la verdad”, se lee en el salmo.
Durante aquella época de las extorsiones, se había peleado con Dios. “Otra vez siento su presencia y sabiduría”. No fue el único del que se alejó.
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Hasta hace dos o tres años volvió a acercarse a sus padres. Se alejó porque Francisco Martínez “se portó mal y faltó a mi confianza con cosas”. No es exacto con respecto a esas cosas. Dejó de apoyarlo económicamente. Su mamá también terminó metida en esa pelea. “Como es la esposa de mi papá, y se la pasan juntos, pues tampoco la veía”. Pero la distancia con sus padres venía desde antes.
De su padre tiene el recuerdo de haber sido torpe afectivamente. “Yo creo que mi papá nunca aprendió a dar cariño, a ser amoroso. A él le tocó sobrevivir por su cuenta. Vino a aprender con nosotros como pudo”. Entonces, ni su hermano ni él recibían abrazos. Francisco Martínez trabajaba para darles, “para que pudiéramos tener los tenis que usábamos en el colegio, la bicicleta”. Mientras tanto, su madre estaba pendiente de si comían, si habían tendido la cama, entre otras cosas. “Era más una relación de supervisión. Comparativamente más cercana que mi papá, pero aun así una mujer muy tímida y normativa, cuadriculada con las cosas”.
Quizá la primera vez que Francisco Martínez le dijo a su hijo que lo quería fue cuando se enteró de sus problemas de droga, “pero antes no porque uno tal vez era muy machista. Tal vez me sentía mal si lo hacía, porque nunca vimos eso ni de mi papá ni de mi mamá”. Efrén Martínez aun guarda el recuerdo de cuando su padre se sentaba junto a su abuelo. No hablaban. Escuchaban la radio todo el día. Piensa que su papá sentía miedo y odio hacía su abuelo.
—El señor se enloquecía de la ira y le pegaba como si lo fuera a matar. Lo colgaba desnudo en un árbol, le echaba agua y le pegaba con el rejo de las vacas. Todavía mi papá lo cuenta con molestia, como con rabia. Cuando mi abuelo muere, yo no lo veo triste. Creo que, hasta en el fondo, sintió alegría.
“A mí me castigó muy feo. Eso ya no vale la pena recordarlo”, prefiere Francisco Martínez. A su hijo solo le pegó una vez: le dio un puño en la frente. “Uno ya estudió. Vio cosas”.
Un día, cuando Efrén Martínez tenía treinta años, sentó a sus padres y a su hermano en la sala de su casa. Les hizo una reconstrucción de por qué se había vuelto como se volvió durante su adolescencia. “Un análisis psicológico profundo”. Les dijo lo que lo había afectado y cuáles habían sido los errores. Hubo llanto, pero “no fue una conversación de reclamo, fue todo un día sentados hablando. Necesitaba desahogarme y decirlo. Fue una reconciliación muy bonita”.
A pesar de eso, cuando iba a una reunión familiar, para él era más importante leerse un libro en el celular o estar buscando algo en aquel aparato. “Mis vínculos no eran tan fuertes a nivel familiar. Hoy en día son muy fuertes con la familia que he desarrollado, pero lo aprendí fue de grande”. Entonces, pocas veces llamaba a sus papás. Visitarlos tampoco era frecuente. “Nosotros entendíamos que estaba en su cuento y tampoco fuimos tan cariñosos como para que estuviera a toda hora pendiente de nosotros”.
Ahora, los llama, les escribe y, los domingos, los visita. A veces, ve una película con ellos y se pone a chismosear con su papá. Hablan de política y de macroeconomía (su padre es economista). A su mamá esos temas no le interesan.
***
A principios de febrero de 2023, Francisco Martínez sostiene una conversación en la sala de su casa con una mujer de bucles negros. Su esposa no está. Ha ido a misa.
— ¿Cree que en algún momento su hijo se puede derrumbar?
—Pues nada está escrito sobre eso. Él me decía que era lo contrario a mí: entre más viejo, menos me creían. En cambio, entre más viejo fuera él, más le iban creyendo. Puede suceder, pero no es fácil, porque hay gente muy agradecida con él, que lo aprecia.