La “extrema individualidad” de Nijole Šivickas
El documental “Nijole, la huella de la existencia”, dirigido por Sandro Bozzolo, se enfoca en los momentos más íntimos de la artista lituana, reconocida, además, por ser la madre del político Antanas Mockus.
Laura Camila Arévalo Domínguez
Que la principal obra de arte de Nijole Šivickas fue Antanas Mockus. Y al arte se le reconocen sus saldos de preguntas, reflexiones y propuestas. Y no hay que estar de acuerdo con el hijo de Šivickas para identificar que lo que dijo, pero, sobre todo, lo que hizo, dibujó signos de interrogación sobre las cabezas de los colombianos que veían sus discursos, además de provocar gestos de asombro, que se dividieron entre la risa, el enojo y la incredulidad: un rector que se bajó los pantalones en el auditorio de su universidad, un político que le echó un vaso de agua en plena rueda de prensa a su colega para ejemplificar su mensaje, un candidato vestido de superhéroe para transmitir su idea. Y Mockus, que despertó las emociones de tantos, acompañó hasta el último día a su mamá, que se soportaba a muy pocos.
“Nijole es una lituana que vivió la Segunda Guerra Mundial de manera muy intensa, quedando detrás del frente alemán, y luego de cinco años de permanencia en Stuttgart, se casa y viene a Colombia con mi padre. Nijole es una escultora, una pintora, pero, sobre todo, es una crítica muy fuerte de la sociedad que le tocó vivir”, dijo Mockus sobre su mamá en este documental, que se rodó bajo un acuerdo entre la protagonista y el director: ella simulaba no darse cuenta de que la estaban grabando y él fingía no darse cuenta de que ella ya se había dado cuenta.
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Generalmente, aparece sentada. Sin que su español sea perfecto, hace preguntas, que entre las palabras que junta, la velocidad y el tono, parecen salidas de un cerebro joven, del de un niño. Son comentarios aparentemente desorientados. Después es fácil notar que solo son pistas para una mujer que está en un proceso activo de interpretación. De pensamiento. Ella piensa, se toma su tiempo, suelta preguntas, concluye y se ausenta. Así no se vaya, se ausenta: deja muy claro que el ruido la aturde, que su soledad es un tesoro y que no está dispuesta a entregarlo. Se ve encerrada en sí misma, pero casi de manera positiva: no busca agradar, complacer ni impresionar. Es ella.
“Esto hizo escándalo porque tomé algo de la basura y lo pinté, pero en todas partes uno hace escándalos si da libertad”, dice, mientras muestra una de sus obras a la cámara.
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Su brevedad al responder es confusa: no se termina de concluir si es por su español o porque, realmente, no quiere decir nada más. Al parecer, para ella lo que sale de su boca debería ser suficiente, además de su mirada, que parece una luz alta capaz de dejar ciego a quien tenga al frente. Se ve incómoda. Y la música de este documental, a cargo de Lina Lapelyte, es una herramienta más para que quienes estamos detrás de la pantalla percibamos su sensación de no querer estar en ningún lado, aunque esto se minimiza cuando Šivickas entra a su taller o habla con su hijo o su nieto. Su hogar está en sus obras: sus esculturas y su familia. Todo lo que no tenga su huella se percibe, para ella, como un sinsentido. Y la música de Lapelyte consigue que, para los espectadores, también. Hay muchos silencios, porque en la vida hay silencios. Hay “tiempos muertos”, porque es la única forma de intentar ver el pensamiento (aunque sea un absurdo percibir que esos sean, precisamente, tiempos muertos): ojos perdidos y gestos involuntarios que dan pistas sobre lo que está pasando en nuestra cabeza.
La autora de la música nació en 1984 y se inspiró en los conceptos de exilio y desarraigo, que predominaron a lo largo de la vida de Nijole y fueron inspiración para sus obras artísticas. Su práctica basada en la interpretación está anclada en la música y coquetea con la cultura pop, los estereotipos de género, el envejecimiento y la nostalgia. A lo largo de su carrera artística, Lapelyte ha explorado diversas formas de performatividad, cruzando las fronteras de los géneros y entrelazando los rituales folclóricos con la música popular y los formatos de ópera, frecuentemente utilizando expresiones estilizadas, musicalidad grotesca y conceptual.
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En el documental, Antanas Mockus habla con su mamá. Son conversaciones sobre sus atuendos, pero también sobre el sentido de estar vivos y lo que, idealmente, debería quedar de nosotros cuando no existamos. Hablan de la familia. De lo que recuerdan y por qué lo recuerdan. De para qué serviría recordar. Y de la obra de ella y la posibilidad de exponerla en algún lugar de Lituania delante de algunas personas que por alguna razón estén interesadas en tener algo más que las palabras cortas y precisas de su autora. Algo de lo que piensa o pensó.
La vejez se ve lenta. Tanto la de Šivickas como la de Mockus. Y solitaria. También sedienta de un amor, sobre todo familiar, que se va dosificando cada vez más, como si acercarse al final fuese depurando las compañías que, finalmente, solo podrán llegar hasta el último respiro.
“Para mí es importante que la gente pueda aprender de nuestra experiencia”, le dice Mockus a su mamá. Ella atiende y luego baja la mirada. Mockus continúa: “Tal vez de nuestras vidas saldrá algo bueno”, y ella, por fin, le responde: “O algo no tan bueno”.
Para el director Sandro Bozzolo, este documental presenta una historia sencilla dirigida a un público universal, a pesar de la popularidad de los protagonistas para la audiencia colombiana. Una narración sobre la relación entre una madre y un hijo que caminan, con paso inseguro, hacia su tierra de origen, atravesando memorias que duelen, impresiones, paisajes evocadores y elementos visionarios. “Una vez más, el encuentro y la confrontación con el otro representa un punto de conflicto para Nijole: un contraste entre su extrema individualidad y el reconocimiento general”.
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Que la principal obra de arte de Nijole Šivickas fue Antanas Mockus. Y al arte se le reconocen sus saldos de preguntas, reflexiones y propuestas. Y no hay que estar de acuerdo con el hijo de Šivickas para identificar que lo que dijo, pero, sobre todo, lo que hizo, dibujó signos de interrogación sobre las cabezas de los colombianos que veían sus discursos, además de provocar gestos de asombro, que se dividieron entre la risa, el enojo y la incredulidad: un rector que se bajó los pantalones en el auditorio de su universidad, un político que le echó un vaso de agua en plena rueda de prensa a su colega para ejemplificar su mensaje, un candidato vestido de superhéroe para transmitir su idea. Y Mockus, que despertó las emociones de tantos, acompañó hasta el último día a su mamá, que se soportaba a muy pocos.
“Nijole es una lituana que vivió la Segunda Guerra Mundial de manera muy intensa, quedando detrás del frente alemán, y luego de cinco años de permanencia en Stuttgart, se casa y viene a Colombia con mi padre. Nijole es una escultora, una pintora, pero, sobre todo, es una crítica muy fuerte de la sociedad que le tocó vivir”, dijo Mockus sobre su mamá en este documental, que se rodó bajo un acuerdo entre la protagonista y el director: ella simulaba no darse cuenta de que la estaban grabando y él fingía no darse cuenta de que ella ya se había dado cuenta.
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Generalmente, aparece sentada. Sin que su español sea perfecto, hace preguntas, que entre las palabras que junta, la velocidad y el tono, parecen salidas de un cerebro joven, del de un niño. Son comentarios aparentemente desorientados. Después es fácil notar que solo son pistas para una mujer que está en un proceso activo de interpretación. De pensamiento. Ella piensa, se toma su tiempo, suelta preguntas, concluye y se ausenta. Así no se vaya, se ausenta: deja muy claro que el ruido la aturde, que su soledad es un tesoro y que no está dispuesta a entregarlo. Se ve encerrada en sí misma, pero casi de manera positiva: no busca agradar, complacer ni impresionar. Es ella.
“Esto hizo escándalo porque tomé algo de la basura y lo pinté, pero en todas partes uno hace escándalos si da libertad”, dice, mientras muestra una de sus obras a la cámara.
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Su brevedad al responder es confusa: no se termina de concluir si es por su español o porque, realmente, no quiere decir nada más. Al parecer, para ella lo que sale de su boca debería ser suficiente, además de su mirada, que parece una luz alta capaz de dejar ciego a quien tenga al frente. Se ve incómoda. Y la música de este documental, a cargo de Lina Lapelyte, es una herramienta más para que quienes estamos detrás de la pantalla percibamos su sensación de no querer estar en ningún lado, aunque esto se minimiza cuando Šivickas entra a su taller o habla con su hijo o su nieto. Su hogar está en sus obras: sus esculturas y su familia. Todo lo que no tenga su huella se percibe, para ella, como un sinsentido. Y la música de Lapelyte consigue que, para los espectadores, también. Hay muchos silencios, porque en la vida hay silencios. Hay “tiempos muertos”, porque es la única forma de intentar ver el pensamiento (aunque sea un absurdo percibir que esos sean, precisamente, tiempos muertos): ojos perdidos y gestos involuntarios que dan pistas sobre lo que está pasando en nuestra cabeza.
La autora de la música nació en 1984 y se inspiró en los conceptos de exilio y desarraigo, que predominaron a lo largo de la vida de Nijole y fueron inspiración para sus obras artísticas. Su práctica basada en la interpretación está anclada en la música y coquetea con la cultura pop, los estereotipos de género, el envejecimiento y la nostalgia. A lo largo de su carrera artística, Lapelyte ha explorado diversas formas de performatividad, cruzando las fronteras de los géneros y entrelazando los rituales folclóricos con la música popular y los formatos de ópera, frecuentemente utilizando expresiones estilizadas, musicalidad grotesca y conceptual.
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En el documental, Antanas Mockus habla con su mamá. Son conversaciones sobre sus atuendos, pero también sobre el sentido de estar vivos y lo que, idealmente, debería quedar de nosotros cuando no existamos. Hablan de la familia. De lo que recuerdan y por qué lo recuerdan. De para qué serviría recordar. Y de la obra de ella y la posibilidad de exponerla en algún lugar de Lituania delante de algunas personas que por alguna razón estén interesadas en tener algo más que las palabras cortas y precisas de su autora. Algo de lo que piensa o pensó.
La vejez se ve lenta. Tanto la de Šivickas como la de Mockus. Y solitaria. También sedienta de un amor, sobre todo familiar, que se va dosificando cada vez más, como si acercarse al final fuese depurando las compañías que, finalmente, solo podrán llegar hasta el último respiro.
“Para mí es importante que la gente pueda aprender de nuestra experiencia”, le dice Mockus a su mamá. Ella atiende y luego baja la mirada. Mockus continúa: “Tal vez de nuestras vidas saldrá algo bueno”, y ella, por fin, le responde: “O algo no tan bueno”.
Para el director Sandro Bozzolo, este documental presenta una historia sencilla dirigida a un público universal, a pesar de la popularidad de los protagonistas para la audiencia colombiana. Una narración sobre la relación entre una madre y un hijo que caminan, con paso inseguro, hacia su tierra de origen, atravesando memorias que duelen, impresiones, paisajes evocadores y elementos visionarios. “Una vez más, el encuentro y la confrontación con el otro representa un punto de conflicto para Nijole: un contraste entre su extrema individualidad y el reconocimiento general”.
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