La familia Daconte en la obra de García Márquez
Crónica de un encuentro memorable entre los escritores Gabriel García Márquez y Eduardo Márceles Daconte.
Eduardo Márceles Daconte
Nunca imaginé hasta dónde llegó la amistad y cercanía que Gabo sostuvo con miembros de mi familia Daconte hasta la mañana que lo conocí cuando coincidimos en el Encuentro de intelectuales y artistas de América Latina que se realizó en La Habana en septiembre de 1981. Su primera reacción cuando escuchó mis apellidos fue preguntarme, “¿tú eres de los Daconte de Aracataca?”, y cuando contesté que sí, me sorprendió con un grito que asustó a los presentes en el vestíbulo del Hotel Havana Riviera: “ahora sí se jodió esta vaina, dos cataqueros en La Habana”. Entonces me sujetó por un brazo señalándome un sofá para conversar. “Fíjate –dijo–, yo siempre tuve una sincera admiración y respeto por el inmigrante italiano don Antonio Daconte”.
Mi abuelo arribó a esta orilla del mar Caribe en Puerto Colombia desde su tierra natal de Scalea, Calabria, sobre la costa del mar Tirreno, a finales del siglo XIX, y se radicó en la apacible región bananera de Aracataca. Por su buen olfato de comerciante, fundó la tienda El Vesubio, frente a la plaza principal, recordando el volcán que acabó con Pompeya. Tiempo después abrió una tienda más grande en el sector de Las cuatro esquinas e hizo suficiente fortuna para comprar La Somalia, una finca bananera, y una docena de casas en aquel pueblo ignorado por la geografía nacional hasta época reciente.
“De hecho –comentó–, cuando estaba escribiendo Cien años de soledad en México, en un momento que necesité un personaje quise hacerle un homenaje a don Antonio, entonces incluí el nombre de un italiano que llega a Macondo, pero el personaje se me fue volviendo marica, entonces pensé qué iría a decir tu tío Galileo, mi buen amigo de infancia en el Colegio Montessori, cuando leyera la novela y se enterara que el nombre de su padre correspondía a un afeminado que tocaba la pianola, sin duda me daría un puñetazo, me devolví y donde estaba su nombre lo remplacé por Pietro Crespi quien fue en realidad un italiano afinador de pianos que mi mamá conoció en Barranquilla.
“Yo siempre sentí una inmensa gratitud por tu abuelo porque fue muy generoso con nosotros, un aliado incondicional de mi abuelo Nicolás, por invitación suya entrabamos gratis al cine Olympia que inauguró don Antonio en el patio de su casa en Las cuatro esquinas. Fue allí en esas bancas rústicas de madera donde comenzó realmente mi vocación por el cine”, comenta y reitera en su autobiografía Vivir para contarla (2002): “Cuando Papalelo (su abuelo materno) me llevaba al flamante cine Olympia de don Antonio Daconte yo notaba que las estaciones de las películas de vaqueros se parecían a las de nuestro tren” (pag. 26). De hecho, eran tan amigos que el coronel Nicolás Márquez fue el padrino de María, la hija mayor de los hermanos Daconte Calle.
Avanzando en su relato recuerda que “cada vez que la película le parecía apropiada, don Antonio Daconte nos invitaba a la función tempranera de su salón Olympia, para alarma de la abuela, que lo tenía como un libertinaje impropio para un nieto inocente. Pero Papalelo persistió, y al día siguiente me hacía contar la película en la mesa, me corregía los olvidos y errores y me ayudaba a reconstruir los episodios difíciles” (pag. 109). Para complementar sus reminiscencias del cine en Aracataca, comenta en su columna La Jirafa de El Heraldo: “Mi héroe, en medio de tantos, fue Dick Tracy. Y además, cómo no, recuperé el culto del cine que me inculcó el abuelo y me alimentó don Antonio Daconte en Aracataca, y que Álvaro Cepeda convirtió en una pasión evangélica para un país donde las mejores películas se conocían por relatos de peregrinos” (página 448).
Un día de 1983 recibí la invitación del poeta Jorge Marel, su organizador, para participar en el 3er Encuentro de escritores costeños en Sincelejo. El poeta Marel me solicitó el favor de extender una invitación especial a Gabo para un homenaje en el seno del encuentro. Gabo estaba por aquella época en Cartagena encerrado en un apartamento de Bocagrande escribiendo su novela El amor en los tiempos del cólera. Cuando lo llamé para comentarle sobre el encuentro me dijo que más bien lo visitara en camino a Sincelejo para almorzar. Fue un reencuentro cálido, como siempre cuando nos encontrábamos, su primera pregunta después de los saludos fue “ajá Eduardo, cuéntame, y qué hay por Cataca”. Yo le respondí que todo estaba bien aunque sufriendo la violencia de guerrillas y narcotráfico en la Sierra Nevada de Santa Marta. De pronto recordé que por esos días había muerto mi tío Galileo, cuando se lo comenté, su rostro se ensombreció por la triste noticia “cómo va a ser, murió mi mejor amigo de infancia, cuánto lo lamento.”
Después conversamos de otros temas hasta que volví a recordarle la cita con los escritores en Sincelejo, pero me recordó que él nunca iba a encuentros ni conferencias, me dijo que sufría de pánico escénico, pero que iba a enviar un mensaje para excusarse. Entonces escribió una nota que Marel leyó en la inauguración del encuentro: “Estoy emocionado y más que agradecido con el homenaje que ustedes me rinden en el Tercer encuentro de escritores costeños, y estoy furioso con esta vida enredada que no me ha dado una tregua para estar hoy con ustedes... Creo que lo que más vale de mi está de todos modos con ustedes, que son los afectos de la tierra, la identificación con tantas cosas bellas –inclusive las más inútiles– y la solidaridad en el propósito de que algún día sean felices todos los seres capaces de respirar, por obra y gracia de la poesía”.
Tiempo más tarde, cuando leí la historia de amores contrariados entre Florentino Ariza y Fermina Daza en 1985, encontré para mi sorpresa que homenajeaba a Galileo Daconte, su amigo de infancia, como uno de sus personajes, imagino que decidió incluir su nombre cuando le di la infausta noticia de su fallecimiento. Para tal fin, fusiona la actividad de Antonio con la de su hijo: “Más tarde, cuando don Galileo Daconte abrió el primer patio de cine, Jeremiah de Saint-Amour fue uno de sus clientes más puntuales, y las partidas de ajedrez quedaron reducidas a las noches que sobraban de las películas de estreno…” (pag. 20).
Luego comenta en otro pasaje: “La noche anterior habían ido al cine, cada uno por su cuenta y en asientos separados, como iban por lo menos dos veces al mes desde que el inmigrante italiano don Galileo Daconte instaló un salón a cielo abierto en las ruinas de un convento del siglo XVII. Vieron una película basada en un libro que había estado de moda el año anterior, y que el doctor Urbino había leído con el corazón desolado por la barbarie de la guerra: Sin novedad en el frente” (de Erich María Remarque, 1930, pag. 24).
Hacia el final de la novela, vuelve a mencionar el personaje cuando recuerda que “Florentino Ariza no se había dejado impresionar de un modo especial por el invento del cine, pero Leona Cassiani lo llevó sin resistencia al estreno espectacular de Cabiria (película italiana, 1914), cuya publicidad se fundaba en los diálogos escritos por el poeta Gabriele D´Annunzio. El gran patio a cielo abierto de don Galileo Daconte, donde algunas noches se disfrutaba más del esplendor de las estrellas que de los amores mudos de la pantalla, había sido desbordado por una clientela selecta…” (pag. 348).
Pero mi sorpresa fue mayor cuando leí Doce cuentos peregrinos (1992). Allí encontré que mi tía Elena Daconte (una de las tres hermanas de mi madre) figura como protagonista de El rastro de tu sangre en la nieve que, según algunos críticos literarios, es uno de sus mejores cuentos. El argumento gira alrededor de una acaudalada pareja de jóvenes cartageneros recién casados que disfrutan su luna de miel en Europa. Nena Daconte es descrita como políglota, saxofonista y de un carácter dulce pero decidido “casi una niña, con unos ojos de pájaro feliz y una piel de melaza que todavía irradiaba la resolana del Caribe en el lúgubre anochecer de enero…”
Un día, durante una visita a su casa de Cartagena, le pregunté la razón por la que había utilizado mi apellido para sus historias y me respondió en son de broma con una risotada, “¡Y qué, ahora me vas a demandar por 20 millones de dólares!”, a lo cual le contesté que mi familia estaba feliz y agradecida por tenerla en cuenta para sus historias. Fue entonces que me contó el origen del nombre de su relato. “Yo escribí ese cuento en Barcelona en 1976 y cuando necesité un nombre apropiado para la protagonista, el nombre de tu tía Elena me llegó como un relámpago, quise homenajearla porque la recordaba desde mi niñez cuando asistía al colegio Montessori de Aracataca, yo veía a esa niña de piel dorada y rizos rubios correr riéndose por aquellos pasillos, nunca la olvidé”.
A raíz de la admiración que despertó en ella la protagonista del cuento, la cantautora española Mai Meneses bautizó su grupo de pop rock Nena Daconte con cuyas canciones He perdido los zapatos (2006), Retales de Carnaval (2008), Una mosca en el cristal (2010) y Solo muerdo por ti (2013), ha alcanzado excepcionales éxitos con nominaciones y galardones como el ATV European Music Awards, hasta posicionarse como uno de los grupos musicales que más discos y conciertos ha vendido en España.
Sin embargo, donde más recuerda Gabo a don Antonio Daconte es en una columna publicada en El Espectador el 18 de diciembre de 1983 y seleccionada para diferentes antologías de sus artículos de prensa. En ella, con el título Vuelta a la semilla, evoca su infancia en Aracataca y en especial su experiencia con los animes. “Para mí hay más poesía en la historia de los animes que en toda la que he tratado de dejar en mis libros. La misma palabra –animes– es un misterio que me persigue desde aquellos tiempos”. Después de indagar su significado en diferentes diccionarios, se muestra en desacuerdo con esas definiciones. “Los animes de Aracataca eran otra cosa: unos seres minúsculos, de no más de una pulgada, que vivían en el fondo de las tinajas. A veces se les confundía con los gusarapos, que algunos llamaban sarapicos, y que eran en realidad las larvas de los mosquitos jugueteando en el fondo del agua de beber… Los animes tenían la facultad de escapar de su refugio natural, aun si la tinaja se tapaba con buen seguro, y se divertían haciendo toda clase de travesuras en la casa… No eran más que eso: espíritus traviesos, pero benévolos, que cortaban la leche, cambiaban el color de los ojos de los niños, oxidaban las cerraduras o causaban sueños enrevesados”.
“Sin embargo, había épocas en que se les trastornaba el humor, por razones que nunca fueron comprensibles, y les daba por apedrear la casa donde vivían. Yo los conocí en casa de don Antonio Daconte, un emigrado italiano que llevó grandes novedades a Aracataca: el cine mudo, el salón de billar, las bicicletas alquiladas, los gramófonos, los primeros receptores de radio. Una noche corrió la voz por todo el pueblo de que los animes estaban apedreando la casa de don Antonio Daconte, y todo el pueblo fue a verlo. Al contrario de lo que pudiera parecer, no era un espectáculo de horror, sino una fiesta jubilosa que de todos modos no dejó un vidrio intacto… Mucho tiempo después de aquella noche encantada, los niños seguíamos con la costumbre de meternos en la casa de don Antonio Daconte para destapar la tinaja del comedor y ver los animes –quietos y casi transparentes– aburriéndose en el fondo del agua”.
Por supuesto, esta relación de amistad, gratitud y cariño con el dueño del cine de Aracataca y su familia ha sido reseñada en todas las biografías de Gabo. Entre ellas, quizás la más detallada se encuentra en García Márquez: El viaje a la semilla (1997), el excelente trabajo de Dasso Saldívar quien narra de manera poética y perceptiva la trayectoria vital de nuestro premio Nobel. También la encontramos, aunque más prosaica, en la monumental biografía García Márquez: Una vida del escritor inglés Gerald Martin quien describe en forma minuciosa hasta el detalle más insignificante en la existencia del escritor, sin escatimar los sucesos y anécdotas más relevantes de su etapa juvenil en Aracataca.
Bibliografía: Vivir para contarla, Editorial Norma, 2002; El amor en los tiempos del cólera, Editorial La Oveja Negra; 1985; Doce cuentos peregrinos, Editorial Suramericana; 1992; El Espectador, 18 de diciembre de 1983.
*Escritor y periodista cultural, es autor de libros de narrativa, artes visuales, biografías, crónicas y antologías, vive y trabaja en Puerto Colombia, Atlántico.
Nunca imaginé hasta dónde llegó la amistad y cercanía que Gabo sostuvo con miembros de mi familia Daconte hasta la mañana que lo conocí cuando coincidimos en el Encuentro de intelectuales y artistas de América Latina que se realizó en La Habana en septiembre de 1981. Su primera reacción cuando escuchó mis apellidos fue preguntarme, “¿tú eres de los Daconte de Aracataca?”, y cuando contesté que sí, me sorprendió con un grito que asustó a los presentes en el vestíbulo del Hotel Havana Riviera: “ahora sí se jodió esta vaina, dos cataqueros en La Habana”. Entonces me sujetó por un brazo señalándome un sofá para conversar. “Fíjate –dijo–, yo siempre tuve una sincera admiración y respeto por el inmigrante italiano don Antonio Daconte”.
Mi abuelo arribó a esta orilla del mar Caribe en Puerto Colombia desde su tierra natal de Scalea, Calabria, sobre la costa del mar Tirreno, a finales del siglo XIX, y se radicó en la apacible región bananera de Aracataca. Por su buen olfato de comerciante, fundó la tienda El Vesubio, frente a la plaza principal, recordando el volcán que acabó con Pompeya. Tiempo después abrió una tienda más grande en el sector de Las cuatro esquinas e hizo suficiente fortuna para comprar La Somalia, una finca bananera, y una docena de casas en aquel pueblo ignorado por la geografía nacional hasta época reciente.
“De hecho –comentó–, cuando estaba escribiendo Cien años de soledad en México, en un momento que necesité un personaje quise hacerle un homenaje a don Antonio, entonces incluí el nombre de un italiano que llega a Macondo, pero el personaje se me fue volviendo marica, entonces pensé qué iría a decir tu tío Galileo, mi buen amigo de infancia en el Colegio Montessori, cuando leyera la novela y se enterara que el nombre de su padre correspondía a un afeminado que tocaba la pianola, sin duda me daría un puñetazo, me devolví y donde estaba su nombre lo remplacé por Pietro Crespi quien fue en realidad un italiano afinador de pianos que mi mamá conoció en Barranquilla.
“Yo siempre sentí una inmensa gratitud por tu abuelo porque fue muy generoso con nosotros, un aliado incondicional de mi abuelo Nicolás, por invitación suya entrabamos gratis al cine Olympia que inauguró don Antonio en el patio de su casa en Las cuatro esquinas. Fue allí en esas bancas rústicas de madera donde comenzó realmente mi vocación por el cine”, comenta y reitera en su autobiografía Vivir para contarla (2002): “Cuando Papalelo (su abuelo materno) me llevaba al flamante cine Olympia de don Antonio Daconte yo notaba que las estaciones de las películas de vaqueros se parecían a las de nuestro tren” (pag. 26). De hecho, eran tan amigos que el coronel Nicolás Márquez fue el padrino de María, la hija mayor de los hermanos Daconte Calle.
Avanzando en su relato recuerda que “cada vez que la película le parecía apropiada, don Antonio Daconte nos invitaba a la función tempranera de su salón Olympia, para alarma de la abuela, que lo tenía como un libertinaje impropio para un nieto inocente. Pero Papalelo persistió, y al día siguiente me hacía contar la película en la mesa, me corregía los olvidos y errores y me ayudaba a reconstruir los episodios difíciles” (pag. 109). Para complementar sus reminiscencias del cine en Aracataca, comenta en su columna La Jirafa de El Heraldo: “Mi héroe, en medio de tantos, fue Dick Tracy. Y además, cómo no, recuperé el culto del cine que me inculcó el abuelo y me alimentó don Antonio Daconte en Aracataca, y que Álvaro Cepeda convirtió en una pasión evangélica para un país donde las mejores películas se conocían por relatos de peregrinos” (página 448).
Un día de 1983 recibí la invitación del poeta Jorge Marel, su organizador, para participar en el 3er Encuentro de escritores costeños en Sincelejo. El poeta Marel me solicitó el favor de extender una invitación especial a Gabo para un homenaje en el seno del encuentro. Gabo estaba por aquella época en Cartagena encerrado en un apartamento de Bocagrande escribiendo su novela El amor en los tiempos del cólera. Cuando lo llamé para comentarle sobre el encuentro me dijo que más bien lo visitara en camino a Sincelejo para almorzar. Fue un reencuentro cálido, como siempre cuando nos encontrábamos, su primera pregunta después de los saludos fue “ajá Eduardo, cuéntame, y qué hay por Cataca”. Yo le respondí que todo estaba bien aunque sufriendo la violencia de guerrillas y narcotráfico en la Sierra Nevada de Santa Marta. De pronto recordé que por esos días había muerto mi tío Galileo, cuando se lo comenté, su rostro se ensombreció por la triste noticia “cómo va a ser, murió mi mejor amigo de infancia, cuánto lo lamento.”
Después conversamos de otros temas hasta que volví a recordarle la cita con los escritores en Sincelejo, pero me recordó que él nunca iba a encuentros ni conferencias, me dijo que sufría de pánico escénico, pero que iba a enviar un mensaje para excusarse. Entonces escribió una nota que Marel leyó en la inauguración del encuentro: “Estoy emocionado y más que agradecido con el homenaje que ustedes me rinden en el Tercer encuentro de escritores costeños, y estoy furioso con esta vida enredada que no me ha dado una tregua para estar hoy con ustedes... Creo que lo que más vale de mi está de todos modos con ustedes, que son los afectos de la tierra, la identificación con tantas cosas bellas –inclusive las más inútiles– y la solidaridad en el propósito de que algún día sean felices todos los seres capaces de respirar, por obra y gracia de la poesía”.
Tiempo más tarde, cuando leí la historia de amores contrariados entre Florentino Ariza y Fermina Daza en 1985, encontré para mi sorpresa que homenajeaba a Galileo Daconte, su amigo de infancia, como uno de sus personajes, imagino que decidió incluir su nombre cuando le di la infausta noticia de su fallecimiento. Para tal fin, fusiona la actividad de Antonio con la de su hijo: “Más tarde, cuando don Galileo Daconte abrió el primer patio de cine, Jeremiah de Saint-Amour fue uno de sus clientes más puntuales, y las partidas de ajedrez quedaron reducidas a las noches que sobraban de las películas de estreno…” (pag. 20).
Luego comenta en otro pasaje: “La noche anterior habían ido al cine, cada uno por su cuenta y en asientos separados, como iban por lo menos dos veces al mes desde que el inmigrante italiano don Galileo Daconte instaló un salón a cielo abierto en las ruinas de un convento del siglo XVII. Vieron una película basada en un libro que había estado de moda el año anterior, y que el doctor Urbino había leído con el corazón desolado por la barbarie de la guerra: Sin novedad en el frente” (de Erich María Remarque, 1930, pag. 24).
Hacia el final de la novela, vuelve a mencionar el personaje cuando recuerda que “Florentino Ariza no se había dejado impresionar de un modo especial por el invento del cine, pero Leona Cassiani lo llevó sin resistencia al estreno espectacular de Cabiria (película italiana, 1914), cuya publicidad se fundaba en los diálogos escritos por el poeta Gabriele D´Annunzio. El gran patio a cielo abierto de don Galileo Daconte, donde algunas noches se disfrutaba más del esplendor de las estrellas que de los amores mudos de la pantalla, había sido desbordado por una clientela selecta…” (pag. 348).
Pero mi sorpresa fue mayor cuando leí Doce cuentos peregrinos (1992). Allí encontré que mi tía Elena Daconte (una de las tres hermanas de mi madre) figura como protagonista de El rastro de tu sangre en la nieve que, según algunos críticos literarios, es uno de sus mejores cuentos. El argumento gira alrededor de una acaudalada pareja de jóvenes cartageneros recién casados que disfrutan su luna de miel en Europa. Nena Daconte es descrita como políglota, saxofonista y de un carácter dulce pero decidido “casi una niña, con unos ojos de pájaro feliz y una piel de melaza que todavía irradiaba la resolana del Caribe en el lúgubre anochecer de enero…”
Un día, durante una visita a su casa de Cartagena, le pregunté la razón por la que había utilizado mi apellido para sus historias y me respondió en son de broma con una risotada, “¡Y qué, ahora me vas a demandar por 20 millones de dólares!”, a lo cual le contesté que mi familia estaba feliz y agradecida por tenerla en cuenta para sus historias. Fue entonces que me contó el origen del nombre de su relato. “Yo escribí ese cuento en Barcelona en 1976 y cuando necesité un nombre apropiado para la protagonista, el nombre de tu tía Elena me llegó como un relámpago, quise homenajearla porque la recordaba desde mi niñez cuando asistía al colegio Montessori de Aracataca, yo veía a esa niña de piel dorada y rizos rubios correr riéndose por aquellos pasillos, nunca la olvidé”.
A raíz de la admiración que despertó en ella la protagonista del cuento, la cantautora española Mai Meneses bautizó su grupo de pop rock Nena Daconte con cuyas canciones He perdido los zapatos (2006), Retales de Carnaval (2008), Una mosca en el cristal (2010) y Solo muerdo por ti (2013), ha alcanzado excepcionales éxitos con nominaciones y galardones como el ATV European Music Awards, hasta posicionarse como uno de los grupos musicales que más discos y conciertos ha vendido en España.
Sin embargo, donde más recuerda Gabo a don Antonio Daconte es en una columna publicada en El Espectador el 18 de diciembre de 1983 y seleccionada para diferentes antologías de sus artículos de prensa. En ella, con el título Vuelta a la semilla, evoca su infancia en Aracataca y en especial su experiencia con los animes. “Para mí hay más poesía en la historia de los animes que en toda la que he tratado de dejar en mis libros. La misma palabra –animes– es un misterio que me persigue desde aquellos tiempos”. Después de indagar su significado en diferentes diccionarios, se muestra en desacuerdo con esas definiciones. “Los animes de Aracataca eran otra cosa: unos seres minúsculos, de no más de una pulgada, que vivían en el fondo de las tinajas. A veces se les confundía con los gusarapos, que algunos llamaban sarapicos, y que eran en realidad las larvas de los mosquitos jugueteando en el fondo del agua de beber… Los animes tenían la facultad de escapar de su refugio natural, aun si la tinaja se tapaba con buen seguro, y se divertían haciendo toda clase de travesuras en la casa… No eran más que eso: espíritus traviesos, pero benévolos, que cortaban la leche, cambiaban el color de los ojos de los niños, oxidaban las cerraduras o causaban sueños enrevesados”.
“Sin embargo, había épocas en que se les trastornaba el humor, por razones que nunca fueron comprensibles, y les daba por apedrear la casa donde vivían. Yo los conocí en casa de don Antonio Daconte, un emigrado italiano que llevó grandes novedades a Aracataca: el cine mudo, el salón de billar, las bicicletas alquiladas, los gramófonos, los primeros receptores de radio. Una noche corrió la voz por todo el pueblo de que los animes estaban apedreando la casa de don Antonio Daconte, y todo el pueblo fue a verlo. Al contrario de lo que pudiera parecer, no era un espectáculo de horror, sino una fiesta jubilosa que de todos modos no dejó un vidrio intacto… Mucho tiempo después de aquella noche encantada, los niños seguíamos con la costumbre de meternos en la casa de don Antonio Daconte para destapar la tinaja del comedor y ver los animes –quietos y casi transparentes– aburriéndose en el fondo del agua”.
Por supuesto, esta relación de amistad, gratitud y cariño con el dueño del cine de Aracataca y su familia ha sido reseñada en todas las biografías de Gabo. Entre ellas, quizás la más detallada se encuentra en García Márquez: El viaje a la semilla (1997), el excelente trabajo de Dasso Saldívar quien narra de manera poética y perceptiva la trayectoria vital de nuestro premio Nobel. También la encontramos, aunque más prosaica, en la monumental biografía García Márquez: Una vida del escritor inglés Gerald Martin quien describe en forma minuciosa hasta el detalle más insignificante en la existencia del escritor, sin escatimar los sucesos y anécdotas más relevantes de su etapa juvenil en Aracataca.
Bibliografía: Vivir para contarla, Editorial Norma, 2002; El amor en los tiempos del cólera, Editorial La Oveja Negra; 1985; Doce cuentos peregrinos, Editorial Suramericana; 1992; El Espectador, 18 de diciembre de 1983.
*Escritor y periodista cultural, es autor de libros de narrativa, artes visuales, biografías, crónicas y antologías, vive y trabaja en Puerto Colombia, Atlántico.