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Cualquier transeúnte que levante la cabeza de su celular hacia los cielos en el número 27 de la Calle Velázquez de Madrid, se encontrará con un imponente portal de visos dorados que bien podría pasar por el lobby de algún hotel, salvo por la sólida placa de granito color ladrillo que, oculta a plena vista desde las alturas durante más de tres décadas, reza: “Ivo Andrić, Premio Nobel de Literatura del año 1961, habitó esta casa como vicecónsul de la delegación de Yugoslavia en los años 1928 y 1929″. Dicha inscripción no tendría nada de particular frente a las muchas otras que engalanan la capital conmemorando personas y sucesos aquí y allá, de no ser por un pequeño detalle que la hace tremendamente interesante: En 1929, y más aún en 1928, Ivo Andrić todavía no era Ivo Andrić.
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Para cuando Andrić aterrizó en Madrid su perfil era más el de un político que el de un escritor. Con 36 años y tras un paso fugaz por varias cárceles croatas como sospechoso de haber participado en el asesinato del archiduque Francisco Fernando, su efímera estancia en la Calle Velázquez sería precedida por un largo periplo europeo como miembro de distintas delegaciones diplomáticas del Reino de los Serbios, Croatas y Eslovenos. Con El Vaticano, Bucarest, Trieste, Graz, Marsella y París, Andrić traía a sus espaldas más embajadas que libros escritos, pues hasta la fecha solo contaba con un par de poemarios sin mucha repercusión y una suculenta selección de cuentos en los que ya despuntaba el genio de su talento, pero todavía estaba a más de 16 años de distancia de concebir las grandes novelas que lo harían inmortal.
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Entonces, ¿qué sentido tiene una placa que conmemora un período tan escueto de su vida en un momento en el que aquel futuro galardonado no era más que un prometedor aspirante a escritor como tantos otros yugoslavos? La respuesta es sencilla: la fascinación por el camino, la convicción firme de que en las obras de cualquier escritor es posible hallar vestigios de las calles por las que caminó y los sitios que frecuentó. Ante la incontenible necesidad de escribir sobre lo que se conoce, solo remitiéndose a la biografía geográfica de un autor es que es posible entender a plenitud ciertos extractos de su canon bibliográfico, como, por ejemplo, el que tantísimas novelas de Hemingway transcurran en España, que Francia tenga una fuerza magnética tan poderosa en las letras de un peruano como Vargas Llosa o que el peso específico de Japón en la prosa belga de Amélie Nothomb sea tan significativo.
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En el caso de Andrić, la influencia de Madrid fue discreta pero entrañable, pues nos dejó para la posteridad el ensayo “Goya”, un sentido homenaje al pintor Francisco de Goya, cuya calle que lleva su nombre intercepta la de Velázquez, a tan solo media cuadra de la residencia de Andrić. Un detalle de fina coquetería con la ciudad que justifica con creces aquella sólida placa de granito color ladrillo que solo se ve levantando la cabeza del celular.